Ronald GamarraHace unos años, muy pocos, cuando la psicóloga Ana Estrada Ugarte, enferma terminal y desahuciada de polimiositis, consiguió que una corte reconociera su derecho a una muerte digna, mediante la modalidad de muerte asistida, el actual alcalde de Lima, Rafael López Aliaga, opinó que la señora Estrada bien podía tirarse de lo alto de un edificio o cortarse las venas, y asunto concluido, que no tenía por qué involucrar al Estado en ello. Lo dijo así, tal cual, sin anestesia, sin la menor consideración por una mujer que sobrevivía completamente inmovilizada y sin ninguna perspectiva de alivio.
Las proclamadas creencias cristianas de López Aliaga, contrarias al derecho de las personas en situación de enfermedad terminal a la muerte digna, se expresaban e imponían sin atenuantes ni concesiones. Incluso cargadas con una dosis de desprecio hacia quien osaba vulnerar los arbitrarios criterios, sobre la vida, de una fe en particular. Era el caso de la señora Estrada, que podía arrojarse desde una azotea, si así lo deseaba, pero no merecía ni una pizca de la piedad cristiana de López Aliaga, un meapilas que usa cilicio y se azota y está enamorado de la virgen María, según sus propias declaraciones.
Sólida, inexorable, inquisitorial: así es la fe del piadoso político López Aliaga, que no se casa con el pecado ni los pecadores. Salvo cuando el pecador es de los suyos, uno de sus compinches, de su pandilla. Así ha quedado demostrado esta semana con sus declaraciones sobre Chibolín, con quien está enredado de varias formas y desde hace mucho tiempo, así como lo están Hernando de Soto y muchos otros políticos, sin excluir a la misma presidenta Boluarte. El pecado solo es pecado e imperdonable si se trata de un “caviar”. Si se trata de una oveja de la cofradía de pícaros, a lo sumo es una falta que se redime con una oración.
El chupacirios López Aliaga tiene dos medidas. Una, implacable, contra una señora que lucha valerosamente desde su absoluta invalidez física por el derecho a morir con dignidad, lo cual significa morir con paz y dentro de la ley, no saltando desesperadamente a un precipicio (sugerencia de Porky que, por lo demás, le era imposible cumplir dada su parálisis absoluta). Una mujer inmovilizada físicamente que, sin embargo, conservaba intacta la lucidez intelectual y la serenidad de ánimo como para asumir una lucha que no era solo en su propio interés sino en el de muchas personas que sufren situaciones terminales en que la vida se prolonga artificialmente de un modo antiético.
Otra medida tiene López Aliaga para los proxenetas que tejen redes de corrupción en las cuales medran los políticos como él. Allí sí le sale el cristiano prudente y caritativo que no aparece en casos como el de la señora Estrada. Allí es todo comprensión, tolerancia y, por cierto, no se atreve a lanzar la primera piedra. Los pecados de Chibolín merecen relativizarse y comprenderse como debilidades humanas. Sobre todo, cuando existe la posibilidad de que en algún momento se quiebre y termine desembuchando sus miserias y las ajenas, cantando todo con detalles que el alcalde debe conocer bien y seguramente le causan insomnio y le ponen la piel de gallina.
El cristianismo autoritario de López Aliaga no es, en realidad, una fe vivida con entrega sincera y transparente. En las manos de los ultraconservadores como él, ese cristianismo viejo e intolerante, propio del medioevo, solo es un arma arrojadiza de la cual se sirven para imponer sus intereses y engatusar a incautos, que los hay y muchos. Es la religión puesta plenamente al servicio de las partes más reaccionarias de la sociedad, aquellas que encuentran refugio y fortaleza en el oscurantismo y ven en toda iniciativa de progreso en derechos una conspiración demoníaca para socavar los principios morales, que en realidad son sus privilegios.
Es el tipo de cristianismo que se ha venido imponiendo en nuestro país en las últimas décadas a través de dos vertientes: la del Opus Dei en la iglesia católica y las numerosas sectas fundamentalistas entre el protestantismo. Ambas, claro está, concurren y colaboran activamente para impulsar movimientos como el conocido “Con mis hijos no te metas”, animan campañas contra los derechos de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo o contra la comunidad LGTBIQ, e intervienen políticamente respaldando candidaturas autoritarias como la de Keiko Fujimori o la propia carrera de Porky.
Así como el Opus Dei surgió y se erigió en un poder con Escrivá de la mano del dictador fascista Francisco Franco, en el Perú lograron alcanzar posición predominante en la iglesia católica en los tiempos del dictador Alberto Fujimori, a quien apoyó sin reservas el cardenal Cipriani, su máximo exponente en estas tierras. A su sombra se desarrolló y se convirtió también en un poder el Sodalicio de Vida Cristiana. Hacia el año 2010, de los 48 obispos que había en nuestro país, 10 pertenecían al Opus Dei y dos al Sodalicio, entre ellos José Antonio Eguren, arzobispo de Piura y Tumbes.
El poder que habían logrado imponer en nuestro país los católicos conservadores bajo la batuta de Cipriani se ha resquebrajado profundamente, en parte como producto de las graves denuncias sobre los abusos sexuales, las agresiones físicas y la manipulación psicológica practicados sistemáticamente en el seno del Sodalicio de Vida Cristiana. A diferencia de las autoridades peruanas, ciegas y sordas frente a los atropellos y vejaciones, y sus víctimas, el papa Francisco dispuso una investigación efectiva y medidas concretas de reparación que han empezado con la expulsión de varios dirigentes del Sodalicio.
El nombramiento del arzobispo Carlos Castillo como nuevo cardenal primado del Perú representa una derrota importante para el sector conservador de la iglesia católica. Santurrones y meapilas como López Aliaga ya no podrán contar con la bendición apostólica que le garantizaban, hasta no hace muchos años, prelados como Cipriani, hoy “desterrado” en Roma. Sin embargo, sigue muy activo el sector religioso ultraconservador del protestantismo, muy bien financiado desde sus matrices en Estados Unidos. Muchas de estas sectas ultraconservadoras no son sino fachada para hacer política y al mismo tiempo enriquecerse, como ha demostrado un informe de la Contraloría.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 704 año 14, del 11/10/2024
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