20 de abril de 2024

Diplomacia bestia

Ronald Gamarra

En las ansias de emular a Bukele, el presidente de Ecuador ordenó el asalto policial a la sede de la embajada de México en la ciudad de Quito, logrando así apresar al ex vicepresidente Jorge Glas, sentenciado por delitos de corrupción, a quien el estado mexicano había concedido asilo político apenas unos días antes. Glas fue trasladado de inmediato a una prisión de alta seguridad, pero no sin haber infligido antes al personal de la agencia diplomática y a su principal responsable un aparatoso maltrato moral y físico, que incluyó la irrupción violenta y sorpresiva, la ruptura de la puerta, la amenaza con armas de fuego y la inmovilización por la fuerza y en el suelo.

Esta acción del presidente ecuatoriano Daniel Noboa ha dividido a la opinión pública en dos sectores. Unos, casi todos de derecha, la apoyan porque “no se puede permitir que una embajada sea refugio de delincuentes”. Otros, la gran mayoría, la condenan porque hace tabla rasa del derecho internacional y la inmunidad de las embajadas. Ocurre que Noboa es de derecha. Si la toma de la embajada la hubiese ejecutado un izquierdista como Maduro, veríamos a los derechistas condenar la acción indignados y a la izquierda dura aplaudirla. El relativismo de conveniencia no es buen consejero.

La incursión policial en la embajada de México en Quito es un hecho que no tiene precedentes en América Latina, al menos hasta donde yo sé. Ni siquiera las dictaduras más sanguinarias e inescrupulosas, como las de Pinochet y Videla, se atrevieron a asaltar una embajada. Por eso, asombra y produce pasmo ver que una violación de tal calibre es cometida sin mayor reparo por un régimen democrático. Noboa se cargó en un instante, como si no valiera un comino, toda una arquitectura jurídica y diplomática que ha costado mucho construir y preservar y que hasta hace poco parecía gozar de respeto unánime por los miembros de la comunidad latinoamericana.

El rechazo a la acción de fuerza del gobierno ecuatoriano ha sido abrumador a nivel internacional. La OEA aprobó una resolución de condena con la única oposición de El Salvador, precisamente el país donde gobierna Bukele. México, cuya diplomacia es muy experimentada, está demandando a Ecuador en todos los foros internacionales en que puede hacerlo, incluida la Corte Internacional de Justicia de La Haya, y está solicitando que sea sancionado con la suspensión de su membresía. No hay un solo estado en el mundo que haya expresado algún tipo de respaldo abierto a Noboa, ni siquiera El Salvador.

Ante este panorama adverso en el plano internacional, Noboa ha optado por restar importancia a lo sucedido y propone al presidente mexicano “comer un cebiche o unos tacos” para arreglar la controversia conversando. Pero no expresa ni siquiera el menor pesar por la medida que ordenó, ni por el daño a las relaciones con México. Pareciera no tener conciencia suficiente de la magnitud del estropicio que ha cometido a nivel internacional. ¿Se trata de irresponsabilidad o ignorancia? Tal vez una combinación de ambos factores, sumada a su condición de improvisado en la política y en el ejercicio del poder.

Al ordenar allanar la embajada de México, ¿no se le ocurrió que todos los demás países se sentirían tocados por la inseguridad y la vulnerabilidad que tal acción establece para las misiones de los demás países sin importar dónde se ubiquen? Su duelo político con López Obrador lo cegó al extremo de ya no ser capaz de distinguir entre una escaramuza personal y los intereses del estado ecuatoriano que preside y representa. La confusión entre ambos niveles resulta fatal para el interés nacional, de modo similar al patrimonialismo, que confunde la propiedad pública con el usufructo y enriquecimiento personal a costa de los intereses colectivos.

Hay en América Latina una corriente cada vez más fuerte de desprecio y violación del derecho internacional por parte de sectores autoritarios. En ello están desde hace tiempo la derecha y la izquierda duras. Los sátrapas Alberto Fujimori y Hugo Chávez fueron los pioneros en el repudio al Sistema Interamericano de Derechos Humanos: el primero pretendió retirar al Perú de la competencia de la Corte Interamericana, situación que fue rechazada inmediatamente por el alto tribunal; el segundo llevó a Venezuela a denunciar la convención americana de derechos humanos, la que se hizo efectiva el 2013 y se mantiene hasta hoy. A ellos les superó Daniel Ortega que, además de eso, impuso como un vulgar sátrapa la salida absoluta de su país, Nicaragua, del seno de la OEA. Bukele es el capítulo más reciente en el desafío a la juridicidad internacional.

El gobierno de Dina Boluarte y especialmente el actual congreso peruano se inscriben en esta lógica de la diplomacia bestia, particularmente en el desacato abierto al Sistema Interamericano de Derechos Humanos. El indulto fraudulento a Fujimori, las iniciativas para indultar a culpables de crímenes de lesa humanidad, las iniciativas para desconocer la competencia y los fallos de la Corte Interamericana son parte de una política internacional que quiere hacer cera y pabilo de las normas internacionales en cuanto exigen cumplir obligaciones y estándares de respeto a los derechos humanos que la fujiderecha rechaza visceralmente.

Otro factor que contribuye poderosamente a la decadencia de las relaciones internacionales en la región latinoamericana es el protagonismo exagerado de los presidentes, que se enfrascan en torneos de mutuas acusaciones e insultos, como lo suelen hacer López Obrador o Petro, y que no se detienen ante la procacidad, como lo demuestra últimamente el argentino Milei. Esta lamentable sed de protagonismo causa un gran perjuicio a las relaciones internacionales y sería mejor dejarla de lado, permitiendo a los equipos de diplomáticos profesionales actuar y gestionar las relaciones lejos de la hipersensibilidad de unos líderes generalmente deleznables.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 682 año 14, del 19/04/2024


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