Juan Manuel Robles
"Tampoco era defensa contra el terrorismo lo que hicieron después: saquear casas y quemarlas, desaparecer los cuerpos y asesinar a los testigos"
Lo más alucinante de la nueva Ley de Amnistía es que con ella viene una suerte de marcha del orgullo armado, con pistolita y charreteras, un corso de uniformes verdes y sonrisas en el que militares y policías hinchan el pecho como quien recibe un desagravio, un justo homenaje, un reconocimiento a sus aportes al Perú, como esos artistas incomprendidos que aceptan la medalla oficial en el otoño de sus vidas. No es para menos, pues esta ley se presenta como un beneficio justo, una reparación a quienes “nos defendieron del terrorismo”. El fraseo no es inocente y así colocado nos deja sin armas: ¿Cómo podría un hombre que hizo algo tan noble ir a la cárcel?
Por supuesto, hay truco y una gran cara dura. Daría risa, si no fuera porque revelar el descaro implica hablar de desapariciones, violaciones, torturas, asesinatos y fosas comunes. No, esos tipos, los que pueden aprovechar la nueva ley, no estaban defendiéndonos del terrorismo.
No estaban defendiéndonos del terrorismo los hombres que, el 14 de agosto de 1985, llegaron a la quebrada Lloqllapampa en Accomarca porque querían lidiar con el problema de un “centro de adoctrinamiento” de Sendero Luminoso. Al no encontrar material subversivo —ni armas ni volantes ni nada—, ni siquiera con ayuda de los perros, sacaron a los comuneros y los metieron en tres chozas, para dispararles a todos, con un saldo de 69 muertos, 26 de ellos menores de edad. Eso no parece defensa contra el terrorismo, entre otras cosas porque ninguno de ellos era terrorista. Tampoco podría calificarse de defendernos del terrorismo al acto de tirar luego granadas a las chozas para borrar todo rastro, y matar a los testigos que quedaban, días y semanas después, para que nadie lo sepa.
Por supuesto que no estaban defendiéndonos del terrorismo los 200 soldados que en mayo de 1988, en respuesta a un ataque de Sendero, incursionaron en Cayara y mataron a 39 civiles que no tenían nada que ver en el asunto. Tampoco era defensa contra el terrorismo lo que hicieron después: saquear casas y quemarlas, desaparecer los cuerpos y asesinar a los testigos. No sé qué forma de defensa contra el terrorismo hizo que, luego, el fiscal que investigaba el caso tuviera que salir huyendo del país, aterrado.
Definitivamente no estaban defendiéndonos del terrorismo los militares que el 14 de marzo de 1991 fueron a buscar a las autoridades de Chuschi por negarse a formar rondas campesinas, montando para ello un falso ataque senderista con disparos y todo, para luego sacar a patadas al alcalde, al secretario del consejo y al teniente gobernador y llevárselos. No, los militares que iban en la patrulla con los señores prisioneros no nos defendían contra el terrorismo cuando, al ser interceptados en el camino por los familiares, que les imploraban información, decidieron no parar sino atropellarlos, para después seguir hacia la base contrasubversiva. No era defendernos contra el terrorismo que nunca más se viera a esos desdichados.
¿Cómo le van a llamar defendernos del terrorismo a lo que hizo la Marina de Guerra cuando el 22 de agosto de 1984 llegó a Pucayacu, o sea, a torturar y matar a cincuenta personas y meterlas en una fosa común? ¿Cómo va a ser defendernos del terrorismo desaparecer a un periodista que llega a la base a pedir explicaciones?
Esos son algunos de los casos en que los culpables e implicados podrán acogerse a la nueva ley de amnistía. Hablamos de aquellos que pudieron ser juzgados y encarcelados: porque varios se hicieron humo, están prófugos o se encuentran viviendo tranquilamente en el extranjero.
Siempre se podrá hablar de las circunstancias. Entre los defensores de esta gente hay quienes los quieren ver como víctimas con el cerebro dañado justamente por la subversión: rambitos en zona de emergencia con estrés postraumático, humanos al fin y al cabo, con tanta tensión que al simple crujido de una hoja disparaban la metralleta y pucha, luego aparecían los daños colaterales regados en el piso. Qué fácil es hablar de derechos humanos para el que nunca conoció el peligro de una emboscada de Sendero Luminoso.
Pero no. No engañen. No es que cualquier militar que haya estado en zona de guerra haya sido enjuiciado. Llevar al banquillo a uno de estos señores es de las cosas más difíciles que hay.
En los casos judicializados hay gravedad y denominadores comunes: premeditación, cadena de mando, decisiones conscientes. Quienes cometieron estos crímenes tienen un profundo desprecio por una masa de gente rendida, una retorcida idea de la tortura y la muerte como castigo, y la convicción de que tienen derecho a impartirlo. Los diferencia de un hombre desesperado y paranoico el hecho de que sus matanzas tienen plan y boceto: la arquitectura de la muerte.
No hablamos del disparo errado en el calor de una operación armada. Los militares no van a la cárcel por eso. Aquí hablamos de Camión y sus secuaces; del Carnicero de los Andes y su gavilla.
Y no nos hagamos los tontos: en el Perú solo se ha podido judicializar una fracción mínima de estos terroristas de Estado —eso es lo que son—, debido al silencio institucional y al espíritu de cuerpo (que no deja saber dónde están los cuerpos). La masacre de Putis, el horrendo crimen en que militares hicieron cavar a 123 víctimas una “piscigranja” que en verdad sería su propia tumba, ocurrido en 1984, no se conoció hasta el 2001 y a uno de los militares enjuiciados tuvieron que dejarlo libre por falta de pruebas. No es inusual en estos casos, donde el Ejército tiene por horas el control de las pruebas y el monopolio de la escena del crimen.
Con esto digo que lo que hicieron los militares en el Perú es de una atrocidad inocultable, de la que solo sabemos una parte pequeña. La realidad total debe ser espantosa. No importa aquí la comparación (que si se los puede colocar en un mismo saco con los subversivos), hay algo muy inhumano y vergonzoso en validar masacres por razones políticas con una ley como esta, que podría evitar que se haga justicia en los pocos casos en que es posible armar una causa judicial. Hay algo torcido —tal vez irreversiblemente— en que esta ley venga con comparsa y que salga a celebrar, con apapacho a la presidenta, un miembro del Grupo Colina, como si nada. Y así hablan de la apología del terrorismo.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 745 año 16, del 15/08/2025
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