23 de enero de 2009

Vaya Contralora


César Hildebrandt

Qué estupendo. La señorita que firmaba como ingeniera sin serlo ya es Contralora General de la República.

No es de extrañar que esto suceda en un país de impostores y en este carnaval interminable que es nuestra política.

Porque si la encargada de vigilar el manejo ético de la inversión pública tiene la cara lo suficientemente dura como para hacerse pasar por ingeniera –nada menos que en trámites documentarios realizados dentro de una entidad estatal- me dirán ustedes qué cara pondrá cuando el doctor García decida, por ejemplo, que la vista sea gorda (chancha) en el caso de Odebrecht, una de sus amistades más rentables, o cuando ordene que los números cuadren como sea en el caso de la infraestructura que está levantando su socio José Antonio Chang, también ministro de Educación en sus ratos libres.

Tenemos la Contralora General que merecemos.

Total, ¿no es este el reino de las apariencias, de los títulos pomposos y de las instituciones vaciadas de contenido?

Por donde miren se encontrarán con esta pública vocación por la farsa:

a) el magnate de la tele que no paga los sueldos de sus empleados y, amenazado por una decisión judicial, saquea las islas de edición y se las lleva troceadas a un cerro que simula ser cerro cuando, en realidad, es escondrijo y a la guarida de una universidad que tampoco es universidad sino fábrica de cartones;

b) el ministro del Interior que afirma, mientras se aferra al cargo con desesperación, que los asesinos de los policías que él permitió que fueran desarmados a un desalojo campal “ya están prácticamente identificados”, como si eso le lavara la reputación y resucitara a los muertos;

c) el ministro que sale con una patada en el trasero y afirma que se va “porque me han ofrecido un puesto en el extranjero”, cuando del extranjero precisamente lo trajeron para que se hiciera cargo de un puesto con el que no pudo;

d) el ministro que vuelve después de seis meses de vacaciones y ahora sí está dispuesto a aflojar el control del gasto público, como si no supiéramos que su salida se debió a que se resistía al desorden voluntarista (y presidencial) que ahora sí le parece bien;

e) el pobre ministro de Relaciones Exteriores, que no puede responder las groserías que el cachaco chileno Cheyre le ha dedicado al Perú nada menos que en “El País”, demostrando por enésima vez el tal canciller con minúsculas que padece de ese desánimo nublado, de esa voluntad de soponcio tan frecuente en Lima;

f) la alta oficialidad de la Fuerza Aérea, que se presta al desalojo vil que Pepe Graña y su rotería embilletada han perpetrado en contra de la Escuela de Aviación Civil de Collique, después de comprar 64 hectáreas a menos de 30 dólares el metro cuadrado y de burlar todas las normas que sobre donaciones rigen en el Perú.

Podría seguir, pero para qué.

La impostura es la norma. Aquí casi nada es lo que parece y casi nadie hace lo que dice y casi nadie dice lo que hace y todo es un fandango de sombras y un carnaval manido.

El subcanciller subcontesta desde la infraestrategia de política exterior que fabrican los subarrendatarios de Torre Tagle. Y el subministro del Interior defiende al cuasigeneral de la semipolicía. Y en la Contraloría, ya vuelta dilación y silencio gracias al tal Matute, ahora va la señora ingeniera que no lo era pero que así se hacía llamar en documentos con su firma. Todo en orden.

El cáncer del Perú es la mentira, no la pobreza. Y hasta el latrocinio entra, como concepto, en la acepción de la mentira. Porque los que más roban son los que más fingen desfallecer por los demás.

En este predicamento, no me sorprende que la señora Ingrid Suárez sea la Contralora perfecta del segundo alanismo.

Lo que el Perú necesita no es una revolución. Lo que el Perú necesita es un polígrafo.

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