11 de octubre de 2024

Brevísima biografía del Perú

César Hildebrandt

Nadie sabe quiénes fuimos realmente ni cuál fue la raíz de todo esto.

Los incas –nos decían– fueron nuestros padres.

Pero los incas, como los atenienses, duraron poco: unos ciento cincuenta años.

Prefiero creer que más tenemos que ver con los Chavín.

En todo caso, nos conocen mundialmente por los incas, que conquistaban tierras, exigían la sumisión (o la hipocresía del acatamiento), sacrificaban niños y estaban convencidos de que los cerros hablaban.

Los incas nos impusieron el silencio y la adaptación. De allí quizá procede el talento del peruano para sobrevivir enmascarado.

Los incas crearon una sociedad de clases que privilegiaba la nobleza, la disciplina social y una cierta justicia redistributiva.

Aun así terminaron su breve y extendido imperio con una guerra civil librada por dos hijos de Huayna Cápac.

En pleno conflicto cainita, llegaron los ibéricos con Pizarro a la cabeza.

Valverde le mostró la biblia a Atahualpa. Era la misma biblia que Pizarro, estrictamente analfabeto, tampoco podía leer.

Hablaban de dios y las camorras evangelizadoras pero lo que querían era el oro.

Los ibéricos venían del hambre y la leyenda de ríos auríferos y grandes petos dorados cubriendo a dioses paganos los volvió locos.

La codicia desdentada derrotó al imperio fugaz.

Los ibéricos, con sus cruces en ristre, nos impusieron otros casi tres siglos de cautela. Fue en esa época donde aprendimos, con doctorado y todo, el arte de hablar a media voz. Somos especialistas en esa materia.

Quien no habló a media voz fue Túpac Amaru, que resultó combatido hasta por el cusqueño Mateo Pumacahua Chihuantito, y que murió como ya sabemos. Treinta y cuatro años después, a los 74 años, Pumacahua decidió que ya era tiempo de dejar de servir a los españoles y se embarcó en la inverosímil conjura de los hermanos Angulo. Terminó linchado en Sicuani, pero comió, criollamente, a dos cachetes: derrotó a Túpac Amaru en nombre de la península y en la ancianidad se sublevó ante el poder colonial. Por lo tanto, también es héroe de la lucha independentista. Pumacahua es de los nuestros.

Cuando la España decadente estaba invadida por Napoleón, el cachaco corso que llegaría a emperador autonombrado, aquí, en Lima, y en algunos lugares de provincias, empezaron a oírse voces que alentaban la causa de la independencia.

Pero no eran muchas ni tenían ejércitos detrás.

Por eso tuvieron que venir extranjeros a estas tierras de calma chicha.

Llegó un argentino que bebía un poco más de la cuenta y que pensó en un rey para estas tierras. Y después llegó un mulato venezolano que había declarado la guerra a muerte y que la impuso a sangre y fuego. El Perú lo adoró y se rindió a sus pies. Cuando dejó el país, los peruanos hicieron lo que suelen hacer cuando les dan la espalda: lo odiaron.

Pero el odio era recíproco. El mulato nos arrebató tierras y futuro y habló pestes del país que lo había nombrado dictador.

Nos impusieron la república.

Y como la república la habían ganado los militares, fueron ellos los que se hicieron cargo del asunto.

Fueron años de caos y repartija. Tuvimos a un Castilla, es cierto, pero lo que prevaleció fueron los Gamarra y los Echenique: conspiradores de pacotilla y ladrones por naturaleza.

Hasta que llegó el civilismo con Manuel Pardo, el hombre al que Chile le estará eternamente agradecido.

Gracias a Pardo firmamos un tratado secreto con Bolivia y perdimos la hegemonía que tenía nuestra armada en esta parte del Pacífico confiando en que, llegada la hora, Argentina nos daría una mano.

Fuimos a la guerra que teníamos que perder para honrar un tratado que jamás debimos firmar y porque a los forajidos altiplánicos se les ocurrió desconocer un tratado comercial.

Miguel Grau nos había advertido, un año antes de la guerra, que el estado de nuestra flota era desastroso.

Pero la burguesía peruana y su prensa alentaban el coro patriótico.

Chile, la vieja capitanía rencorosa, la tierra de Portales, tenía dos blindados nuevos y un ánimo enorme de vengar los suntuosos agravios de Lima.

Grau y Bolognesi nos honraron. Mariano Ignacio Prado nos manchó para siempre. Y fueron indelebles los que se doblegaron sin disparar un solo tiro y el que paralizó a los ejércitos de reserva en San Juan y Miraflores y luego huyó del escenario. Ese fue Piérola, nuestro Guasón condecorado.

Después de la derrota, vino felizmente Cáceres Dorregaray, el ayacuchano ilustre que organizó la resistencia y la mantuvo viva durante dos años.

Pero en Huamachuco, la batalla final, a Cáceres lo que le faltó fue munición. Esa fue la que le negó el abominable Lizardo Montero, que terminó huyendo a Puno y a Bolivia después de que Arequipa se rindiera ante las tropas del coronel chileno José Velásquez Bórquez.

Pero todo Cáceres tiene en el Perú su antídoto. Y el antídoto de Cáceres fue Miguel Iglesias, el general que el invasor armó y financió para que firmara el Tratado de Ancón.

Iglesias es la indignidad a caballo y sable en mano. Es el relincho de la traición. Sin embargo, sus restos están ahora en el Panteón de los Próceres. Los puso allí Alan García el año 2011. El hombre que se mataría para huir de la justicia reivindicó al infame que sirvió al invasor.

Eso lo resume todo.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 704 año 14, del 11/10/2024

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