Ronald GamarraEntre los maestros universitarios que tuve la oportunidad de conocer, destaca nítidamente una mujer extraordinaria tanto por su vuelo académico e intelectual y su dedicación ejemplar a la docencia como por su decencia y dignidad a ultranza. Se trata de la doctora María Jesús Cabredo Ríos, piurana, socialista, jurista especializada en el ámbito de la economía política y el derecho financiero, maestra de decenas de generaciones de estudiantes sanmarquinos de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, a quienes se esmeró por infundir conocimientos a la par que valores personales y sociales.
Fue la esposa de Luciano Castillo, fundador y dirigente del Partido Socialista –“Luz en el cerebro y firmeza en la acción”–, político histórico de la generación de Haya y Mariátegui. La diferencia de edad determinó que don Luciano fuera su mentor, y la devoción que le dedicó en vida y póstumamente hizo que su propia figura quedara en un discreto segundo plano, al punto que la solían llamar “la doctora Castillo”, lo que a ella no le molestaba en absoluto; al contrario, lo recibía de buen grado. Pero quienes tuvimos la cojonuda fortuna de conocerla, sabemos que era una mujer entera, con criterio propio y fuerte personalidad, advertida y carismática, consciente de que su quehacer fundamental y trascendente se hallaba en el ejercicio cabal de la docencia universitaria, en la formación de juventudes y generaciones en las que pudieran germinar las semillas de la consistencia académica y moral que ella plantaba cada día con afanoso esmero.
Así, ella despreció olímpicamente toda competencia por puesto burocrático alguno, a pesar de contar con las mejores calificaciones académicas y éticas, propias de una carrera distinguida y limpia como ninguna. Sabía muy bien que a esos cargos casi siempre se llega a base de componendas y enjuagues que inevitablemente ensucian y eventualmente descarrían a los aspirantes. En esto, la actitud de la doctora María Cabredo ante el boato, los honores y los altos cargos es similar a la que observó otra ilustre maestra sanmarquina, la doctora Ella Dunbar Temple (cuyas clases sobre instituciones jurídicas peruanas, por cierto, eran de una erudición sin par). Ambas hubieran sido excelentes y brillantes rectoras sanmarquinas, si el mérito tuviera mayor peso y capacidad de ganar voluntades que la ambición.
La doctora María Cabredo hizo para muchos el milagro de que un curso que prometía ser tedioso, como la materia de Derecho Monetario y Bancario, resultara siendo ameno, interesante, estimulante y muy formativo. De hecho, recordamos aquellas clases inolvidables de fines de los años 70 en que ella exponía, apasionada y didáctica, ingeniosa y ocurrente, sobre las doctrinas económicas, su desarrollo y sus sostenedores; sobre Adam Smith, los mercantilistas, Marx, Keynes, los desarrollistas, abriendo ante nosotros un panorama que nos ofrecía una alternativa ante el dogmatismo radical y el quietismo apolillado, alentándonos a basarnos siempre en los hechos, nos gustaran o no, y construir a partir de ellos un pensamiento consistente.
La coherencia era una exigencia permanente en sus explicaciones, clases y desempeño. Por ejemplo, ella se tomaba el trabajo de conversar con cada uno de los estudiantes, ¡en una promoción de 100 alumnos (jóvenes, hermosos y levantiscos)! Por supuesto que no le pagaban un cobre por eso. Lo hacía por pura, sencilla y admirable vocación de maestra consecuente con lo que su ética le mandaba. Ningún otro profesor lo hacía. Y en cada conversación indagaba por las aspiraciones, fortalezas y deficiencias de cada uno de nosotros, prodigándose en dialogar con quienes veía que necesitaban más apoyo. Sabía pasar sin baches de la distancia del maestro al calor de una relación amigable, sin confundir roles. Y nos recordaba muchos años después y nos identificaba por los nombres.
En esas conversaciones, también iba asignando algún tema para una monografía. No establecía un asunto común para todos, sino uno especial para cada uno, y dejaba un tiempo largo para su elaboración. Pero el encargo no terminaba con la entrega del trabajo encomendado, como sucede siempre; al contrario, con ella –la madrina de la promoción Teodoro Meicken Cordiglia–, lo serio empezaba con la presentación de la monografía. Citaba a cada alumno uno por uno y conversaba sobre la cuestión requerida. Si este evidenciaba no estar enterado del tema, la doctora Cabredo no le recibía el opúsculo y lo mandaba a rehacerlo, citándolo para platicar en una nueva fecha, en la cual, si no demostraba competencia, le volvía a rechazar el trabajo. Lo menos que puedo exigirle es que usted esté informado del tema, yo no necesito que me inunde de papeles, solía decir con firmeza y sin atenuantes. Y rechazaba trabajos de decenas y decenas de páginas evidentemente copiadas de textos que no habían sido debidamente leídos y entendidos.
No sabíamos entonces que la doctora Cabredo hacía todo aquel esfuerzo luchando, sin queja ni duelo, contra crecientes problemas de salud, que se agravarían con el paso del tiempo y la edad. En algún momento, cercana ya a los 80 años, compuso un poema muy personal que revela su temple y tenacidad, verso guardado en el fondo de una gaveta que solo hemos conocido algunos en estos días. Cito un fragmento:
Mi cuello es un pergamino,
envidia de un anticuario,
y mi cuerpo es un osario
que cruje cuando camino.
Mas a pesar de todo eso,
yo no me voy a rendir.
La artrosis en la columna
me hace la vida a cuadritos,
la depresión me joroba
y el corazón me palpita.
Sin embargo, yo no pienso,
ni de broma, sucumbir.
La doctora Cabredo cumplió 102 años el 1° de enero. Desde la altura de su vida limpia y ejemplar, nos sigue iluminando, a pesar de que ya el cuerpo ha perdido las facultades de la conciencia. No se propuso llegar a centenaria, eso es una casualidad. Fue una de las primeras mujeres plenamente emancipadas y empoderadas en el siglo XX peruano, profesora emérita, primera decana sanmarquina de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, pionera en abrir camino a la participación de la mujer en la política y defensora de sus derechos siempre, aquí y en conferencias mundiales. Ha marcado una huella imborrable en quienes aprecian por sobre todo la coherencia, la perseverancia, la fidelidad a una vocación, el desprecio al arribismo y a los logreros, a los oportunistas que creen que “todo vale para llegar”, especie maligna que se ha apoderado por completo del poder en nuestro país. El país que ella amó por encima de todo y al que quiso darle jóvenes que no tuvieran pies de barro.
No puedo y no debo terminar estas líneas sin mencionar a Albina Domínguez Caldas, su ángel guardián, quien la cuida y le prodiga con devoción los cuidados que hoy requiere.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 715 año 15, del 10/012/2025
https://www.hildebrandtensustrece.com/
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