Juan Manuel RoblesHace unos días, Paco Sanseviero, dueño de la librería El Virrey de Miraflores, contó que recibió amenazas telefónicas y que, en el momento de poner la denuncia respectiva, el oficial de la comisaría a la que acudió le dijo que no podía ayudarlo, que tenía que ir directamente a la Dirincri. Sanseviero, a quien muchos tenemos el gusto de conocer desde hace años (como excelente fotógrafo en “El Comercio” a comienzos de siglo y como generoso anfitrión de la librería que heredó de su madre, la recordada Chachi), relató su experiencia en las redes sociales. La molestia era evidente y se mezclaba con impotencia. En un momento en que las extorsiones están a la orden del día, en que el pago de cupos se extiende todas las semanas como una mancha de sangre sobre el mapa de Lima, el librero se encontró cara a cara con el desamparo.
Y pensar que aquel general de la Policía, ese terruqueador profesional que solo parece ser efectivo para hacer que un montón de señoras con pollera y estudiantes se tiren bocabajo (acusándolos de “terroristas”), dijo que una de las razones del crecimiento de la delincuencia es que hay “una cultura de no denunciar”. Claro, con lo dispuesta que está la Policía, con las ganas que le ponen.
Pero lo que más me llamó la atención de las palabras de Sanseviero —un episodio que ojalá no pase a mayores— es que mucha gente le respondió al librero mensajes de pragmatismo, resignación y, finalmente, fe: camina con cuidado y confía en la suerte. Nadie puede esperar que la Policía brinde protección, así que mejor bloquea los números de las llamadas, no contestes. Y persígnate (mitad broma, mitad en serio).
El Perú sube como la espuma en el ranking de países más inseguros de la región, la tasa de homicidios se ha duplicado en cinco años. La presidenta y sus aliados no tienen problemas en malgastar los recursos policiales en sus vendettas internas. Volvemos —sin darnos cuenta— a la lógica social de la tómbola (que en este caso es una ruleta rusa).
Todos los días mueren choferes de combis y buses que antes de salir a trabajar alzaron los hombros y dijeron como en las elecciones del 2021: ké me keda. Y decidieron respirar hondo y avanzar no más, esperando que ese día el verdugo tenga piedad, o que esté ocupado con otros encargos, o que la moto se resbale en el último instante, providencial, o simplemente que los reflejos en el acelerador le permitan huir, al menos por un día, un día más.
Son hombres y mujeres que solo quieren vivir en paz, que no contemplan la posibilidad de comprarse una pistola y entrenarse en algún campo de tiro de los que ya existen, que creen que la normalidad no tendría que permitir estas amenazas.
La librería El Virrey —el lugar donde presenté dos de mis libros, un espacio tan significativo y entrañable para la comunidad letrada que el escritor Ricardo Sumalavia se casó allí, entre sus paredes repletas de títulos— parece lejos de la zona de peligro. Pero el Perú nos enseña que todo lo malo que vivió en su historia llegó donde nunca nadie lo hubiera imaginado. La zozobra que cunde no es gratuita. La siente Sanseviero y todos los que alguna vez fuimos felices en su local.
Hace tiempo pienso que el Perú te condena a vivir en esa lotería infame: la familia que cruza los dedos para que el río no se desborde; el señor que habita una casa vieja en una ciudad sísmica y confía en que el siguiente temblor no será de cuidado; el barrio del arenal al borde de la autopista elevada, donde los pobladores rezan para que el tráiler no se despiste justo allí (aunque la pista, justamente, se esté hundiendo por falta de mantenimiento). Solo que a veces el peligro, que generalmente es pan de cada día entre los pobres, llega a más gente: a la clase media, a los esforzados dueños de un negocio, a los propietarios, a los comerciantes pujantes. Como si fuera una especie retorcida de justicia, el Perú precario le dice al que creía no serlo: ahora pues, ahora sabes.
El domingo vi, luego de muchos años, un partido del torneo local. Nada del encuentro me sorprendió —las mismas jugadas mal hechas, los remates desviados de hace veinte años— pero sí los comerciales de apuestas. Ese vigor ludópata normalizado, esa decadencia sombría que no es solo la de un deporte que ha vendido su alma al diablo apostador sino la de una sociedad que se acostumbra a jugarse el todo o nada en las cosas más simples. Apostar la vida. ¿Por qué no? ¿Hay opción? Y si no hay otra, mejor hacerlo disfrutando el momento, con una chela en la mano y Paolo Guerrero o Jefferson Farfán recién retirados, travestidos en tokens del adormecimiento nacional.
Luego vi un comercial de los “nuevos ricos”. Y pensé en el emprendedor de fuera de Lima Moderna, que en la primera década del siglo aparecía en otros comerciales, arrogante, feliz, capitalista a muerte, jugador empedernido y ganador, incapaz de pedirle nada a Papá Estado. Ese hombre aparecía en moto acuática relamiéndose de prosperidad. Qué bien juegan sus fichas los peruanos emergentes, qué poco necesitan de la asistencia. Cuando daba risa, sembramos en exceso la idea de que la supervivencia es un juego del día a día, un hoy perdiste, cholito, pero mañana ganas el doble, un préstamo de tu banco amigo —y suave con los intereses—; ahora que ya no da risa, porque la mala suerte significa morir, continúa en nosotros esa vocación de jugar, que es casi lo único que queda.
El de Sanseviero es un grito de ingenuidad necesario: un hombre que exige que la Policía funcione con un mínimo de eficiencia. Tal vez él —y yo, y ustedes— ya nos hemos quedado atrás, con aspiraciones absurdas; tal vez es cierto: en poco tiempo a cada vez más peruanos solo les quedará jugar fichas, jugar a la ruleta. Y sonreír ajustando.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 720 año 15, del 14/02/2025
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