8 de junio de 2024

Perú: Tragedia olvidada

Ronald Gamarra

Durante mucho tiempo, el terremoto del 31 de mayo de 1970 estuvo presente con fuerza traumática en la memoria de muchos millones de peruanos. Quienes teníamos más de diez años de edad cuando vivimos aquel violento sismo que sacudió de raíz nuestras viviendas, nuestras escuelas, nuestras calles, nuestras montañas, y supimos del enorme alud que sepultó para siempre a la bella ciudad de Yungay con la gran mayoría de sus habitantes, no lo olvidaremos jamás. Sin embargo, más de medio siglo ha pasado y han crecido generaciones que no vivieron aquel desastre cataclísmico. El recuerdo de aquel 31 de mayo y la muerte colectiva de Yungay ya no está en la memoria personal de la gran mayoría de peruanos de hoy.

Ya solamente desde este aspecto, podemos decir, sin dudar, que nos encontramos ante un libro necesario. “Yungay, ciudad mártir”, texto del antropólogo norteamericano Anthony Oliver-Smith, escrito en inglés hace varias décadas a partir de su experiencia personal larga y comprometida con los sobrevivientes del desastre, rescata para la memoria colectiva –como en su momento Manuel Valladares Quijano con su testimonial “Yungay en la memoria”– aquellos hechos tremendos que significaron un cambio brutal en la vida de innumerables personas que, de un momento a otro, se encontraron en Yungay con la abolición de su pasado personal, familiar y colectivo, enterrado bajo el arrasador lodo glacial desprendido de la cumbre del Huascarán. Este valioso libro se ha publicado y presentado este año por primera vez en castellano.

Oliver-Smith escribió este libro sobre Yungay y sus sobrevivientes desde el seno mismo de la sociedad en desastre y reconstrucción. No es la mirada de un funcionario, de un burócrata que llega, inspecciona, acopia datos, recoge pedidos y dispone las instrucciones recibidas de un nivel más alto. Los informes de la burocracia suelen maquillar la realidad, muchas veces involuntariamente, porque representan un punto de vista funcional y social diferente. Al leer a Oliver-Smith, siento el relato que viene y nace de abajo, de la sociedad misma, que no se limita al acopio científico de datos sino que nos narra las pequeñas historias que logra recoger sobre quienes sobrevivieron e incluso sobre los que perecieron aquel 31 de mayo.

La diferencia de perspectivas y enfoques entre burócratas, por un lado, y los sobrevivientes del desastre, por otro lado, es un eje muy importante que recorre el texto de principio a fin. Pues si bien se ve que el funcionariado intenta cumplir su rol con diversos grados de efectividad, se trata siempre de una presencia lejana, externa, con dificultades para dialogar e intercambiar criterios ya establecidos de antemano. Y, siempre, la burocracia tiene el poder de decisión. Así, la reconstrucción del Nuevo Yungay en su nueva ubicación es intervenida por las autoridades según criterios racionales que muchas veces colisionan con la sensibilidad y la nostalgia de los sobrevivientes. Y la Nueva Yungay ostenta edificios centrales, que pretenden ser emblemáticos, que no son y nunca fueron queridos por los pobladores, que los sienten extraños, ajenos a su cosmovisión y su experiencia, y que tratan inútilmente de resignificarlos.

El subtítulo del libro, “Muerte y renacimiento en los Andes”, resume acertadamente su contenido específico, que a fin de cuentas es el de nuestra historia inmemorial. Los sobrevivientes de Yungay eran una minoría minúscula de lo que fue la población de la ciudad y sus barrios. Todos habían padecido la violencia del terremoto y el alud, la destrucción de sus viviendas y la pérdida de sus pertenencias, pero sobre todo habían perdido a sus familias y amigos, la sociedad en la que habían desarrollado sus vidas. Una de las partes culminantes del texto, despojada de toda pretensión melodramática, se da en la narración del momento en que los sobrevivientes, encabezados por su alcalde provisional, dan la primera palada para construir una nueva ciudad de Yungay en una zona más segura, pero contigua a la que ocupaba la ciudad histórica, ya consagrada como camposanto por espontánea decisión popular. Y este hecho notable sucede apenas un año después de la tragedia, cuando la gente todavía malvive en campamentos de emergencia, sin medios de vida propios.

El libro no oculta las dificultades, divergencias, contradicciones y antagonismos que surgen entre las propias víctimas de la tragedia. Antes bien, busca comprenderlos y explicarlos. Una de aquellas diferenciaciones llamativas entre las víctimas, que socavan su unidad ante la adversidad, es la que surge entre sobrevivientes y damnificados. No es un tema menor. Los sobrevivientes se autodenominan así por no haber perecido en el alud que sepultó Yungay. Los sobrevivientes son, pues, los citadinos de Yungay. Los que vivían en los alrededores o cercanías de la ciudad y sus viviendas no fueron arrasadas por el alud y no perdieron tanto como los sobrevivientes, son denominados simplemente como damnificados. Son, básicamente, la población rural. En el sentir de citadinos, esta es una diferencia en cierto modo decisiva, que a veces produce importantes tensiones. Sin embargo, el tiempo, las desventuras compartidas y los inevitables cambios sociales moderan la distinción en beneficio de la voluntad común de reconstruir la vida.

Esta voluntad de persistir, nos dice el libro de Oliver-Smith, es una constante histórica en nuestros Andes y en todo nuestro país. Durante milenios, los seres humanos que habitaron estas montañas, desiertos y selvas lucharon para prevalecer ante eventualidades apabullantes como los desastres naturales. Cuando los sobrevivientes de Yungay volvían a fundar su ciudad y lo demostraban removiendo las primeras paladas de tierra, no hacían sino proseguir una tradición ancestral que se pierde en la noche de los tiempos. El hombre andino, el peruano actual, es el resultado de la dialéctica histórica con una naturaleza hermosa y productiva al mismo tiempo que peligrosa y eventualmente devastadora. Milenios han transcurrido en que el hombre andino ha debido reconstruir y renacer una y otra vez ante la devastación de los desastres naturales.

Pero los peruanos de hoy no hemos sabido asimilar esta experiencia milenaria. En las décadas posteriores al cataclismo de 1970 no sólo hemos ido olvidando aquellos hechos trágicos. Lo peor es que no hemos sabido extraer las enseñanzas que aquella experiencia brutal nos imponía asimilar para mejorar nuestras posibilidades de resistir y evitar tragedias y desastres posteriores. Hoy, medio siglo después del desastre de 1970, en el cual perecieron cerca de 70 mil personas, los peruanos nos encontramos aún más expuestos ante la eventualidad desastrosa de un fenómeno natural. Lo demuestra, solo por mencionar una tragedia reciente, la pandemia de covid. Nuestra capacidad de respuesta como estado y sociedad, salvo excepciones por eso mismo admirables, fue nula. Y si la tragedia de 1970 nos costó 70 mil vidas, el covid se llevó a 300 mil compatriotas. Está comprobado que el índice de letalidad del covid en el mundo tuvo su cota más alta en nuestro país. Lo cual demuestra con claridad descarnada que carecemos de la organización y los sistemas correspondientes para afrontar y mitigar los efectos potencialmente devastadores de los desastres naturales. ¿Alguien puede asegurar que estamos mínimamente preparados para afrontar en Lima un terremoto de grado 8? Pregunta terrible que, obviamente, no tiene una respuesta positiva.
 
Pero las cosas ya no quedan allí. En estas cinco décadas de modernización caótica, a la eventualidad de los desastres naturales se suman los nuevos azotes causados por la explotación irracional de los recursos naturales, la devastación de los bosques, la erosión de las laderas, la construcción de viviendas en cuencas de torrenteras y lechos de huaycos donde habitan cientos de miles de personas, la contaminación ambiental que en muchas zonas ya es casi un envenenamiento, y sigue un largo etcétera. El potencial de desastres “modernos” a su vez incrementa la peligrosidad de los desastres naturales propiamente dichos.

Medio siglo después de la tragedia de Yungay nos encontramos pues en una situación que nos presenta nuevos e incrementados peligros, sin que podamos decir que hemos desarrollado el conocimiento, la organización y los sistemas para afrontarlos. También, entonces, por esta razón que es una urgencia de hoy, el libro del antropólogo Oliver-Smith cobra una actualidad aleccionadora, pues al relatarnos la experiencia de la tragedia y el renacimiento de Yungay, nos narra, como en una parábola, lo que hemos abordado desordenadamente y sin éxito en todo este tiempo y quizás lo que habremos de apechugar, quién sabe en qué dimensiones, en el futuro inmediato.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 689 año 14, del 07/06/2024

https://www.hildebrandtensustrece.com/

No hay comentarios: