De los vladivideos a los petroaudios: esta fórmula, que escuché por primera vez a mi colega Javier Torres Seoane en una reunión del consejo directivo de la Coordinadora Nacional de DDHH, resume con acierto la continuidad y esencial identidad de las maquinarias de corrupción que pretenden ejercer el poder y que, de hecho, lo ejercen en nuestro país. Ayer fueron Montesinos y Fujimori; hoy son sus herederos directos, usando los mismos métodos de espionaje y extorsión, y hasta la misma organización, técnicas de infiltración y pericia tecnológica asimiladas en los días vergonzosos del fujimorato.
La corrupción, extendida en la vida política del país a todo nivel, facilita el trabajo de los extorsionadores, que la replana ha bautizado como “chuponeadores”. El objetivo de estos es convertirse en los grandes titiriteros, que gracias a la grabación y administración de secretos dominan el escenario donde actúan las élites políticas habituadas a las prácticas mercantiles de toma y daca. Pero no sólo se trata de dominar sobre la base de secretos culpables. La vida privada, sobre todo de los políticos que no son corruptos –que felizmente no son pocos, aunque parecen ser cada vez menos–, se convierte en presa de cacería salvaje para obtener el instrumento que permita doblegarlos.
Estas organizaciones mafiosas de poder “tecnológico” reúnen los rasgos más perversos de toda entidad parasitaria. No importan los cambios de gobierno, estas mafias buscarán y encontrarán la manera de instalarse y obtener su parte del poder, o todo el poder, bajo el nuevo gobierno. Lo peor es que los métodos mafiosos parecen extenderse con la velocidad perniciosa de una metástasis terminal.
Una de las cosas que quedan demostradas con los recientes petroaudios –que no se limitan a negocios de petróleo– es que el modo de hacer negocios en el país se acerca peligrosamente a una práctica gangsteril, más que a una competencia de competitivos businessmen en el mercado ideal de Adam Smith.
El complemento de esto es el crimen a sangre fría, porque no hay mafia que no sienta la necesidad o la tentación de generar y hacer sentir la presencia de su poder armado, de su capacidad de matar impunemente. Así, el destacamento Colina fue la necesaria expresión clandestina de la mafia de entonces. ¿Puede sorprendernos que ahora, cuando el MP les ha puesto el ojo encima, pretendan atentar contra la Fiscal de la Nación?
Por eso resulta infantil minimizar el ataque a la doctora Echaíz como un supuesto acto de delincuencia común. ¿Ladrones de vehículos tan despistados que intentan robar precisamente el vehículo de una de las más altas funcionarias del Estado, con custodia policial armada? ¿Quién les dio a esos delincuentes las armas de guerra con que han sido sorprendidos? ¿Son realmente ellos? ¿Son sólo ellos? ¿Quiénes están detrás? Porque no hay que olvidar que la mafia y los sicarios son clientes naturales. En esto hay mucho que investigar, y a fondo. Sería ingenuo, y hasta criminal, contentarse con las apariencias.
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