22 de febrero de 2025

Tongolele

César Hildebrandt

Murió esta semana Yolanda Montes Farrington, Tongolele.

Era hija de un mexicano y de una señora con supuestas raíces francesas. Había nacido en los Estados Unidos, pero México la llamó y allí fue donde a un empresario se le ocurrió lo del mote de aroma tahitiano.

Sus biógrafos, más piadosos que veraces, dicen que fue bailarina y actriz. Lo cierto es que fue la primera vedette hispanohablante con ínfulas internacionales. Ese era su negocio: zarandearse con gracia y en un momento dado, al final del espectáculo, darse un revolcón por el escenario. Rodaba la señorita y aplaudían a rabiar, baba en ristre, los viejos de la primera fila. Tongolele era bella hasta el desmayo y su fama llegó hasta Cuba, que era el agujero negro de los esparcimientos.

Yo no la vi, pero me lo contaron. Me la describieron mis colegas de espectáculos. Fue en la época en que fui redactor sin paga en el diario “Correo”.

Tongolele vino a Lima varias veces y fue la estrella de esas exhibiciones que se hacían en cines de barrio y en los cabarets de muebles rojos, mujeres al dente, hombres de negro y rumas de cocaína. Fue el sueño de machomanes con la chequera al aire, pero todos tuvieron que reconocer su fracaso.

Era la Lima de los 50, una ciudad que aspiraba a ser antro de la bohemia intoxicada pero que terminó pariendo cerros amoblados y pájaros fruteros.

De mis prácticas como redactor de espectáculos recuerdo sobre todo al Apanao Morales, el jefe de la sección farandulera de “El Comercio”. Era un hombre grueso de voz delgada y con el rostro marcado por la viruela. Era una institución en el gremio y se sabía la vida de todos los citables de la noche. Podía contarte de qué color eran los dientes falsos de Yma Súmac, qué trago había pedido Agustín Lara antes de empezar la entrevista, cuál había sido la trama del apasionado adulterio protagonizado por Pilar Pallete, la peruana que fue tercera esposa de John Wayne.

Y todo lo contaba sin habladurías ni moralina, con la precisión de un cronista oral que no se perdía los detalles más sabrosos. El problema del Apanao, hombre entrañable, era que no escribía como hablaba y eso detuvo su carrera.  

Ese aprendizaje en el mundo del oropel y las luces excesivas me sirvió de mucho. Comprobé, en primer lugar, que las empresas periodísticas harán todo lo posible para no recompensar tus esfuerzos. Y confirmé una intuición salvaje que tuve desde las primeras conferencias de prensa a las que asistí: que el arte más intenso de las estrellas de la farándula era el de la simulación. Los personajes construidos por la industria del espectáculo se parecían muy poco a los seres tenues y a veces sombríos (y muchas veces estúpidos) que teníamos que ver en las citas con el periodismo. Y lo mismo pasaba con el colegaje: la mayor parte de esa infantería de becarios y practicantes (como yo) era parte del negocio y formulaba preguntas que parecían concertadas para no inquietar ni con el pétalo de una duda a la diva que se frotaba un arete mientras fingía prestar atención. La muchachada que llenaría sus cuartillas al ritmo que le tocasen se apuraba para llegar a la hora preferida: la de los bocadillos del bufé, la de los pisquitos de la despedida.

Yo salía corriendo y me preguntaba qué estaba haciendo con mi vida, qué diablos era todo esto, qué suicidio moral me esperaba en la próxima esquina. Pero, claro, tenía 17 años y tuve tiempo de que los libros me salvaran. Porque, al mismo tiempo que iba a las rondas de prensa y a las noches de ronda, le tocaba la puerta a Manuel D’Ornellas y le entregaba un artículo sobre Julio Cortázar. Fue la primera vez que vi mi nombre impreso en un periódico. Me salvé con las justas.

Me salvé después, cuando fui editor deportivo de “Última Hora”, un cargo que no merecía pero que me entregó Bernardo Ortiz de Zevallos, el director, después de que preguntara quién había escrito el falso despacho bonaerense de un partido de fútbol importante. El farsante, el viajero bamba, el corresponsal fantasma, había sido yo. El premio fue mi ascenso.

De lo que me di cuenta al poco tiempo fue de que la sección deportes de ese diario legendario era un campo de batalla, un sembrado de minas y un homenaje al odio diminuto. Había intereses sectarios, clubes preferidos, jugadores auspiciados, entrenadores encubiertos, arbitrajes mirados de reojo y pelotas manchadas. Dos columnistas se hacían la vida imposible mutuamente y uno de ellos, asistido por alguien que también era comentarista de la TV, frecuentaba el baño en busca de temple y convicción.

Felizmente, meses después de ese tránsito tan educativo, mi amigo Igor Calvo me dijo que me estaban buscando en “Caretas”. Pero esa es otra historia.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 721 año 15, del 21/02/2025

https://www.hildebrandtensustrece.com/

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