27 de junio de 2025

Perú: Soñar con cárceles

Juan Manuel Robles

"Bukele ha creado una estética del hacinamiento entre rejas"

Nayib Bukele ha resucitado el opio de las sociedades atemorizadas: la cárcel infinita. Hay que reconocerle el diseño de un producto de exportación tan rápidamente posicionado —el CECOT— y el hecho de que, bien visto, lo suyo no sea otra cosa que un reciclaje de la vieja prisión de máxima seguridad infranqueable, imponente, que promete confinar, retirar y aislar a las células enfermas del tejido social. Es alucinante, además, que Bukele lo haya logrado con unas cuantas sesiones de fotos de hombres tatuados y calatos, manos esposadas, y videos en 4k de esos presos caminando agachados cual orangutanes, todo con una fuerza gráfica que, más que la labor de autoridades penitenciarias, parece resultado del trabajo de coreógrafos, publicistas y hasta directores de arte.

Bukele ha creado una estética del hacinamiento entre rejas. Los tatuajes del enemigo, multiplicados, aportan textura.

La cárcel gigante de Bukele constituye una operación iconográfica no menor, notable en tiempos en que nada tiene espesor y las estampas se olvidan en cosa de meses. Es marca-país, un espacio que define y caracteriza, un atractivo turístico que no es la maravilla en ruinas de una civilización muerta, sino al contrario: la edificación fantástica del presente, en el esplendor del faraón. ¿Qué es El Salvador? El Salvador es una cárcel futurista y volcanes majestuosos. Hablando de faraones y pirámides, se anuncia la construcción del CECOT 2 resaltando que no se gastará en mano de obra porque la construirán los presos, gratis y voluntariamente.

Bukele ya es un líder histórico. Es Fujimori en 1995 con más poder y más escaños en el parlamento. Como Fujimori en ese entonces, su apoyo es tal que incluso hay víctimas de su régimen de excepción —militares en las calles—, personas que estuvieron encarceladas por error y hasta familiares de asesinados que han declarado, públicamente, que a pesar de todo apoyan al mandatario, porque después de él el país es otro. Por supuesto que nos suena familiar a los peruanos. Cuando una nación ha sido un infierno inviable, sus ciudadanos están dispuestos a asumir cualquier costo. En El Salvador pacificado de la era Bukele se han disparado los desaparecidos, el porcentaje de población encarcelada es el más alto del mundo, cada cuatro días muere un recluso, presos de los que no se sabe nada aparecen en morgues y recientemente se supo de un hombre que salió de prisión con las piernas amputadas.

Por supuesto, los derechos humanos son una cojudez para la derecha, mientras se vean “logros”, y las cárceles de Bukele se han vuelto su sueño húmedo. Ya se está usando el verbo “peregrinar” para definir lo que hacen autoridades y políticos que viajan a El Salvador, pues visitan la prisión como quien va a La Meca, arrobados como niños por la visita guiada a esa especie de parque temático: la consumación de la solución final.

La ministra de Seguridad Nacional de Javier Milei, Patricia Bullrich, visitó la cárcel para conocer “el método” y volvió a Buenos Aires fascinada. Lo mismo hizo el senador brasileño Eduardo Bolsonaro, quien comparte ideas con su ultraderechista padre (“es algo realmente sensacional”, dijo). Dos ministros, una embajadora y dos comandantes de Ecuador viajaron para ver in situ la prisión modelo. José Antonio Kast, el líder de la ultraderecha chilena que reivindica a Pinochet, fue a visitar la prisión y al salir no ocultó el júbilo: “Nosotros podríamos alcanzar lo mismo”, declaró.

En el Perú la proliferación de seguidores de Bukele, en el Congreso y otros ámbitos, es casi un lugar común. El alcalde de Lima y otros políticos de derecha hablaron de enviar a delincuentes a El Salvador; luego se planteó la construcción de un CECOT en Lima. Las elecciones presidenciales son el próximo año. Aún no se definen los candidatos pero Bukele y su megacárcel ya tienen presencia asegurada en la campaña. Lo mismo pasa en Colombia.

A mí me conmueve esa adoración de la cárcel, los ojos impávidos de las delegaciones visitantes al ver a los presos sentados y esposados, mirando a la pared y dándoles la espalda, mientras el guía comenta que los reclusos solo tienen luz artificial, como pollos. Es kafkiano y no solo por El proceso (hay presos en las cárceles de Bukele que años después no saben por qué están allí), sino también por La colonia penitenciaria, ese relato en que un operario muestra con serenidad didáctica y cierto orgullo social la máquina de tortura.

Me conmueve no porque no entienda que una cárcel así pueda ser un mal necesario en determinados contextos, sino porque me parece de un nivel de simplificación tremendo incluso para los estándares de esta gente. La mano dura es hoy una caricatura. La derecha ha bajado sus anhelos clásicos de seguridad, de orden como política general. Hoy no alaban un modelo de sociedad en que uno de los elementos es la cárcel. El sueño mismo es la cárcel, la utopía es la prisión perfecta que resuelve, y quieren vender ese entusiasmo como si fuera una receta (y, se los aseguro, en los planes están contratistas amigos que se frotan las manos).

Se llama populismo punitivo: creer que cuanto más severas las penas y más inhumanas las condiciones de reclusión, menos crimen habrá. Lo vemos en los políticos que, cada tanto, proponen la pena de muerte. Ahora esos señores tienen un ejemplo tangible, una franquicia exportable (soslayando que El Salvador tiene características muy distintas a los países que quieren emularlo). La pena de muerte y la supercárcel son dos expresiones de una misma demagogia. Y no hay nada nuevo en eso.

De hecho, al ver a estos fans de la prisión bukeleana recuerdo a Alan García, que en el debate presidencial del 2016 planteó como solución a la inseguridad reabrir el Sepa, la colonia penal inaugurada en medio de la selva de Ucayali en los años 50. Para mala suerte de García, su contrincante en el debate era Fernando Olivera —su perseguidor por años— que casi cantando le dijo en la cara todo su prontuario de corrupción, para finalmente rematar con una sonrisa: “a ese nuevo Sepa de la Amazonía va a ir usted, señor García”.

La historia, como todos sabemos, termina en tragedia (no sin cierta poesía). Alan García, charlatán de la supercárcel, se pegó un balazo para no ir a una.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 738 año 16, del 27/06/2025

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