19 de junio de 2015

Corrupción, normalidad y “pobreza legal” en el Perú

David Lovatón

Recientemente uno de los exministros de Justicia del gobierno de Alan García (2006-2011), Aurelio Pastor, fue condenado judicialmente por el delito de tráfico de influencias a cuatro años de cárcel efectiva, por haber ofrecido a una alcaldesa de entonces influir sobre algunas altas autoridades para que la beneficien con sus decisiones, a cambio del pago de una suma de dinero. La prueba fue una grabación que la referida ex alcaldesa hizo del ofrecimiento que Pastor le hizo.

Tanto en el Perú como en América Latina en general, este caso no es el peor ni más grave caso de corrupción –no por ello menos condenable, por cierto-, pero sí una de las corruptelas más frecuentes y extendidas: un político o lobista que acumula cierto poder (en este caso no sólo fue Ministro de Justicia sino también parlamentario) y lo ofrece para influir ilícitamente en determinadas autoridades, a cambio de algún tipo de beneficio (por lo general económico pero no necesariamente). Eso es tráfico de influencias por donde se le mire, más allá que el culpable sea un “pez gordo” o no.

Sin embargo, lo que hace especial este caso es la defensa legal del exministro aprista. Con cinismo profesional, su abogado César Nakasaki –que debe haber amasado una gran fortuna defendiendo a muchos acusados de graves delitos de corrupción y de violaciones de derechos humanos, como el ex Presidente Alberto Fujimori, en los último 15 años-, ha esgrimido ante los tribunales y la prensa, que su defendido no incurrió en “tráfico de influencias” sino que tan sólo ejerció el libre ejercicio de la abogacía como “gestor de intereses”1. Inclusive Nakasaki ha grabado un video que puede verse en youtube recogiendo la supuesta “bandera” del libre ejercicio de la abogacía como un derecho fundamental.

En lo personal, creímos que este argumento de defensa no iba a ser tomado en cuenta por la prensa, tal como no lo había hecho el tribunal que ratificó la condena. Nos equivocamos. Durante los días que siguieron a la decisión judicial y al encarcelamiento del exministro aprista, algunos medios de gran cobertura nacional abrieron sus micrófonos para discutir si estábamos frente a un caso de tráfico de influencias o tan sólo ante el libre ejercicio de la abogacía. Creemos que no lo han hecho desinteresadamente sino con la mente puesta, no tanto en otros políticos sino en lobistas con acceso directo a Despachos ministeriales o que suelen enviar mensajes electrónicos para influir en la administración pública a favor de intereses económicos y empresariales. La condena judicial contra Pastor pone pues en riesgo este “business”.

Por su parte, algunos dirigentes del partido aprista como Jorge del Castillo –mentor del exministro ahora condenado- denunciaron que el encarcelamiento efectivo se habría llevado a cabo por presión sobre uno de los magistrados por parte del actual Presidente de Transparencia Internacional, el abogado José Ugaz, quien de inmediato salió a negar tal acusación. Por el contrario, a nosotros nos parece más bien una sentencia fruto de una mayor independencia que al parecer ahora se respira en predios judiciales ante la indebida influencia que históricamente ha ejercido el APRA en todo el sistema de justicia para favorecer la impunidad de sus líderes en casos de corrupción y derechos humanos.

Hay que tomar en cuenta que uno de los principales operadores del partido aprista en el Poder Judicial, el magistrado César Vega Vega, falleció el año pasado. Por otro lado, el APRA ya no controla la actual conformación del Tribunal Constitucional, en tanto que en el Ministerio Público los fiscales supremos vinculados al APRA están más preocupados en salvar su propio pellejo que en favorecer al partido de Alfonso Ugarte. Con ello no queremos dar a entender que la influencia del aprismo en el sistema de justicia ha desaparecido ni mucho menos; pero sí creemos que sus bonos han bajado. Así que cuando Pastor y otros dirigentes apristas denuncian que esta decisión se debe a presión política, en realidad son ellos los que no ejercieron suficiente presión política para un desenlace diferente.

Lo que no deja de sorprender es la naturalidad con la que el abogado defensor y parte de la prensa, han podido poner a debate público si este hecho es en verdad un delito de tráfico de influencias o tan sólo se trata del libre ejercicio de la abogacía en su modalidad de “gestor de intereses”; inclusive, el abogado Nakasaki invoca un informe del Colegio de Abogados de Lima que supuestamente avalaría su tesis de defensa.

Consideramos que ello refleja, entre otras cosas, una permisividad social y cultural a la corrupción en el Perú, que también puede notarse en la mayor parte de países de América Latina, con mayor o menor intensidad de cinismo social y político. Permisividad que, en cambio –y felizmente-, ya no se da frente a prácticas sociales que hace tan sólo unas décadas eran consideradas “normales”, como la violencia contra la mujer o el maltrato infantil; tales conductas ilícitas si bien siguen dándose, al menos ya no cuentan con tolerancia social ni oficial, lo que supone un valioso cambio cultural.

A esta permisividad podríamos calificarla de pobreza legal, no en el sentido bastante extendido de falta de acceso a la justicia que se encuentra en la literatura jurídica, sino en el sentido de pobreza moral de sociedades que han rebajado los estándares de ética pública, a tal punto, de confundir la comisión de un delito con el ejercicio de una profesión. La cultura jurídica del respeto a la ley forma parte de la ética pública y, en la orilla opuesta, la burla de la ley hace parte de la cultura de la corrupción.

Sin duda, esos abogados, políticos y medios de comunicación que han pretendido absolver judicial y mediáticamente a Pastor con esta confusión entre delito y ejercicio profesional, hacen parte de esta pobreza legal y moral que pretende que la sociedad y la justicia pasen por agua tibia delitos tan claros como en los que incurrió el ex Ministro de Justicia. Felizmente, al menos en este caso, la justicia peruana no ha caído en el juego. Nos preguntamos ¿qué pasaría si a partir de este caso el Poder Judicial condenara con firmeza y con cárcel efectiva todo tráfico de influencias? Estamos seguros que ello tendría un efecto inhibitorio de la corrupción mucho más poderoso que anodinas declaraciones o planes anticorrupción.

Otra razón nos lleva a calificar de pobreza legal esta permisividad política y social frente a la corrupción: consideramos que este tipo de conductas sociales hacen parte de la pobreza en general, entendida esta última como la define el premio Nobel Amartya Sen, como ausencia o escasez de capacidades y no solamente como falta de ingresos. Desde esta perspectiva, podríamos afirmar que gran parte de las sociedades de América Latina también es pobre porque no se rebela ni condena con firmeza la corrupción, sino que tolera argumentos tan mentirosos como el que el abogado del exministro aprista nos quiere vender. Por el contrario, sociedades menos pobres suelen ser, a la vez, menos tolerantes con estas prácticas corruptas.

1"Él se reunió en un despacho en horas de trabajo. Somos litigantes, asesores, defensores y gestores de intereses. Ellos no se reunieron en la playa, en una suite, sino en horarios de trabajo. Sí hubo defensa" Declaró a la prensa César Nakasaki (http://elcomercio.pe/politica/justicia/sentencia-pastor-absurda-porque-a...

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