25 de abril de 2025

Francisco

César Hildebrandt

"Estoy seguro de que Francisco, como buen jesuita, sabía que, en el fondo, la desgracia de la cristiandad fue el papado"

Vengo de una familia de no creyentes practicantes. Mi abuelo Benjamín, que era masón y llegó a ser maestro de una logia, fundó un diario anticlerical en Trujillo, diario en el que mi abuela hacía de fotógrafa. Mi tío Américo, que fue parte de la bancada aprista expulsada del congreso que redactaba la constitución de 1933, abrazó también la causa masónica y caminó por las trochas de los librepensadores. Mi madre, que cocinaba muy bien, habría hecho un seco de curas si la ley se lo hubiese permitido. Por el lado de mi padre, recibí igualmente el mensaje glacial de que la iglesia era una distracción y que la única religión aceptable era la del trabajo, la razón y, cuando se tenía, la de la inteligencia. Y cuando en un colegio vi al capellán coquetear y darse de manitas con los chicos más guapos de la promo, sentí que las advertencias recibidas no habían sido en vano.

De modo que yo debí ser un cruzado inverso, un hereje tronante. Y, sin embargo, no lo fui.

Siempre he estado distante, es cierto, del folklore eclesiástico, las procesiones, las vírgenes múltiples y topónimas y las santas borracheras de las fiestas patronales. Esa distancia se acrecentaba cuando personajes venecianos como Cipriani hacían de embajadores de la fe y cuando aparecían, con cada vez más frecuencia, denuncias sobre las atrocidades sexuales cometidas por miembros de la iglesia.

Jamás pude creer en todo aquello que reúne a millones y les hace rezar en nombre de un dios colosalmente policial que sabe lo que hacemos pero que no hace nada para impedirlo. Jamás pude creer en la santísima trinidad, que fue un invento conciliar, y mucho menos en la infalibilidad papal, que fue la mayor arbitrariedad del papa Pío Noveno.

Pero nada de eso me impidió tener admiración por Cristo, un personaje histórico que se enfrentó a la casta de su época y desafió el peso de los hábitos y la corrupción de un sistema colonial. No creí en sus milagros, tan tontamente contados siglos después de que no sucedieran, pero sí en su mensaje de compasión por los débiles y en su prédica en contra del poder abusivo de las élites. Cristo propone la espiritualidad como un modo de rechazar la astucia del dinero, el engaño del materialismo puro y duro, la servidumbre de los condenados. Y se enfrenta a los fariseos porque estos convierten el rito en propósito divino mientras toleran el inmovilismo social.

Para decirlo en la lengua del Perú actual: Cristo era el terruqueable perfecto, el enemigo a abatir por parte de todos esos que hoy se sienten emisarios de alguna Roma imaginaria. La derecha peruana lo habría encarcelado apelando a jueces sin rostro y a la prensa de la crucifixión.

Por todo eso me simpatizaba Francisco. Porque nos recordaba a su manera que sin los pobres y los arrumados, la iglesia es un club de encantados, una sociedad anónima, un gran olvido. Sin los marginados del mundo, la iglesia de San Pedro es un monumento a ese poder que Cristo no habría deseado.

Francisco habló del fracaso humano de Cristo en la cruz y eso desató la ira de los conservadores. ¿Fracaso? –preguntaron. ¡Herejía! –contestaron. Pero Francisco decía la verdad. Cristo no cambiaría el mundo sino en el transcurso de los siglos y su vida fue sólo la siembra de esa semilla disruptiva. No fue su culpa que su legado moral se convirtiera en ese botín degenerado que los Borgia administraron durante años.

Estoy seguro de que Francisco, como buen jesuita, sabía que, en el fondo, la desgracia de la cristiandad fue el papado, el poder de la fe excluyente, la alianza corrupta con los más altos linajes. Y por eso estoy seguro también de que Bergoglio, como lo llamaba la derecha latinoamericana, sufría el cargo como nadie. Porque su máxima aspiración –vuelvo a estar seguro– era una iglesia podada de oropeles, modesta y ejemplar.

La derecha lo odiaba. Milei lo insultó hasta el asco y fue lo suficientemente puerco como para ir a visitarlo y recibir su tácito perdón cuando los argentinos lo nombraron presidente.

En nuestro medio, Tudela, el que movía el trasero al son del ritmo del Chino en las elecciones fraudulentas del año 2000, se extrañaba de que el papa no hiciera comentarios sobre Cuba. Y cuando se metió con el Sodalicio, los comentarios arreciaron. Para esos torquemadas de Willax, no había dudas: el papa era comunista.

No lo era, por supuesto. Era vagamente peronista, leal a los viejos descamisados que fueron la herejía de la Argentina rural y cruel de Roca o Uriburu. No creía, sencillamente, en este orden mundial impuesto a bombazos. Pero no lo podía decir porque era consciente de que presidía una iglesia que es parte de esa trama mundial. Más que papa, Bergoglio fue un rehén, un huésped incómodo, un traidor inconcluso.

Ahora se ha muerto. Y yo, que nada tengo de católico, siento que hemos perdido a alguien importante.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 730 año 16, del 25/04/2025

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