17 de marzo de 2024

El regreso de Gabo

Juan Manuel Robles

Qué regalo inesperado ha sido la novela final de Gabriel García Márquez, En agosto nos vemos. Que aparezca a diez años de su muerte —y veinte años después de su última novela— le da a la lectura un aire de resurrección fugaz: la visita impensada de alguien cuya voz conocemos, porque nos reconfortó tantas veces y llenó nuestra mente de imágenes, olores, sensaciones táctiles y detalles. El susurro de García Márquez, esa música creada con sílabas precisas, con el fraseo que poco a poco arma un torrente sensorial, está desde la primera línea de la obra. Pero no es como encontrar un viejo inédito suyo. Es como acceder al capítulo ausente que nos faltaba a los admiradores.

Es el Gabo de cambio de siglo, el que en sus días de cronista hacía retratos correctos a Shakira o a Bill Clinton, pero que en esta novela muestra un salto temático que lo llenaba de entusiasmo (como se mostró en las ocasiones en que habló del proyecto, del que se animó a leer algunos pasajes iniciales). Por primera vez, una mujer es la protagonista principal de una novela suya. Ana Magdalena Bach es un personaje encantador, divertido, moderno. Su retrato es el revés de la masculinidad tóxica de personajes como el sátrapa del Otoño del patriarca; su aventura, llena de libertad y exploración, todo lo opuesto al mandato absurdo, machista y violento de Crónica de una muerte anunciada.

Es un libro lleno de sexo y erotismo y también un ensayo sobre el amor, desde la mirada de una mujer sensible, llena de libros y música (otro giro inusual en el autor, las referencias de la cultura letrada).

La edición contiene, además, la historia de la novela y de su publicación, y esto es un añadido tan literario como el propio texto. Porque nos encontramos frente a los avatares de un autor universal que escribe una novela y, en pleno perfeccionamiento del borrador, empieza a perder la memoria y con ella, la consciencia. En ese trance, García Márquez anuncia que la obra no sirve y ordena destruirla. El manuscrito ya estaba en su quinta versión y allí se quedó. En el texto introductorio, los hijos le piden perdón al padre por decidir publicarla, en contra de su deseo. Al final, uno sabe que no tienen nada de qué disculparse.

Ese conflicto está presente, como una música de fondo, en esta edición. La paradoja de un hombre que niega valor a una obra suya y que al mismo tiempo ya no tiene consciencia ni lucidez para leerla y valorarla. Es la imagen fantástica, macondiana, por supuesto, de un escritor víctima del devenir de sus neuronas —más diminutas y enigmáticas que los caramelos del insomnio que, en Cien años de soledad, conducen a la pérdida de los recuerdos—, a quien le empieza a fallar la memoria con un libro en curso, un libro que en algún momento, sabemos, ya no entiende.

Y al mismo tiempo —y esto se ve con la otra parte de este relato paralelo, el gran testimonio de Cristóbal Pera, el editor a quien le debemos este cuidadísimo libro—, el escritor, que no puede darle una lectura global a la novela, todavía tiene fuerza y talento para corregir adjetivos —¡los adjetivos en García Márquez!—, cambiar palabras, ver la línea pequeña. Ese nadar de orfebre en un mismo sitio, ese pulido del detalle sin horizonte ni brújula, conmueve (advertencia: los facsímiles de las correcciones a mano, en la parte final del libro, pueden hacerte derramar una lágrima) y permite entender el gran cuidado de la prosa de esta novela.

“No sirve”, dijo Gabo al mirar el manuscrito. Pero sabemos que lo dijo alguien que ya no era él.

En un momento, en la novela se dice sobre la protagonista: “le hicieron falta varios días para tomar conciencia de que los cambios no eran del mundo sino de ella misma”. Es un guiño hermoso a Ana Karenina de Tolstói, y a la novela moderna en general: las cosas pasan en la mente, no tanto en la realidad. Una frase que hace juego con otra dicha años atrás por el autor: “La vida no es la que uno vivió sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Y que se complementa tristemente con otra, al final, con un García Márquez que se sabe vencido a pesar de todo su ímpetu. “La memoria es a la vez mi materia prima y mi herramienta. Sin ella, no hay nada”.

En tiempos de historias medidas, calculadas y controladas por algoritmos, la lectura de En agosto nos vemos de García Márquez nos recuerda que la literatura tiene valor justamente porque es esa artesanía que dejará siempre costuras sueltas, irregularidades, contradicciones. Como el libro “intonso” que ve Ana Magdalena (y Gabo nos lleva al diccionario): aquel con encuadernación de pliegos doblados, sin cortar todavía.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 677 año 14, del 15/03/2024

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