Juan Manuel Robles
"Son seres con problemas de empatía y a veces en sus clósets hay esqueletos tiernos"
Como a toda persona sensible, me asquea ver al cardenal Juan Luis Cipriani en los funerales de Francisco, cuando fue justamente el Papa que acaba de morir quien decidió castigarlo y quitarle privilegios de su investidura en 2019, debido a una acusación de abuso sexual a un menor de edad (hoy sabemos que no era la primera). El más sórdido de los crímenes es justamente el más representativo de la Iglesia Católica, y Francisco, por primera vez, quiso sacudirse de ese lastre, esa rémora oscura, ese virus. Pero ahí va Cipriani, sin sangre en la cara, vestido con la indumentaria que no debería usar, haciéndose el loco, o peor, muy cuerdo y con un retorcido orgullo, tramando —seguramente— el último zarpazo.
Me asquea, digo, pero también me gusta —de algún modo— que Cipriani tenga la osadía de meterse; porque al hacerlo, se expone, se pone en evidencia y hace resaltar el contraste.
Porque durante las últimas semanas —y esto seguirá pasando— el mundo ha llorado la muerte del Papa con la celebración multitudinaria de su mayor virtud: la compasión. En estos días hemos vuelto a oír su prédica comprensiva, su distancia clara de los juzgamientos y prejuicios dañinos, su manera de evitar la moralina obsoleta; hemos visto, en decenas de videos, su humor, su genuina identificación con los desposeídos y marginales, el resplandor sin lujo de la humildad real.
Hemos visto a un hombre por encima de los altares y palacios en los que su posición lo había colocado; por encima del dinero de las bóvedas que, de pronto, tenía la potestad de direccionar. En un mundo en que los hombres pierden la cabeza por una curul parlamentaria, Francisco fue el líder espiritual más importante de Occidente manteniendo los pies en la tierra y la mirada en los otros. Su bondad contagia.
Y yo creo que cuando vemos a Juan Luis Cipriani, flaco y arrugado como una ratita que se cuela en la fiesta, tenemos todo lo contrario a Francisco, resumido en un rostro. Frente a la grandeza papal, la pequeñez del cardenal expulsado. La honra en la eternidad contra la deshonra eterna. Qué caradura para presentarse así. Pero qué clara queda la diferencia al ver la imagen.
A mí no me gustan las caricaturas —bueno, en realidad sí— pero hay circunstancias en que la realidad nos pone las cosas en alto contraste. Francisco, el defensor de la compasión, termina alabado como un santo, su voz retumba en ecos dulces; Cipriani, el predicador contra la compasión, no ha muerto todavía pero ya murió. Su voz, su odio, sus bajezas, su monstruosidad se han apagado y son un recuerdo vago de alguna mañana sintonizando RPP.
Cipriani, que trepó más alto que ningún Opus Dei en la jerarquía de la iglesia en el mundo, es la cara visible de un estereotipo que esa orden no se ha preocupado de quitarse de encima: la obediencia como doctrina aun si en el camino pierden los más débiles. Allí está el joven Cipriani rechazando y entorpeciendo el trabajo de las organizaciones de derechos humanos en Ayacucho en los ochenta, lo que lo llevó a ser conocido por la frase “los derechos humanos son una cojudez”. Hay controversia sobre si dijo exactamente eso. Lo que sí dijo en 1993 fue: “No podemos permitir que por el miedo, el temor y la cobardía de unos cuantos el país no apruebe la pena capital”. Sí, con la cruz en el pecho ese señor defendió la pena de muerte.
Pero lo que movilizaba a Cipriani no parecía ser el rigor, sino el poder. Ese hombre implacable que tiraba dedo a los predicadores de la piedad podía ablandarse. Blando con Alberto Fujimori, por supuesto. Blando con la hija, claro. Blando con Gabino Miranda, el obispo auxiliar de Ayacucho expulsado en 2013 por —adivinaron— abuso sexual de menores, de quien dijo: “no hay que hacer leña del árbol caído, no exageremos”. En contraste, recuperaba el tono severo cuando le tocaba hablar de las niñas y adolescentes. Un día dijo: “Las estadísticas nos dicen que el aborto de niñas no es porque hayan abusado de ellas, sino porque la mujer se pone en un escaparate provocando”.
Quién lo diría: quien hoy realmente se pone en un escaparate provocando es él. Provocando a todos los que creen en un Iglesia limpia de pederastas. Provocando a las víctimas de abusadores. Provocando, con su presencia impertinente, titulares en todo el mundo y en varios idiomas. Hacía tiempo que no sentía esa vergüenza que conocemos bien: que los diarios extranjeros hablen de un compatriota infame.
Al verlo en el funeral es bueno recordar que cayó en desgracia, y que, a pesar de su última (suicida) misión para la Obra, allí se quedará. Sería bueno hacer lo que la televisión no hará nunca: tratar a Cipriani como alguien que vivió en la impunidad, que estuvo engañando a sus fieles y a la opinión pública, pontificando con total descaro —mientras, al parecer, no seguía su propia prédica—, desde el inmenso poder, un poder que lo convirtió en un hombre temido, alguien que por poco no tomó por la fuerza una universidad entera.
Toca recordar, además, que ese poder, aun en declive, fue un combustible tan poderoso que lo protegió como a pocos: todavía nadie da una explicación real de por qué jamás salieron a la luz los casos de abusos sexuales que el Vaticano ya conocía en 2019, y de los que ya habían existido décadas antes.
Cuando me enteré de la acusación al exarzobispo de Lima pensé inmediatamente que los hombres que dedican su vida a censurar los “excesos” de la compasión, generalmente lo hacen porque no tienen ninguna compasión. Son seres con problemas de empatía y a veces en sus clósets hay esqueletos tiernos.
Hace años circula el rumor de que Juan Luis Cipriani, siendo mediador en las negociaciones entre el gobierno peruano y el MRTA durante la toma de la residencia del embajador de Japón —alguien que se sentaba en las mesas de diálogo—, ingresó un micrófono diminuto —de espía— en una Biblia o en una guitarra, con miras a una incursión militar. Hoy no me cabe duda de que sí que lo hizo. Y aunque algunos minimicen el asunto porque “eran terroristas”, el hecho de que lo hiciera él, que había aceptado ser mediador, es equiparable a que lo hiciera alguien de la Cruz Roja. Detalles de la moral de un hombre que palidece, enjuto, frente a los restos de Francisco en una ceremonia en la que sale sobrando.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 731 año 16, del 02/05/2025
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