Natalia Sobrevilla
La humanidad que podríamos estar perdiendo ante la omnipresencia de lo digital
La frase en latín del título se refiere a un recurso literario, por el cual el argumento de una historia se soluciona de manera sorprendente gracias a algo que parece venir de ninguna parte. Su origen se encuentra en los teatros de la antigüedad, donde de pronto aparecía en mitad del escenario una máquina que transportaba a un dios que ofrecía una solución al principal problema narrativo. Hoy, de una manera similar, cuando las máquinas parecen tomar control sobre grandes porciones de nuestras vidas, me viene a la cabeza esta referencia al rol protagónico de los aparatos.
Esta semana me la he pasado tratando de lidiar con mi frustración con la tecnología. Primero se echó a perder la internet en casa y pude sobrevivir con los datos de mi teléfono, hasta que lo tuve que actualizar cuando cambié de aparato. Hacerlo sin conexión a internet no fue fácil y solo lo logré gracias a la generosidad de mi hijo, que me prestó su red. Pero, entre una cosa y otra, me distraje, hice algo mal, y perdí casi dos semanas de importantes mensajes de coordinación.
Esto se le sumó a la frustración del día anterior, cuando me enteré de que no quedaba nada dentro de mi computadora de escritorio, la que había dejado de utilizar por varios meses desde que escribo exclusivamente en mi portátil. Estoy segura de que el reinicio de fábrica lo hizo alguien en casa que buscaba ayudarme, pero que, por error, simplemente, vació todo lo que ahí almacenaba y que no estaba copiado a la nube. Por suerte, esa información ya no era mucha, pues desde hace un buen tiempo mi manera de trabajar ha adoptado ciertas previsiones. Y en esas estaba, alistándome a enviarle a mi editor los cambios finales a mi último libro, cuando mi laptop comenzó a parpadear para luego congelarse, y cuando por fin se reinició descubrí, casi aterrada, que no había registrado mi trabajo de ese día y tuve que comenzar el ejercicio ya casi terminado desde cero.
Pensé, por supuesto, en cuánto poder le hemos dado a las máquinas y cómo nos hemos acostumbrado a que silenciosamente ellas hagan las cosas por nosotros. Esa misma mañana había leído un artículo sobre el impacto del uso de la inteligencia artificial en nuestra capacidad cognitiva y de cómo, por ejemplo, antes podíamos retener una serie de números telefónicos en la cabeza y conocer las calles de nuestro entorno con solo apelar a nuestra memoria, habilidades que hemos ido perdiendo desde que tenemos teléfonos “inteligentes”. El autor, Brian Klass, reflexiona sobre lo que pierde una sociedad donde ya no vale la pena pedirles a los alumnos que hagan ensayos académicos porque un número importante de ellos se las arreglará para presentar textos producidos por ChatGPT y similares. Así, durante esta temporada de evaluación en las universidades del hemisferio norte, no he dejado de oír que los ensayos —que por años fueron la base para discernir sobre el desarrollo del pensamiento crítico, eso que realmente evaluamos los profesores universitarios— ya no sirven. Mientras que algunos profesores se decantan por volver a los exámenes, otros ya han optado por pedir ensayos que analicen críticamente lo que produce ChatGPT, pidiéndoles expresamente a sus alumnos que usen la inteligencia artificial para que comprendan sus límites. Que identifiquen citas de autores que no existen, libros que nunca se han escrito, textos supuestamente publicados años antes de que sucedieran los eventos que dicen analizar. Klass, como muchos, se pregunta cuál es el impacto de todo esto en la capacidad de estos jóvenes para pensar.
Sin duda, todos nos vamos a tener que acostumbrar a vivir con esta nueva manera de hacer las cosas. A propósito de esto, una amiga me decía anoche que en la época en que proliferaron las calculadoras, empezaron a rendirse exámenes con ellas y otros sin ellas (casualmente, yo siempre uso la mía hasta para operaciones sencillas, a pesar de que mi profesor de Matemáticas me lo prohibiera específicamente en el colegio). En otras conversaciones que he tenido con personas que trabajan en el mundo de los negocios he oído que ya no necesitan del mismo tipo de apoyo, porque hay muchas tareas que hoy pueden delegarse a asistentes electrónicos, incluso en temas legales o de recursos humanos. Si se le puede preguntar directamente a la máquina, ya no se necesita un intermediario humano que tenga ese conocimiento. Dos preguntas me vienen, entonces, a la cabeza: ¿no será que estos sistemas puedan cometer errores difíciles de identificar a simple vista, pero que pueden ser profundos? ¿No significará esto mucho menos empleos para la gente?
Para cerrar de manera festiva estos últimos y frustrantes días mediados por la tecnología, anteanoche asistí en Londres al curioso espectáculo de ABBA producido con sus “abbatares”. Éramos centenares y centenares de personas de todas las edades, desde abuelos hasta nietos, que cantábamos y bailábamos entretenidos por unas máquinas que nos presentan una simulación casi real de lo que sería ver a ABBA en sus años de apogeo. Estas entidades eran versiones aparentemente mejoradas de los músicos, de una edad indeterminada, que cantaban, bailaban y tocaban con soltura sus instrumentos, y si bien todos “sabíamos” que no eran ellos, algo de su esencia estaba presente.
A ratos, estos ABBA automatizados eran acompañados por una banda en vivo, y hacia el final se sumó un coro: fue entonces cuando sentí con mayor profundidad la diferencia entre las máquinas y lo humano. Fue en ese instante cuando pensé que me encontraba en medio de una extraña mezcla de un show de marionetas, un inmenso karaoke en el que todos cantábamos felices, y una película en la que atestiguábamos los años más vitales de esos ídolos. A pesar de estos contrastes, la pasé muy bien, porque —seamos sinceros— es lo más cerca que estaré de ver a ABBA en vivo, quienes no han hecho un concierto desde diciembre de 1982.
Sin embargo, hasta ahora no me abandona el pensamiento de que esto funcionaba porque alguna vez existió el grupo original. Esas canciones no fueron generadas por una inteligencia artificial: lo que nos conecta a ellas es la humanidad que contienen y, si bien hoy nos las reproducen las máquinas, sin la experiencia de cada uno de esos creadores humanos estas canciones no serían lo que son. Y que esto es lo que podríamos perder si, simplemente, le damos a las máquinas todo el poder de pensar y de realizar tareas por nosotros.
FUENTE: https://jugo.pe/deus-ex-machina/
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