Manuel Rodríguez Cuadros
Si no se logra una reforma sustantiva del sistema político, para asegurar el acceso democrático y legítimo al poder de todos los sectores sociales y culturales del país.
El Perú contemporáneo es un país marcado por una fractura profunda, no solo entre clases sociales y culturas, sino entre mundos distintos desde la perspectiva del poder. El mundo de los conectados al poder del Estado y el mundo de los desconectados. Esta escisión atraviesa Lima y las regiones, la izquierda y la derecha, y se manifiesta en una crisis persistente de representación. Utilizo la dicotomía conectados-desconectados a partir de la noción de campo de poder de Georges Bourdieu.
Los conectados son aquellos que disponen de recursos materiales, culturales, simbólicos y de reconocimiento social que les permiten ocupar posiciones de ventaja en los espacios donde se ejerce el poder. Este poder no es solo económico ni mediático. Es, sobre todo, acceso al Estado, a sus instituciones, a los espacios donde se toman las decisiones que configuran la vida pública.
El campo de poder, en este sentido, se expresa concretamente en el control o influencia sobre el aparato estatal central, ya sea desde el gobierno, la tecnocracia, el sistema judicial o el Congreso. Los conectados manejan recursos materiales, culturales y simbólicos que les permiten hablar, ser escuchados y tomar decisiones. Son quienes cuentan con reconocimiento social, acceso a redes de poder, prestigio académico o influencia mediática.
Los desconectados no solo carecen de recursos de influencia —como reconocimiento social, acceso a redes institucionales o legitimidad pública—, sino que están estructuralmente excluidos del acceso real al poder estatal central. Aunque representen una mayoría demográfica, su voz no es considerada válida dentro del sistema político; sus intereses no se traducen en políticas públicas ni encuentran representación efectiva en los espacios de decisión. Pero la desconexión no es solo de poder, sino también de significado y reconocimiento. Se invalida su visión del mundo, sus formas de participar, se relativiza su cultura y se les impone el racismo estructural.
Las formas de conocimiento comunitario, campesino, indígena y popular no son consideradas válidas dentro del campo político del mundo conectado. Mayormente, la izquierda progresista limeña y la derecha liberal coinciden en sentirse ajenos a saberes no modernos, así como en su lejanía al universo cultural del mundo desconectado: lenguaje, colegios, universidades, música, bailes, lecturas, referentes y valores sociales, recreación. Las propias prácticas políticas, como las movilizaciones de unos y otros para defender sus derechos, intereses y visiones del país, reflejan esta fragmentación.
La oposición al gobierno de Dina Boluarte —con niveles de aprobación cercanos al 3 % a nivel nacional, y con hasta 0 % de respaldo en algunas regiones del norte— no ha logrado transformarse en una movilización nacional unida. Las grandes movilizaciones del sur andino en regiones como Puno, Cusco, Ayacucho o Apurímac— expresaron el dolor y la indignación de los sectores desconectados. Sin embargo, no contaron con el apoyo directo suficiente de las élites limeñas, independientemente de su orientación política.
No hubo un lenguaje común, ni una narrativa compartida, ni símbolos que articularan ambas experiencias en un proyecto nacional compartido. Incluso dentro de Lima, la protesta se concentró en barrios populares, gremios y jóvenes migrantes, pero no logró articularse lo suficiente con sectores democráticos y progresistas de partidos políticos, de universidades, organizaciones no gubernamentales o medios de comunicación.
Desde las últimas décadas del siglo XX, los sectores desconectados —campesinos, migrantes, trabajadores informales, emprendedores— han sido protagonistas del “desborde popular”. Este proceso implicó una reconfiguración social desde abajo: los excluidos irrumpieron en los mercados, en los barrios urbanos, en los transportes, en las redes comerciales y, en menor medida, en los gobiernos locales. Hubo notables progresos en las condiciones de vida. Pero, la exclusión persistió en su forma estructural e institucional: su acceso al poder central del Estado, al sistema judicial, a los medios y a los espacios de representación política nacional sigue siendo precario.
La exclusión —social, cultural y política, también étnica— ha generado como respuesta la informalidad y, en muchos casos, la ilegalidad crecientemente organizada. No se trata solo de economías paralelas. También de formas alternativas de organización social, económica y política que han construido legitimidad en sus territorios, aunque no sean reconocidas por el Estado: mercados informales, rondas campesinas, comités de autodefensa, transporte informal, comercio ambulatorio, minería ilegal y otras actividades al margen de la ley.
Esta situación ha sido alimentada por la minimización del Estado promovida por las élites conectadas, así como por el colapso de la autoridad y funcionalidad estatal en vastos territorios del país y sectores de la administración.
Lo inédito del momento actual es que esta exclusión convertida en sistema de vida ha comenzado a expresar una voluntad política de conquista del Estado central. No ya como espacio de reconocimiento o reforma, sino como botín en disputa. En un escenario de crisis prolongada, fragmentación institucional y colapso de legitimidades, amplios sectores desconectados, como importantes sectores de los conectados, ven en el Estado una fuente de recursos, poder y validación, y no necesariamente una institución que deba respetar la legalidad y propender al bien común.
Esta transformación puede manifestarse en las próximas elecciones: no solo en candidaturas populistas y mercantilistas, sino en la emergencia de un nuevo tipo de actor político informal, clientelar o incluso criminal, cuya base es el rechazo al orden institucional y la apropiación del aparato estatal como forma de afirmación social. Ejemplos incipientes pueden observarse en la captura de municipalidades por redes informales de contratistas o en el financiamiento de campañas locales por grupos dedicados a economías ilegales como la minería y la tala.
La disputa por el control del Estado —antes monopolio de las élites conectadas— se traslada ahora a un nuevo terreno, donde el Estado ya no representa el bien común, sino un botín fragmentado. En amplios sectores sociales —no conectados y conectados—, el Estado ha dejado de ser una institución garante del bien común y se percibe como un botín a conquistar. Si esta tendencia se consolida, la lucha política se convertirá en una lucha por el control patrimonial del Estado, lo que podría erosionar aún más los principios de legalidad, representación y servicio público. Sin una transformación profunda de las condiciones estructurales de exclusión y una democratización real del poder estatal, el Perú se encamina a una peligrosa normalización de la informalidad y la criminalidad como práctica política.
La crisis peruana no podrá resolverse solo con reformas institucionales, si no se aborda la estructura profunda de exclusión entre conectados y desconectados. Si no se logra una reforma sustantiva del sistema político, para asegurar el acceso democrático y legítimo al poder de todos los sectores sociales y culturales del país.
Fuente: https://larepublica.pe/opinion/2025/06/15/conectados-y-desconectados-fragmentacion-social-y-crisis-de-representacion-por-manuel-rodriguez-cuadros-hnews-339375
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