27 de abril de 2024

Perú: Al este del paraíso

César Hildebrandt

Escucho involuntariamente a un hombre hablar por teléfono en el parque donde Óscar me pasea y confirmo que la vida es absurda. El tipo repite fórmulas, miserias de la cotidianidad, promesas que sabe que no podrá cumplir. Como Vallejo me persigue, recito mentalmente: “…que es lóbrego mamífero y se peina”.

Un perro de la calle me embosca en una luz roja. No quiero verlo porque sé que voy a sufrir como los perros de la calle, pero no puedo evitarlo: lo miro, calibro su soledad, su sufrimiento, la penuria de sus días, la inexistencia de dios. La luz del semáforo cambia y parto. Debí recogerlo, arroparlo, darle un nombre. Soy un canalla por no hacerlo. Como Vallejo me persigue, recuerdo: “como el doblez del codo/ de mi propia camisa abotonada”.

Una mujer se acerca a la ventanilla del auto. Me pide cosas, agita las manos viejas, creo que me muestra ¿un papel borroso, una lista de medicamentos, un pedido de auxilio, un testamento? Me apuro, me agito, saco un billete, se lo entrego y me dice “gracias, papá” y lo repite en cine mudo cuando levanto el vidrio. Como Vallejo se ha obsesionado conmigo, recito: “un hombre pasa con un pan al hombro/ ¿voy a escribir después sobre mi doble?”.

Vallejo y esta ciudad atroz se llevan bien. La gente sufre en público, los perros solicitan tu piedad, las mendigas te arrinconan con la mirada, el miedo pisotea charcos. Lima es una de las ciudades bombardeadas durante la guerra civil española y Vallejo está en Valencia en un congreso de escritores. Estamos en 1937 y van a bombardear los cementerios.

De la locura de vivir en Lima quisiera hablar, de esta ciudad que duele como si te disparara cada vez que la miras quisiera que fueran mis columnas, pero eso es algo que no me está permitido.

El menú es carcelario y está allí: la fiscal podrida, los abogados con un parche en el ojo, la derecha y sus chancros, la izquierda y sus disfraces, el congreso que ejerce el oficio más antiguo del mundo y que legisla a destajo, los pasitos laterales de alias presidenta de la república, la prensa y sus negocios, las siglas de los partidos apestosos, la televisión del teleprónter. Es la paila. Es la sopa de Herodes. Es lo que queda del Perú. Es la dieta que te ahuyentará el alma y te rebanará el buen gusto. Es la cadena perpetua dictada por un juez obeso que sonríe al decirte: “No podrás hablar de otra cosa que de la política peruana”.

Y la política peruana murió hace tiempo. Es decir, fue asesinada. La terminaron de matar los que apostaron por el autoritarismo mal hablado, por el civilismo de los barracones. La mataron los periodistas aceitados, los empresarios que se amarraron con los ministros del ramo, los pepeluna. La máquina del tiempo tiene patente peruana: el país está regresando a los tiempos de la butifarra y el acarreo de masas para votar por el de siempre, por el “orden y el progreso”, por el coágulo fujimorista que provocó esta hemorragia cerebral. El Perú es un hombre que ha perdido la memoria y balbucea incoherencias.

La política peruana se hacía cuando Haya se sentaba con Ravines y Beltrán quería ser candidato. Y se hizo más tarde cuando los militares hicieron reformas para evitar que estas fueran impuestas por las guerrillas. Y prevaleció después cuando el Apra, Acción Popular, la izquierda y el PPC representaron visiones del futuro. Esa política empezó a morir cuando las bestias de Sendero creyeron incendiar la pradera y crearon al bombero fascista que, al final, vino a salvarnos disfrazado de japonés empeñoso. Entre Sendero y Fujimori, la política, como expresión de alternativas y actividad decorosa, fue aniquilada. El Perú binario del terruqueo, la derecha imbécil y el neoliberalismo tan intocable como Eliot Ness es obra del chino Fujimori y de Abimael Guzmán, el camboyano. Al este del paraíso es el domicilio del Perú.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 683 año 14, del 26/04/2024

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