César Hildebrandt
Saldrán de la prisión preventiva. Pero no podrán salir del estigma de haber recibido dinero negro para la campaña electoral del 2011. Ni podrán hacemos olvidar qué gobierno hicieron, hasta qué punto traicionaron el programa de cambios que se habían comprometido a realizar, de qué modo hicieron el ridículo con ese matriarcado chicha que manchó la institución presidencial.
La decisión del Tribunal Constitucional los extrajo ayer de la cárcel. Pero nadie podrá resucitar al llamado Partido Nacionalista, esa farsa detrás de la que se ocultaban maletines con dinero, cuentas oscuras en el exterior, agendas culposas con números de contaduría y nombres próximos a la red mañosa que los protegía.
Ahora salen en plan de víctimas y sus piquichones los llaman paladines de la democracia, blanco de venganzas. Son la versión ínfima de Lula, el dúo parasitario del PT.
Me parece bien que estén libres. Sus hijos merecían el fallo del TC que los ha devuelto a la circulación.
Pero como ahora escucho anuncios de resurrección política y reivindicación moral, me permito recordar a los entusiastas que Ollanta Humala y Nadine Heredia pertenecen a esa especie que Dante Alighieri depositó en el noveno círculo de su infierno. Y aquello no lo borran ni “Ojitos” ni Nakazaki.
El dueto de marras fue uno de los fraudes más conspicuos de la izquierda populista latinoamericana.
Los recuerdo muy bien. A la hora de las entrevistas, Humala era el caudillo de las reformas, el Pancho Villa de la patria renovada. Daba gusto oírlo. A su lado, la joven esposa asentía afectuosamente. Parecían el aspirante a Robín Hood y el boceto de una dulce y plebeya lady Marión.
Qué ingenuos fuimos. Ya en esa época, mediados del 2010, los esposos Humala habían demandado a Lula aportes sucesivos y Odebrecht se había encargado de darlos al contado y en fardos, algunos de los cuales cargó el mismísimo Belaunde Lossio, tan próximo él.Después vino el gobierno, la entrega a los designios de la derecha, la mascarada.
No era una mala idea haber fundado un Partido Nacionalista en un país donde el concepto de patria suele asociarse con la billetera. No era una mala idea plantear la posibilidad de que recuperáramos la dignidad en todo aquello que el fujimorismo había sembrado como precedente inamovible. Por ejemplo, los contratos irrevisables, las concesiones pétreas, las granjerías infinitas para los tiburones que nos esquilmaron durante tanto tiempo.
No, no era mala idea recordarnos que el modelo del neoliberalismo impuesto por Fujimori y su banda merecía ser revisado en algunos de sus capítulos. Y tampoco era mala idea decirle a la gente que Latinoamérica debía renunciar a su papel de mascota y afirmar que los organismos de control económico internacional eran parte de una trama planetaria destinada a perpetuar el rigor mortis de nuestras ciudadanías secuestradas. No era malo gritar que el debate se había banalizado y que debíamos volver a las ideas “perturbadoras” para salir de esta grisura en la que Carlitos Adrianzén se cree Adam Smith y José Chlimper funge de Milton Friedman.
De modo que muchos fuimos los que creímos en el señor comandante y en su señora, que tan protagonista se presentaba. ¿Nos había nacido un Juan Domingo honrado, una Evita de su casa? Sí, eso parecía.
Pero cuando llegaron a Palacio y fueron conscientes del poder que tenían, la traición, que es la invencible tentación de los débiles, los sedujo. Entonces, dejaron los disfraces en el desván. El señor presidente resultó un pobre diablo. La primera dama terminó siendo una mariscala autoinvestida que se colaba en el protocolo, exigía a la SUNAT que demoliera a sus adversarios y atesoraba con rigor el dinero mal habido que se guardaron para sí. Vaya pareja. Vaya comediantes. La izquierda nos sigue debiendo una explicación. Una más.
Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 394, 27/04/2018
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