10 de marzo de 2009

El fascista Cipriani

César Hildebrandt

El Cardenal Cipriani debe odiar a la Iglesia Católica. Podría ser hasta un infiltrado en sus filas, un demonio con alas de papier mâché, un íncubo luterano decidido a desprestigiar a Roma.

¿O es que es impresentable sólo porque le da la gana y sin propósitos ulteriores?

Cuando los inocentes eran sospechosos y los sospechosos eran terroristas y los terroristas eran desaparecidos, Cipriani apoyó firmemente, en Ayacucho, los desmanes militares que casi nos cuestan perder la guerra con el maoismo homicida de Sendero.

Jamás defendió a las víctimas del fascismo fujimorista. Al contrario, alguna vez sostuvo que la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, una entidad que exponía el pellejo en defensa de los inocentes victimados por la barbarie de ambos lados, era “una cojudez”.

Porque Cipriani no sólo es fascista de convicción y franquista melancólico sino que también es procaz.

Alguna vez lo grabaron dando una charla en la Escuela Militar de Chorrillos y este columnista tuvo el privilegio de propalar parte de esas imágenes en un programa de TV.

Allí, con el lenguaje de un asaltante de caminos y el alma de un abusador de mujeres, habló “a lo macho”. Allí virtió parte de su alma y lo que virtió no le hizo ningún bien a la institución que desde hace dos mil años pretende decirnos que sus pastores son gente mejor que los mortales comunes y corrientes.

Cipriani no sólo no es mejor que cualquiera. Cipriani es peor que cualquier laico con pocos valores.

Porque el laico más imperfecto que uno pueda imaginar no se disfraza de jerarca romano ni pretende señalarnos el camino que conduce al cielo.

Cipriani es fascista probado, es ordinario como un suboficial encervezado, es teatrero como cuando simuló llorar después de lo de la embajada del Japón y es odioso por donde se le mire y desde donde se le oiga porque su único interés es el de contribuir al inmovilismo. Es un discurso de la Confiep con un amén al final. Es el hombre que el mártir Oscar Arnulfo Romero, obispo salvadoreño asesinado por la derecha en plena misa, no habría siquiera saludado.

Cipriani fue nombrado cardenal por un Papa que coordinaba con la CIA, que recibía en secreto al enviado de Reagan para ver qué se hacía en Varsovia y que combinaba sin remordimientos la misión pastoral y su labor de destruir todo lo de progresista y moderno que en la Iglesia Católica se había levantado desde el Concilio Vaticano II.

Paulo VI fue el iluminado que quiso emparentar, por segunda vez, la Iglesia Católica con los intereses de los que más sufren. Porque Paulo VI entendió que el sufrimiento social es evitable y que es el orden mundial, podrido desde la raíz, el que lo convierte en endémico.

Paulo VI quería regresar a los orígenes de una Iglesia que, antes de ser Roma, fue fe y pobreza, ejemplo y humildad. Estuvo a punto de lograrlo hasta que llegaron las hordas de la restauración con el Opus Dei a la cabeza y los sodálites en la infantería.

Esas hordas han restablecido el orden que terminará matando a la iglesia de Roma. El orden del Sacro Imperio. El orden inamovible de los ricos que mandan y los pobres que deben esperar vivir mejor en el cielo. “Allí tomaréis sopa, hermanos míos”, decía Neruda.

Y de esas hordas pasatistas y de ese orden que olvidó a San Francisco y recuperó el sentido del imperio nació la espantosa nominación del Cardenal Cipriani, siniestra expresión del Opus Dei y consejero espiritual de Fujimori.

Y ayer este señor, que quiere pasar por comentarista desinteresado, ha dicho que el Museo de la Memoria no debe levantarse porque “no contribuye a la reconciliación del país”.

Bueno, el Museo de la Inquisición, donde Cipriani debería figurar en cera y con el disfraz de prelado que tanto le gusta, tampoco es que fomente la reconciliación entre la Iglesia y sus víctimas.

Y, sin embargo, el Museo de la Inquisición existe porque resume un capítulo de la historia.

Aparte de adular a Alan García y de censurar a quienes enfrentan las provocaciones de Chile -recordándonos la peor diplomacia de Roma frente a los poderes fácticos-, Cipriani se ha permitido decirle a los propulsores del Museo de la Memoria -es decir, al gobierno alemán de la conservadora Ángela Merkel- que “no se debe permitir injerencias extranjeras”.

¡Y lo dice este funcionario de una Iglesia con sede en Roma, con casa matriz en el Estado del Vaticano y con nuncios embajadores acogidos al estatuto de la extraterritorialidad!

Es hora de decirle a Cipriani cuán inaceptable resulta como personaje espiritual. Es hora de recordarle que si la Iglesia Católica sufre de anemia sacerdotal y crisis de feligresía es por gente como él. Es hora de decirle, en suma, que la maldición de los hipócritas es que no pueden ocultar su hipocresía.

Ya he dicho que me duele ser agnóstico. Pero cuando escucho a Cipriani decir cosas como la de ayer me reafirmo en mi catedral de dudas. Bueno, dudas relativas. No tengo la menor duda, por ejemplo, de que Cipriani no representa a Dios -como quiera que se pueda entender esta definición-.

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