Juan Manuel RoblesA mí me parece muy importante que reconozcamos que Sendero Luminoso nos dio miedo. Cómo no. Decir claramente que ese movimiento terrorista era capaz de ponernos nerviosos y alterar nuestra mente, que la presencia de un Volkswagen mal estacionado podía acelerarnos el corazón, que una pinta en la universidad nos daba sobresalto e impotencia, que temerles era lo sensato porque podías volar en pedazos. Justamente, la idea del ejercicio de la memoria histórica es, entre otras cosas, revisar testimonios y documentos para conocer el poder de un grupo armado no solo para realizar atentados, sino para intimidar y moldear nuestra conducta únicamente con su presencia.
Pero así como creo lo anterior, pienso también que es tiempo —hace mucho— de mandar a jubilar ese miedo, el miedo a Sendero, y dejar de usarlo como arma. Digo: darnos cuenta de que fomentarlo —apelando justamente a la reactivación de un trauma que duerme en todas nuestras biografías— es un acto de falsificación, un montaje interesado. Porque Sendero Luminoso ya no existe; o en todo caso no existe como aquello que conocimos, o sea, como el grupo armado que mataba civiles, amenazaba la vida cotidiana y ponía en jaque a autoridades de todo nivel; como el movimiento cuyos cabecillas y mandos hacían lo que les daba la gana e imponían condiciones.
Apelar a ese miedo, reactivarlo usando viejas retóricas, es justamente lo que hace el gobierno cuando anuncia que ha capturado al “número dos” de Sendero Luminoso y pone la foto de un hombre detenido por dos policías mientras el ministro actúa la voz emocionada del líder vencedor. Es un anuncio que, por supuesto, no tiene ninguna importancia. De hecho, es mentira. El capturado es Iván Quispe Palomino, y ese apellido —el de una familia vinculada a los remanentes de Sendero en el VRAEM— es el que permite concretar la maniobra. El gobierno —cualquier gobierno— lo sabe: al dar esas noticias así, con toda pompa, volvemos a instalarnos en un escenario de zozobra por “el enemigo”, resucitando el cuco.
Iván Quispe Palomino no está requisitoriado y ni siquiera tiene orden de captura. Salió de la cárcel en 2012 y rehízo su vida: hoy se dedica a trabajar de albañil. O sea, no solo hablamos de una maniobra de distracción apelando a una amenaza que hace décadas no existe, sino que para hacerlo capturan a un inocente. En este espacio he hablado varias veces contra el terruqueo: aquí un ejemplo claro de las canalladas y abusos que se pueden cometer en su nombre.
Cosas como estas me hacen reafirmarme en que es tiempo de dejar atrás ese miedo a Sendero Luminoso; por obsoleto, porque solo sirve para las miserias como la que vemos: un ministro que se aferra al cargo mandándonos al desvío. Es tiempo de desterrar ese cuco —dejarlo a buen recaudo en la memoria— no solo porque permite crear psicosociales y criminalizar a inocentes, sino por una razón más urgente: hay otro miedo que es necesario reconocer como tal. El miedo al crimen organizado, a los extorsionadores y sus bandas, a esta vida que se vuelve invivible para tantos.
Me dirán que ese miedo está bien reconocido pues los medios lo abordan. Yo creo que no. Lo que hay es un sensacionalismo emparentado con la crónica roja y rojísima. Sangre y balazos. Carroña. Imágenes sin permiso. Sigue siendo una mirada a la muerte de los otros; de los pobres que mueren defendiendo la dignidad de su bodeguita, de los emprendedores de los márgenes, de los choferes precarizados, de los mototaxistas que pecaron por valentía mientras conducían en sus arenales.
Es tiempo de hacer propio ese miedo, mentarlo en primera persona y sentirlo. Buscar formas de reconocerlo como un problema nuestro.
Siempre se habla de Tarata como el momento en que Lima supo lo que ocurría en el Perú. Y es cierto: esa explosión fue el punto más álgido de varios atentados que hicieron que los habitantes de la capital accedieran a la realidad del país. Literalmente: vieron cuerpos ensangrentados, miembros mutilados, esparcidos, personas que recibían un balazo en la sien en la puerta de su casa. Vieron incluso que esos cuerpos eran de un conocido, un amigo, un familiar (y todos recordamos a aquel individuo gritando desesperado un nombre, frente al edificio miraflorino en llamas).
De modo análogo, se puede decir que gran parte del Perú oficial no sentirá miedo por la ola criminal hasta que algún chef de la escena no reciba una amenaza directa (o algo peor), hasta que las granadas estallen no en una escuela de los márgenes sino en un colegio cuyas fiestas de promoción aparecen en la revista Cosas.
Si la historia nos puede enseñar algo, que sea que no debemos esperar que el horror —que ya aqueja a los más vulnerables— toque la puerta de quienes tenemos el privilegio de no sufrirlo directamente. Es tiempo de profundizar el ejercicio de empatía (no como compasión, sino como encarnación). Asumir al cuco. Reconocer que el miedo —otro miedo— nos toca, y que es un asunto colectivo que nos define hoy —como antes—. De ahí empezamos, otra vez, a luchar por enmendarnos.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 705 año 14, del 18/10/2024
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