21 de mayo de 2024

Perú: Amistades peligrosas

Juan Manuel Robles

¿Cómo es posible que tengas como contacto de Facebook a un hombre que estuvo en la cárcel por terrorismo? ¿Cómo puedes ponerle like al post de su libro que habla sobre sus años en el MRTA? ¿Cómo dejas que te comente y le contestas con cordialidad? ¿Cómo se te ocurre promocionar su evento cultural? ¿Te parece normal que comparta tu columna en su muro? ¿En serio? ¿Te parece válido que una persona así siga hablando? Todas estas preguntas son muy idiotas, pero podríamos ensayar una respuesta:

—Se llama posconflicto, estúpido.

Por supuesto, en el Perú no sabemos qué es el posconflicto, porque desde hace algún tiempo la oficialidad —y el progresismo manso que se allana— se empeña en negar que alguna vez haya tenido lugar algún conflicto armado, y cierra toda posibilidad de reflexión conjunta sobre lo ocurrido. Ese esfuerzo existió hace mucho y participaron varios de los actores de los años de violencia. A la CVR la palabra Reconciliación le quedó grande, es cierto, pero consiguió cosas notables: senderistas que hicieron estallar bombas y emerretistas que secuestraron hasta la inanición y la muerte hicieron públicas sus autocríticas y su arrepentimiento, su mirada atrás, para que el Perú pueda asomarse a sus mentes, venciendo la resistencia generada por las heridas. Esas declaraciones están en el Lugar de la Memoria, si es que todavía alguna mano negra no las ha borrado de allí.

El espíritu de esas sesiones públicas era todo lo contrario a la impunidad o a la apología a las viejas banderas y métodos. Varios de los que hablaban allí estaban en ese momento purgando condenas largas debido a sus crímenes. Relataban los hechos que protagonizaron y hacían un inventario de sus culpas. Interpelados por la historia, comparecían.

Uno de ellos fue Peter Cárdenas Schulte, cabecilla del MRTA y responsable directo de crímenes de sangre. Todo movimiento guevarista (el MRTA lo fue en sus inicios) tiene militantes políticos, estrategas, soldados rasos y también hombres fuertes sin clemencia encargados de operaciones especiales. Cárdenas perteneció a este último grupo. Repasar sus crímenes resulta, todavía, perturbador. Ante la CVR, compartió su punto de vista, su reflexión crítica, su renuncia a la lucha armada, su pedido de perdón a las víctimas.

Años después, Cárdenas salió en libertad luego de cumplir su condena. En televisión, volvió a pedir perdón y se mostró contrario a la violencia. Resultó moderado, al punto de criticar el autoritarismo chavista de Venezuela.

¿Por qué entablar una conversación cordial con alguien como Peter Cárdenas? ¿Por qué tenerlo en las redes sociales? La pregunta es válida, aunque no con el tono estigmatizante con que la hacen individuos que no tienen ningún problema en tomarse un café con violadores de derechos humanos impunes. Una respuesta posible: porque es legítimo creer que el arrepentimiento existe. Sobre todo si la persona en cuestión pagó con cárcel, si no ha vuelto a delinquir, si no reivindica sus crímenes ni niega lo hecho.

Es cierto que uno puede desconfiar del arrepentimiento y que no aceptar el perdón es una decisión personal válida. Lo que no se puede hacer es criminalizar a quien, creyendo en el arrepentimiento y en el perdón, acepta acercarse al mundo interior de personas que purgaron prisión por sus delitos para saber qué piensan y qué pensaron, qué los llevó a hacer lo que hicieron.

Le dio like a un terruco, quítenles los fondos para su película. Abran una investigación.

Es curioso: en profesiones creativas y artísticas el trabajo con reos en cárceles es una actividad recurrente. Talleres literarios. Expresión corporal. Pintura y dibujo. De hecho, ciertos exprogresistas que hoy botan espuma contra películas que presuntamente “humanizan” a subversivos han hecho, en el pasado, auténticas romantizaciones de esos presos, cautivados por sus vidas equivocadas, sus demonios interiores. ¿Por qué con un exsicario sí se puede y con un exterrorista no?

El final de la autocracia corrupta de Fujimori y Montesinos abrió un espacio para construir algo parecido a un posconflicto. La memoria cruda —en forma de testimonios y fosas desenterradas— nos golpeó en la cara. Como la auditoría de una empresa oscura que ocultó sus manejos, tuvimos acceso al sinceramiento de los crímenes, conocimos como nunca del nivel de barbarie de ambos bandos. La idea era conocer lo que pasó y también prepararnos para conversaciones que tendríamos que sostener años más tarde, cuando terroristas subversivos y terroristas de Estado salieran libres por el cumplimiento de sus condenas. Era el marco previo para la inevitable reinserción a la sociedad de esas personas.

En algún momento esa idea de un posconflicto sano, en el que se respetaría la justicia del estado de derecho —lo que incluye el respeto a la excarcelación—, se cambió por un plan distinto: evitar cualquier diálogo, convertir a los presos y liberados en el elenco para el montaje de la resurrección del cuco terrorista. Distintos gobiernos se han empeñado en ejercer presión política para que los presos por terrorismo no salgan a pesar de haber cumplido su condena, mientras que sucesivos parlamentos han dado leyes para que, aquellos que salen, vivan una especie de muerte civil (con dificultades para trabajar).

Todo esto mientras se acentúan los esfuerzos por borrar de la historia los documentados casos de masacres y torturas por parte de las Fuerzas Armadas. Y tampoco es que en esto haya una intención de recordar a detalle los crímenes de los grupos subversivos. Se prefiere una memoria enunciativa, gruesa, selectiva, solo funcional a la estigmatización, que no lleve a escarbar mucho. No hables, no recuerdes, no humanices. Solo condena (a una parte), trata como parias a estos infelices.

El objetivo final, supongo, es evitar cualquier posibilidad de que consideremos la historia de la subversión como nuestra historia. Negar el parentesco (que a veces es sanguíneo, como en La piel más temida), las coincidencias, la identificación que llega con el ejercicio de la empatía. Negarnos a hacer este ejercicio no solo en la vida real, sino incluso en ficciones mesuradas. La cautela es lo más automático y nos sale muy bien: mejor no darle like al terrorista. O al amigo del terrorista. Ni mirarlo. Es un acto de coerción sutil, pero ni siquiera nos damos cuenta.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 686 año 14, del 17/05/2024

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