Marco Sifuentes
El caso de Eyvi Ágreda, quemada en un bus limeño por su acosador, se suma al de una semana de terror. Solo este lunes, en Toronto, Alek Minassian asesinó a 10 peatones y dejó 15 heridos después de un atropello masivo en nombre de “la revolución de los incels” (‘célibes involuntarios’, por sus siglas en inglés).
Pero la semana fue peor que eso: El almirante Giampietri ha amenazado a la congresista Marisa Glave con “tratarla como hombre” si ella continúa cuestionándolo. La periodista Melissa Peschiera viene sufriendo acoso, por más de un año, de un tipo que ha sido capturado pero al que legalmente no le pasará nada, como no le pasó a Winston Manrique, el acosador en serie de otras periodistas de televisión, que sigue en libertad. Ayer en España, un grupo de amigos conocido como “La Manada”, acusado de violar en grupo a una chica de 18 años durante San Fermín, fue sentenciado a 9 años; solo por “abusos” pero no por agresión sexual. Mientras, la Academia Sueca estudia no conceder el Nobel de Literatura este año tras un escándalo de abusos sexuales.
Si sacamos la mirada del ombligo peruano, resulta que no es tan fácil como decir que todo se trata de un problema de salud mental en el Perú. Puede ser que algunos de ellos tengan algún tipo de trastorno, pero si es así, ¿por qué no existen casos en los que las mujeres canalizan sus patologías de formas similares? Si los hay, son mínimos, estadísticamente insignificantes y no representativos. Ojo que, insisto, estamos hablando de todo el mundo, no solo del Perú.
“La mayor parte de los agresores no tienen trastornos mentales”, ha dicho Yuri Cutipé, director de Salud Mental del Ministerio de Salud, que ha despatologizado el ataque a Eyvi y lo ha atribuido directamente al machismo. Pero, si no es una enfermedad, ¿qué es?
La revista “Salon”, esta semana, se ha preguntado si no debemos atacar el feminicidio de la misma forma que se enfrenta el terrorismo. Parece una exageración pero no lo es si rastreamos las manifestaciones del fenómeno. La mejor forma de hacerlo es sumergirse en Internet o, más precisamente, en la ‘manosphere’ (algo así como “hombreósfera”), una compleja telaraña de foros, espacios en redes sociales y otros sitios web que muchas veces se enfrentan entre sí, pero que comparten un convencimiento ideológico común: los hombres están siendo arrinconados y es la hora de contraatacar. Dentro de estas redes, los incels, como se autodefinen los hombres que no han tenido sexo en mucho tiempo, vienen haciendo llamados al “levantamiento de los betas”, la venganza de los hombres ignorados por las mujeres. “Soldados caídos”, se dice en América Latina. El asesino de Toronto pertenecía a esta comunidad: antes de su atentado reivindicó en su Facebook a otro asesino incel, que en el 2014 mató a seis personas e hirió a 13 porque las mujeres no le hacían caso.
Quizás “Salon” tiene razón. Por más salvajes que sean sus atentados, no tratamos a un terrorista como un enfermo mental, sino como un extremista ideologizado. De la misma forma, habría que empezar a entender que la violencia misógina tiene su origen en un conjunto de ideas difundidas por un sistema. O sea, en una ideología. De género. Es decir, al final sí existe la ideología de género pero la ejercen precisamente aquellos que, por ejemplo, desde el Congreso luchan contra el enfoque de género en nuestro sistema educativo y derogaron el Decreto Legislativo 1323 contra la violencia de género. (Sí, Keiko Fujimori, tú, tu bancada y tus aliados mojigatos en algún momento tendrán que responder, aunque sea ante la Historia).
Todo esto, por cierto, es algo que viene diciendo la teoría feminista desde hace años. Que no es un problema personal –no se trata de locos aislados– sino de un problema sistémico. No es nada personal. Es político. Y tenemos que empezar a resolverlo políticamente.
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