César Hildebrandt
"El socialismo con guarachas y palmeras era una fiesta de la reconstrucción social"
Cuba se está muriendo y eso me entristece. Siento que mi generación muere con ella.
Amé esa revolución desde que tenía doce años y escuchaba en una vieja radio de onda corta las transmisiones de Radio Habana, Cuba, territorio libre de América.
Leía mucho en esos tiempos y todo lo que leía me conducía a admirar a esos barbudos que, salidos de la nada, habían derrocado al gobierno de Fulgencio Batista, marioneta yanqui. Desembarcaron en un yate sobrecargado y sobrevivieron pocos en los primeros dos años. Pero fueron juntando gente, creando apoyos en la capital, desarmando batallones enteros de un ejército que luchaba por un sueldo. Fabricaron su propia leyenda entre tenacidades y riesgos bien librados y todo acabó cuando el dictador huyó el primer día del año 1959 subido en un avión cargado de maletas, dinero sacado del banco central y oro en lingotes.
Los barbudos, entonces, llegaron a La Habana y comenzó la jarana de la revolución. Iba a ser la fiesta inolvidable.
Había que nacer nublado para no sentir cercana la esperanza en aquellos días de multitudes gigantescas y discursos que parecían inaugurar el nuevo mundo. De esas tierras que España había perdido y Estados Unidos conquistado después de una guerra surgida de la mentira, brotaban leyes de reivindicación que las plebes divinas celebraban en las calles. Salían despavoridos de la isla los que creían que el mundo era un casino y que maltratar a los gringos era cosa de pervertidos. Benditos barbudos que tenían la pinta de haber salido del evangelio y no de Sierra Maestra. Maldita era la prensa que los calumniaba y que quería hacer con ellos lo que había hecho con Jacobo Árbenz en Guatemala.
Al principio, todo fue entusiasmo: alfabetización masiva, ingenios adoptados por el Estado ante la fuga de sus propietarios, nuevas gargantas de la canción popular. Cuba cambiaba para bien y de esa isla con silueta de caimán brotaban vientos de vocación planetaria y afán justiciero.
El movimiento que había conducido a Fidel y a Camilo al poder era plural y no obedecía a ninguna de las matrices del marxismo mundial –Moscú y Pekín– y ese era su poder de seducción. El socialismo con guarachas y palmeras era una fiesta de la reconstrucción social, una asamblea gigantesca de energías que tenían como meta la fundación de un país justo y libre. Era como si Lenin hubiese conciliado con la disidencia, con los matices chúcaros y hasta con los mencheviques dispuestos a ceder. Era como si Vladimir no hubiese dejado al gris Stalin administrando lo que debía ser suma de voluntades y no imposición bestial de un mandato heredero del zarismo. El “26 de Julio” era un frente amplio donde lo único que no cabía era Batista y su herencia.
Pero, lentamente, el comunismo empezó a tomar lo que no era suyo, lo que pertenecía a la indignación de los cubanos que habían sido capaces de deshacerse de un régimen corrupto y extranjerizante. Y la estupidez de los norteamericanos, gobernados por un general victorioso, hizo lo suyo. Hasta que llegaron las expropiaciones de las empresas yanquis, alentadas por el comunismo isleño ansioso de agudizar las contradicciones, el mísero bloqueo yanqui, la ola de atentados auspiciados por la CIA, y el intento de invasión en Bahía Cochinos, delicadeza del muy progre Kennedy.
Entonces todo empezó a irse al demonio. Ante la agresión imperialista, Fidel Castro deja de ser el líder de una revolución excepcional y firma el acta de sujeción que le impone el triunfante Partido Comunista. Las voces variadas se convierten en el coro gregoriano del modelo soviético: un iluminado del que sólo se escribirán hagiografías, una sola voz cantante en la única prensa que será aceptable, los CDR (Comités de Defensa de la Revolución). Llegaron así el silencio cauteloso, el miedo extendido, el nuevo código penal, la educación como fábrica de resignados incapaces de formular preguntas. Stalin ha vuelto a triunfar. Los disidentes terminarán en la cárcel o en el exilio. Carlos Franqui, el campesino que pudo ser un magnífico escritor y dirigió “Revolución”, el diario del gobierno que derrocó a la dictadura batistiana, terminará rompiendo con Fidel y los suyos. Guillermo Cabrera Infante, subdirector de “Revolución”, será considerado traidor en 1968, tras la publicación de “Tres tristes tigres”. Ese mismo año, Castro avala la invasión soviética de Checoslovaquia. Cuba se adhiere sin decirlo al Pacto de Varsovia. Stalin brinda en su tumba. Beria también.
Pero no lo olvidemos: durante largos meses de esperanza y pueblo desencadenado, Cuba fue el ejemplo que encendió a mi generación y abrió un horizonte inédito en el mundo de la guerra fría. El socialismo sin dictadura fue posible en ese breve lapso.
Todo acabó mal, ya lo sé. Hoy Cuba es una herida dolorosa, una derrota. Se trata de un pueblo dignísimo que es rehén de aquel ejército verde olivo nacido para defenderlo de cualquier intento de intromisión imperial. El socialismo de todos llegó a ser catecismo leninista, paporreta del nuevo hombre que no pudo ser, unanimidades cocinadas en el terror. Stalin en todo su esplendor. Beria sin bufanda. Ceaucescu gritando en un balcón ante una plaza vacía.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 741 año 16, del 11/07/2025
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