Juan Manuel Robles
"Esta derecha nueva de color celeste ha descubierto que puede conseguir votantes humillándolos primero"
Casi diría que extraño la arrogancia alucinada de la derecha de antes. ¿Se acuerdan? Ellos eran los que venían a decirnos, con tremendo paternalismo y tonito condescendiente, que debíamos aspirar más alto, no conformarnos con poco, creer que el país estaba para cosas grandes y no para migajas. Ellos eran los que nos decían que no había límite posible y proyectaban videos futuristas de las ciudades grandes de los tigres asiáticos (que hacía poco nomás eran como… el Perú). Y de toda esa jerga repetida en aulas universitarias y centros de convenciones de hoteles resaltaba una palabra: obsoleto. ¡Muerte a lo obsoleto! Que cierren las fábricas obsoletas como castigo final al pecado de no modernizarse, no invertir, no innovar, no mirar cómo cambia el mundo. Tal es la maravilla del mercado en estado puro: su selección natural se llevará a las tiendas obsoletas, a los autos obsoletos, a la gente con ideas obsoletas, trasnochadas, la gente que no sueña alto.
Toda esa cháchara a mí siempre me dio tirria, por supuesto, pero hay que reconocer la claridad de las imágenes de esa utopía, renovadora en extremo, radical en su defensa del descarte de aquello que no tenía “condiciones” en el nuevo presente, en el nuevo Perú; un país que, entre otras cosas, se llenaría de objetos alucinantes, de máquinas nuevas que hasta entonces solo se veían en el Primer Mundo, con estándares nunca vistos en estas tierras. Y hablaban de mentalidad, de cambio de chip, les metían a los chibolos la idea de pensar poco en el Perú ruinoso que los vio nacer y pensar mucho en todo lo que estaba por venir, lo que llegaría en containers mágicos que se descolgarían lentamente en el puerto del Callao alguna tarde de sol.
Qué tiempos. Hoy, en cambio, la derecha es otra cosa. Es chapucera y parchadora, cachivachera, y ya perdió ese interés en la parafernalia de la modernidad, en las máquinas alucinantes capaces de acercar al ciudadano raso al futuro por venir (así no tenga nada). Con qué orgullo decían: ¿imaginaste ver algo así en este país horroroso? Por voluntad o supervivencia, los neoliberales de antes sabían que mostrar buenos juguetes, juguetes de última, nos subía la moral.
Ahora la derecha impetuosa involucionó, ahora te dice: lo que te mereces es un tren de segunda, con más de 40 años de antigüedad, que en California dieron de baja por ser demasiado contaminante. Un tren chatarra que estaba guardado y abandonado, y por eso lo llenaron de grafitis, y ni el trapito que le pasaron antes de embarcarlo para el Perú puede ocultar esas marcas.
Te mereces que te diga que es una donación, y debes sentirte lo máximo de que te regalen un tren completo a ti, peruanito insignificante. No importa el hecho de que no sea un regalo, ni una donación, que cueste varios millones traerlo y que vaya a costar como 500 millones acondicionar todo para operarlo.
Esa derecha de hoy, encarnada en Rafael López Aliaga, no articula un discurso de superación (ni siquiera uno barato); al contrario, fomenta la falta de autoestima. Les dice a los limeños que son como sus trenes: de segunda, chancados, golpeados por las vicisitudes, las idas y las vueltas, y que qué más pueden merecerse sino esa chatarra que —lo jura— funcionará. Esa derecha se olvidó de la obsesión por los ISO9000 y los estándares, y se conforma —¡palabra antes proscrita!— y apela a la tradición peruana de enmendarlo todo con el mil oficios, con engrudo salvador y la grapa en el riel.
Y no solo debes estar contento, sino que vas a participar en una fiesta por la llegada de esos vagones, y todos haremos como que no se ven viejos y espantosos, que no está clarísimo que son, justamente, obsoletos. Hay que celebrar y aplaudir como focas. Y si en los viajes de prueba —que en realidad parecen probar por primera vez la compatibilidad del tren y los rieles, así de chapucero— un vagón se descarrila a cinco kilómetros por hora, hay que obviar el hecho y seguir con la fiesta, la ronda de gratitud.
De los tiempos de la derecha con ínfulas, a López Aliaga le queda el lema “Lima potencia mundial”, que a estas alturas va a desplazar a “honradez, tecnología y trabajo” como el lema más payaso y autoparódico de la historia. Pero salvo eso, esa derecha ya no se esfuerza en creerse lo de potencia, ni siquiera en procurarse piezas de utilería convincentes. La derecha de hoy se ufana de traer un tren que otros desecharon por tóxico.
Me asalta una idea terrible: esta derecha nueva de color celeste ha descubierto que puede conseguir votantes humillándolos primero, riéndose de ellos, dándoles gato por liebre sin molestarse en ocultarlo mucho. Que esos ciudadanos responderán con cariño a la patada en la cara. Es el bully que saliva cuando descubre que su presa ha perdido todo el amor propio. El otro día se me ocurrió pensar que Rafael López Aliaga volvió a poner en la Plaza de Armas la estatua del conquistador español Francisco Pizarro —que llevaba veinte años fuera de allí— para recordarnos a todos que en esta ciudad hay dominadores y dominados, y que esa distribución es sagrada. En todo caso, el monumento rima con un alcalde que convierte la piscina pública más grande de la ciudad en un chiquero de arena, y que, contra todo pronóstico, va cosechando una inquietante docilidad.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 742 año 16, del 18/07/2025
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