Ronald GamarraEduardo González Viaña acaba de publicar sus memorias bajo el título El poder de la ilusión. Se trata de un libro cojonudo, que se disfruta de principio a fin. No hay tiempo perdido en su lectura, que nos lleva por la experiencia de un autor que apostó por la literatura y el cambio social, un destino que refleja el de varias generaciones de la azarosa contemporaneidad peruana. En estos recuerdos y chispas se desenvuelven como líneas conductoras las grandes pasiones del escritor: las letras y humanidades, el amor, las causas del pueblo, pero está claro que el arrebato que las articula y les da un sentido de trascendencia es la literatura porque la presintió desde muy niño, desde que le contaba a su padre las películas que aquel no había terminado de ver, porque se quedaba dormido, y les cambiaba la trama y el final a su gusto, creyendo que su progenitor no se daba cuenta. La literatura le permite a Eduardo plasmar en arte y en “realismo alucinado” ese fuego originario que llama ilusión, el delirio de vivir y alborotar la existencia vulnerando los estrechos límites, los sufrimientos, las injusticias y las dolorosas frustraciones que suelen gobernarla. Lo proclama de modo rotundo: “Escribo porque no soy hábil en otras formas de hacer milagros y porque es la manera que más conozco de ejercitar el poder de la ilusión”. Lo anota con modestia quien ha sido capaz de convocar creativamente en una obra extensa y rica de contenido bulerías audaces y felices, ancladas en la sabiduría del pueblo, para corregir las miserias de la vida.
Es lo que percibimos en estas memorias exuberantes de vida intensamente vivida que, sin embargo, se cuentan de cabo a rabo sin arrogancia. Hasta los recuerdos dolorosos se evocan en páginas sin amargura ni rencor, más bien rescatando de lo ocurrido aquello que puede reafirmar la voluntad de vivir con alegría, no el gozo ingenuo del ignorante, sino aquel que permite trascender lo real. Así, cuando relata la prisión que sufrió por motivos políticos en los años sesenta, como consecuencia de su compromiso con la causa del pueblo, el autor nos conduce a través de aquella peripecia con una sonrisa. La experiencia debe haber sido atroz, lo sé por mi larga experiencia como abogado, y sin embargo debo confesar que no he podido evitar soltar una liberadora carcajada con las ocurrencias y anécdotas de esa carcelería, sus recuerdos sobre los personajes que le tocó tratar, empezando por la policía. Donde otro aprovecharía para adornarse con rasgos de héroe, González Viaña prefiere alegrarnos y darnos a conocer ese otro lado mágico de la vida que normalmente podemos intuir, pero tristemente se nos escapa.
Un rasgo que impresiona de estas memorias es el humor. Subrayo: el humor, no el chiste. Como han explicado los que saben, el humor y el chiste no son sinónimos ni equivalentes. El chiste busca un efecto instantáneo; en cambio, el humor es mucho más sutil, explora comunicar una visión insólita, divertida, subversiva o transgresora, y su efecto aspira a ser duradero. El chiste tantea una carcajada y solo eso; el humor pretende el asombro, el descubrimiento de una forma insospechada de ver la realidad. Las memorias de Eduardo rebosan de humor de cabo a rabo, ingenio fino y siempre penetrante, creador de nuevos territorios y significados. Así ocurre cuando recuerda a un cura español, regente del colegio donde estudiaba, que pesca a su alumno adolescente como lector precoz de González Prada, el abuelo anarquista de todos. El cura había visto el gran movimiento obrero anarquista de España alzarse en armas en defensa de la república y formar las milicias populares, y en su huida de esa manifestación del demonio no había parado hasta refugiarse en una provincia del lejano Perú. El cura procura reeducar a su cursillista hablándole pestes de los libertarios, sin sospechar en absoluto que cada vez que le mencionaba a ese peligroso revolucionario que fue Buenaventura Durruti, cabeza de tales milicias, no lograba otra cosa que despertarle más y más curiosidad y admiración por ese gran líder proletario. Sin proponérselo, el aterrado religioso resultaba irónicamente un eficaz difusor del luciferino anarquismo.
Es de destacar, también, la coherencia vital de González Viaña, su fidelidad a los ideales de justicia social que abrazó en su juventud. Las situaciones, la sociedad, las estrategias pueden haber cambiado, y mucho, obligando a repensar y reformular la acción, pero los principios originarios mantienen su vigencia mientras persistan la injusticia, la explotación, la opresión. Por eso conmueve el recuerdo persistente que dedica en sus memorias a Javier Heraud, Luis de la Puente, Paul Escobar, Juan Pablo Chang y otros de aquella generación que sacrificaron sus vidas en consecuencia con sus aspiraciones de justicia social. Conmueve precisamente en esta época en que la descarada coacción ideológica que ejerce la ultraderecha se esmera en avergonzar, acosar, insultar y, por último, terruquear e intimidar a quienes se atrevan a reivindicar a aquellos que, como los de Trujillo en 1932, se atrevieron a soñar y dar la vida por una sociedad mejor, que no es en absoluto ni tiene nada que ver con aquella, distorsionada por el dogmatismo y el culto a la personalidad, de Sendero Luminoso. Y es que González Viaña tiene a quien salir, siendo, como es, nieto de un montonero e hijo de un militante de aquellos que hicieron del Apra auroral un movimiento popular, revolucionario, renovador y radical, que no buscó la gloria personal y que, en cambio, estaba dispuesto a ir a la cárcel por sus ideales, de lo cual fue testigo el propio Eduardo, a sus escasos nueve años.
La evocación de su niñez nos habla de un espíritu literario en formación, alentado y favorecido por la fortuna de crecer en una parentela culta y ser parte de un tronco ilustrado, donde González Viaña descubre tempranamente su vocación con la lectura de los libros de la biblioteca familiar, ojeando con sus padres, descifrando junto con su abuelo La Divina Comedia, en castellano y en toscano, pues don Guillermo, que era agricultor, no un intelectual, evidentemente quería que su nieto sintiera el canto, la medida, el ritmo, la rima, del glorioso poema del Dante en su lengua original italiana. Aquel señor intuía certeramente que la poesía, en realidad, es intraducible. Y aunque ya la había disfrutado al menos dos veces, no duda en dedicar los siguientes dos años a leerla por tercera vez con Eduardo, abriéndole una puerta decisiva hacia la ilusión y la magia que gobiernan su vida hasta el día de hoy. La Divina Comedia, el Quijote y González Prada están en el inicio y el fundamento de su vocación de escritor, como también aparecen, supongo, Los cuentos de Las mil y una noches, pues en cierto punto nos habla de su fascinación por Sherezade, a quien luego buscaba en todas las mujeres que conocía. Sherezade, por lo demás, le había enseñado que, gracias a contar cuentos, había conseguido sobrevivir más de mil días a la decapitación que le tenía reservada el sultán, como a todas las antecesoras en su lecho; de todo lo cual González Viaña concluye que la literatura puede servir para algo tan práctico como salvar el cuello.
Estas memorias nos presentan a un escritor plenamente realizado, con harto mundo, y vaya que lo ha recorrido, dueño de una experiencia rica, inagotable. Tanto que, entre otras decisiones y aventuras, se ha ido del Perú, para siempre, varias veces en su vida; disfrazado de Roy Rogers entró a los Estados Unidos; fue rescatado por Rivero Ayllón en Teherán; ha puesto su corazón eternamente al lado de los perdedores; la hizo de contrabandista de libros e ideas subversivas en España; no cesa de publicar y hacer hablar al pueblo y sus personajes, a los zorros y las montañas; y, como Santiago, no celebra la lluvia sino que hace llover. Qué bueno que nos la comparta en este volumen que incita a la relectura y que es además cuantioso de páginas, lo que garantiza un estupendo y largo viaje hacia la ilusión y la alucinación.
Termino aquí mismo, no vaya a ser que Eduardo me sorprenda y sonría. No quisiera exponerme al riesgo de una demanda judicial. O a la aventura de una cicatriz en el lado derecho de mi frente. Porque la experiencia enseña a toda persona prudente que es mejor no meterse con sabios del norte, allá donde las profecías de Fátima se cumplen, allá donde las campanas siguen doblando, allá donde los bogas gomean a Mauro Mina y cantan con La Sonora Matancera, en fin, allá donde las bravas mujeres detienen ejércitos enteros y la muerte es una dama que se confiesa y rehúsa ser clandestina.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 705 año 14, del 18/10/2024
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