César Hildebrandt
Las últimas elecciones han sonado a marcha fúnebre para la partidocracia enferma del Perú.
¿El Apra? ¿El PPC? ¿Fuerza Popular? ¿La izquierda? Fantasmas, ruinas, desechos. Buuuu.
Sólo Acción Popular y Alianza para el Progreso salvaron los muebles y algo más.
Como se sabe, Acción Popular no es un partido de ideas ni de programas. Es una organización que se resume en aquello de “el Perú como doctrina” -lo que equivale al silencio mental y la huelga general de la sinapsis- y las dos veces que gobernó lo hizo sin rumbo ni metas, con la aérea decisión de una hoja castigada por el viento. La primera vez terminó en Velasco. La segunda, en Alan García. Acción Popular fue la creación mesocrática del antiaprismo moderno y se arraigó en provincias rescatando positivamente, eso sí hay que reconocerlo, el legado comunitario del trabajo rural.
Como también se sabe, Alianza para el Progreso es la marca personal y adinerada del señor que fundó esa universidad que hoy exhibe a Beatriz Merino como si fuera “Ayudín”, con mandil y todo. Las “ideas” de Alianza para el Progreso equivalen al cero absoluto, sus programas se adaptan a las cuatro estaciones (no las de Vivaldi) y sus principios, hechos con plastilina importada, se parecen a los de Groucho Marx.
De modo que podemos decir, a ciencia cierta, que la partidocracia tradicional o está muerta o hiberna por tiempo indefinido. Y que lo que se impone en el Perú infeccioso de hoy es esta explosión de siglas provincianas, estos nacionalismos diminutos, estos parapetos de comarca y clan. Es el resumen de un país que parece acometido por Jack el destripador, una nación troceada por la carencia de las grandes ideas unificadoras, por la ausencia de aquellos liderazgos capaces de producir una ilusión colectiva. No somos un país integrado. No queremos serlo. El individualismo regional nos lo demuestra. La pequeñez nos vuelve a derrotar.
Y si Lima se libró de un sospechoso de haber matado a un periodista, no creo que haya ganado mucho con ese discípulo de Perogrullo que es el señor Jorge Muñoz. Yo padezco al señor Muñoz porque trabajo en un cuarto piso de la calle Independencia, cuadra 2, mismísimo Miraflores. En noches de jueves, inexorablemente, un antro que funciona en la avenida 2 de Mayo, a pocos metros de la esquina con Independencia, malogra las noches de los pobres vecinos con sus fiestas de polvos rosados y decibelios de infierno vivo. ¿La civilización de Los Portales no alcanza para reprimir el éxtasis noctámbulo que perturba a los demás? Para no hablar de las decenas de quejas que a lo largo de estos años he recibido por correo de vecinos quejándose de cosas parecidas, recordaré solo uno de estos episodios: Muñoz, que parece un ciudadano israelí adoptado, se permitió hace poco censurar con sus serenos una pacífica demostración cultural de la embajada palestina en el parque Kennedy. Y lo hizo de la manera más grosera y prepotente. A mí, entonces, no me va a contar el cuento de su amor por la inclusión. Lo escuché decir en su noche triunfal: “Hay mucho que hacer, hermanos, como diría el poeta”. O sea que el tipo ni ha leído a Vallejo. La verdad es que Muñoz salió sorteado en la rifa “A quién apoyamos” realizada por la Corporación Mediática (con sede original en jirón Huatica). Y eso explica grandemente el “milagro” de su hazaña electoral. Que Lima no espere grandes cambios con este enmascarado que funge de llanero solitario y que no es capaz de nombrar a Alberto Andrade, su verdadero papi partidario, a la hora de los agradecimientos.
Pero tras las elecciones, vino lo de la señora Keiko y el mundo cambió. Bueno, no el mundo. Nuestro breve mundo de partes policiales, fiscales con síntomas de TOC y jueces urgidos de algún Emmy.
¿Es justa la detención de la señora Fujimori? La resolución judicial es sólida y no deja dudas respecto a lo fundamental: Fuerza Popular urdió una maraña de donaciones imputadas, tercerías imaginarias y fraccionamientos encubridores para “legitimar” dinero sucio. Uno de los grandes proveedores de ese capital que se quiso disimular fue Odebrecht. Por lo tanto, hablar de persecución política, golpe de Estado, martirologio, y casi citar el precedente de Juana de Arco, es una dramatización de tercera que la lideresa ha ordenado difundir. Los que defendieron al juez Concepción Carhuancho porque se atrevió con los Humala no pueden decir ahora que se trata de un magistrado corrompido por la política. Y los que defienden a Chávarry en el Congreso no tienen ningún derecho a cuestionar al fiscal Pérez porque ha osado entrar al núcleo duro de una financiación mañosa organizada con la meta de blanquear dinero.
No es odio. Es un elemental sentido del orden. Es lo que Isaiah Berlín llama “un mínimo de decencia” como garantía de la paz entre las gentes.
Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 416, 12/10/2018 p12
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