27 de junio de 2025

Sin dios ni monumentos

César Hildebrandt

"De modo que estamos solos. Porque el destierro de los valores es un fenómeno esparcido. El mundo es anómico"

No creer en dios es aceptar el desamparo. Es también creer, con suma modestia, que al final habrá olvido y gusanos y no grandes recompensas o ardorosos castigos.

No aconsejo no creer en dios porque eso supone, además, inferir que surgimos de la arbitrariedad y de una chispa loca del azar y que luego, en miles de años de matanzas y banderas, inventamos un mundo que no tiene sentido.

El consuelo de los ateos y los agnósticos fue sumarse a las grandes causas de la justicia social y creer que en esos emprendimientos de la buena fe la vida encontraba su razón de ser.

Pero he aquí que en el mundo que hemos hecho parece que las grandes causas han desaparecido. Las banderas y las matanzas han vuelto y los pocos consensos que nos habían elevado a ser una civilización con aspiraciones de ser global y sostenida en cierto altruismo han caído.

Antes, cuando mi generación empezaba a vocear sus pocas ideas, teníamos la gran coartada del maniqueísmo: por un lado estaban los países que debíamos odiar y por el otro los que eran factorías del temple proletario y el fuego de los justos. Marx era el padre, Lenin el arquitecto, Stalin el maestro de obras. Y estaba Mao, que era la versión confuciana del puño de hierro de la dictadura en mameluco. La United Fruit nos hacía fácil la elección. El golpe en Irán de 1953 aclaraba todo. El derrocamiento de Árbenz en 1954 nos abría los ojos. Bahía Cochinos terminaba la discusión. Vietnam era la lápida del imperialismo yanqui.

Pero sucedió que pasaron los años y el mundo alternativo que nos aliviaba la conciencia empezó a desplomarse. Hasta que llegó Deng Tsiao Ping y habló, goloso, del gato que comía ratones y llegó Gorbachov y admitió que había que cambiarlo casi todo porque Chernóbil era una prueba de la decadencia y arribó Yeltsin, que, en una tranca asesina, terminó con la leyenda y decretó el nuevo zarismo pero con oligarcas salidos del partido que supuestamente los había exterminado.

Cuando cayó el muro con Gorbachov todavía en el Kremlin, y el dominó se derrumbó, no hubo multitudes que salieran a las calles a reclamar por la restitución de la grisura y la censura. Al contrario, salieron a gritar que eran libres, aunque muy pronto se enteraron de que su libertad servía para escoger entre los pollos grasientos de Kentucky y las carnes marcianas de McDonald’s. Supieron también que el embargo noticioso del comunismo había sido reemplazado por el monopolio informativo y castrador de los nuevos cortadores del jamón. Y cuando quisieron protestar, ya era tarde: el mundo libre los había declarado rehenes ilustres. La OTAN los cuidaría para siempre.

Yo nunca creí en el comunismo porque siempre me pareció siniestro que la virtud tuviese un solo rostro y encima reclamase la unanimidad. Pero simpaticé con buena parte de sus puntos de vista internacionales y no dudé en elegir a la China de Mao frente a la China que los ingleses pudrieron con el opio. Y tampoco tuve dificultades en optar por Ho Chi Minh y no por Lyndon Johnson. Del mismo modo que me entusiasmó la Cuba de los barbudos en vez de la Cuba de Batista y la mafia de Las Vegas.

Pero China es ahora la fábrica del mundo (los Estados Unidos con comité central) y Vietnam imita a China en su medida y la Cuba de nuestros amores adolescentes será, si el deterioro continúa, la isla de Robinson Crusoe con millones de Viernes ansiosos de hacer sus propias balsas.

El mundo de Trump y Netanyahu es una mafia criminal. Pero Irán es una teocracia salida de una niebla y el escenario árabe, con excepción de la causa palestina mil veces traicionada, no merece respeto alguno. De modo que estamos solos. Porque el destierro de los valores es un fenómeno esparcido. El mundo es anómico.

Y el Perú, como era de esperarse, comparte con entusiasmo este desamor planetario por el honor y por el bien.

Pertenezco a una generación que no tiene dios ni monumentos a los que acudir. Y que, sin embargo, cree que rendirse no es opción válida. ¿Por qué peleamos a estas alturas del desastre? Porque, aunque las catedrales y las casas matrices hayan sido derribadas, no pelear por cierta limpieza es morir por dentro, caminar aturdido rumbo a un centro comercial, ver sin chistar los noticieros de la noche.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 738 año 16, del 27/06/2025

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