César HildebrandtNo sé qué hubiera sido de mí sin la música.
La primera vez que escuché a Bach sentí que levitaba, que me iba, que fugaba. Bach y la gravedad –después lo supe– eran enemigos.
Fui un niño privilegiado porque en casa mi madre tenía siempre sintonizada Radio Selecta y eso me acostumbró a los clásicos. Pero en esa heroica emisora Bach era un proscrito y el repertorio terminaba casi siempre con “La Inconclusa” de Schubert. No me quejo: fue allí donde mi oído se acostumbró a quienes escucharía, más tarde, en aparatos más sensibles o a través de intérpretes subidos a un escenario. Si alguien me obligara a decir qué momentos de mi vida recuerdo con más nitidez cuatro de ellos serían haber estado en un recital de clavecín de Lola Odiaga, haber oído a Yoyo Ma (tocando a Bach) en el Santa Úrsula, haber estado en el teatro de la Ópera Estatal de Hamburgo el día de un estreno mozartiano o haberle visto el gaznate a Pavarotti mientras cantaba una aria de Bellini.
Descubrir a Bach fue un acontecimiento. Y llegar al Bach de la viola da gamba fue todo un destino.
La literatura vive de las palabras. El teatro es un delicado parásito de las pasiones. Los escultores, como los pintores, suelen imitar o recrear la realidad. Pero la música viene de la nada, cae perpendicular de lo absoluto, procede de las sombras porque no se nutre de nada que preexista. La música no tiene referentes e inventa –cuando es buena, cuando no es narrativa– un mundo regido por la arbitrariedad y la ilusión.
Amo la música que me cambió la vida y tengo en mi cabeza, cada vez que me desanimo, pasajes de sinfonías y sonatas. Las recuerdo mentalmente cuando debo limpiarme después de escuchar a algún ministro o congresista. Pero también me vienen a la cabeza cuando recuerdo el tiempo que perdí, las veces que no tuve el valor, los días gemelos y sin rostro. Descubrí así que la música es para mí una ruta de escape, una buena coartada para largarme.
¿Se puede escuchar a Bach sin algo de culpa mientras los niños gazatíes se mueren de hambre o de metralla? ¿Puedo, en calma, poner el disco de Marais que más me gusta mientras el mundo demuestra estar gobernado por hienas? ¿No suena casi ridículo el Vivaldi del fagot que anuncia mi podcast amateur si en el Perú las leyes las hace el hampa y las promulga una Bonnie Parker de los andes? ¿En qué búnker egoísta hay que vivir para oír un capriccio de Zelenka al mismo tiempo que en mi país hasta las ollas comunes son objeto de extorsión?
No debo seguir. Hago demagogia barata diciendo lo que acabo de decir. Hago populismo cuesta abajo.
Nadie debe sentirse culpable por amar lo que cree que es bello en un mundo que sólo puede ser horrible porque está construido sobre el barro de la codicia capitalista.
Escucho a Milei hablar sobre el egoísmo y la sacralidad de las leyes del mercado y me digo: este hombre no tiene una sola peca de humanismo, este debió quedarse en Charly García. La belleza –no la moda– nos exime, en resumen, de las trampas de la vulgaridad y de las tentaciones del crimen.
Escucho a Dina Boluarte leyendo el mamarracho que le preparan los descerebrados que la rodean y me digo: esta señora es la tragedia del Perú en persona, el triunfo de la oclocracia. En ese sentido, sí es jefa de Estado, líder natural, personificación de la nación.
Y entonces vuelvo a Bach. Apelo a Bach. Es, literalmente, el arte de la fuga.
A la edad descomedida que padezco supongo que el ejercicio de huir volando en una viola no se prolongará en demasía. Espero irme con mi música a otra parte.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 705 año 14, del 18/10/2024
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