Ronald GamarraCuarenta años después de su secuestro y asesinato, algo de justicia llega, por fin, para Jaime Ayala Sulca. Cuarenta años y dos meses, para ser precisos. Cuatrocientos ochenta y dos meses en los cuales la familia del periodista huantino –mis respetos y admiración, Rosa– solo ha sufrido indiferencia e injusticia por parte del Estado. No es un caso aislado: todo lo contrario; cientos o miles de familias de los desaparecidos corren la misma suerte. El Estado, salvo excepciones, ha adoptado en general una actitud sistemática de encubrimiento de los responsables.
El 2 de agosto de 1984, Jaime Ayala, periodista de radio Huanta 2000 y corresponsal del diario “La República”, donde se publicaban sus despachos desde la zona de emergencia, fue a la base que la Marina había establecido en el estadio de Huanta a quejarse ante el jefe político militar de la provincia por la incursión violenta que, esa misma madrugada, habían efectuado agentes de las fuerzas armadas en la casa de su madre. Varias personas que lo acompañaban lo vieron entrar a la estación castrense, pero nunca lo vieron salir. Nunca más se supo de él. La base negó toda responsabilidad. Jaime Ayala se convirtió así en un desaparecido.
Los más jóvenes quizás no lo sepan, por eso es bueno explicar esta palabra: desaparecido. En realidad, es muy sencillo, a la par que aterrador. Una persona es detenida sin dejar registro alguno, es decir clandestinamente; secuestrada por tiempo indefinido, que puede oscilar entre algunas horas o largos años, sin reconocerse nunca la detención; período en el cual es interrogado, sometido a tortura brutal y finalmente asesinado. Sus restos se ocultan; nunca se devuelven a la familia. Repito: nunca se reconoce la detención ni la muerte. Oficialmente, esa persona nunca estuvo en manos de agentes del Estado.
La desaparición, llamada también desaparición forzada, es en consecuencia un complejo de delitos atroces. Por eso ha sido repudiada como crimen de lesa humanidad imprescriptible e imperdonable por la comunidad internacional que adhiere al Estado de derecho y la democracia, y así ha quedado establecido en tratados internacionales que ha suscrito el Perú. No obstante, en nuestro país los cómplices de los perpetradores de estos actos abominables, aquellos que los amparan y tapan, son poderosos. Últimamente estos encubridores han aprobado la ley 32107, que establece arbitrariamente la impunidad de todos los autores de crímenes de lesa humanidad anteriores al año 2002. Es decir, por ejemplo, impunidad para los asesinos del periodista Jaime Ayala y muchas otras personas como él.
Que los crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles es lo que ha ratificado este martes la Cuarta Sala Penal Superior Nacional Liquidadora Transitoria al emitir sentencia condenatoria contra el capitán de fragata Alberto Rivero Valdeavellano, jefe político militar de las provincias de Huanta y La Mar en la época en que el periodista Jaime Ayala fue desaparecido. Se le ha encontrado culpable de la desaparición o asesinato de cerca de 70 personas, incluido el periodista Jaime Ayala. Le han dado 18 años de cárcel. La verdad es que la pena no es comparable a la magnitud de sus crímenes, pero es una condena clara y contundente, y establece la verdad de lo sucedido, una verdad que durante cuatro décadas se intentó negar. El fallo reserva la sentencia de Augusto Gabilondo García del Barco, mandamás de la base de Huanta en 1984 y hoy prófugo de la justicia.
La corte judicial también establece en la sentencia la inaplicabilidad de la infame ley 32107 por oponerse a la Constitución y a los tratados internacionales sobre respeto a los derechos humanos que ha firmado el Perú. Lo hace en virtud de la facultad judicial de hacer el control de convencionalidad y de constitucionalidad de las leyes. Una ley como la 32107, que además de anticonstitucional es inmoral y cómplice del crimen, no se puede invocar ni utilizar. Los crímenes de lesa humanidad son imperdonables e imprescriptibles en nuestro país como en toda nación que respeta el derecho y la democracia y ha suscrito la legalidad internacional correspondiente. En el Perú no hay ni debe haber licencia para matar impunemente.
La sentencia de esta corte judicial no solo es única por tratarse de una excepción a la actitud general de los responsables del Estado. También lo es por corregir una grosera leguleyada con la cual se pretende proteger a los perpetradores de actos criminales atroces. Por cierto, sus creadores y libretistas en el congreso y sus títeres en el gobierno no se quedarán de brazos cruzados y moverán cielo y tierra, y sobre todo al Tribunal Constitucional, que han colonizado y sometido con gente incondicional, para reafirmar su vigencia y aplicación. Habrá que redoblar la lucha, con la confianza de que, a pesar de lo que suponen estos aprendices de brujo en el congreso, el gobierno y el TC, el derecho finalmente se impone, aunque pase el tiempo que sea, porque el sentido de justicia nunca se agota.
Jaime Ayala, caso simbólico de esta sentencia –que comprende asimismo los asesinatos en Callqui y la matanza en Pucayacu–, también nos recuerda que el periodismo veraz siempre está en el blanco de los agresores que pretenden actuar por fuera de la ley. ¿Por qué querían matar a un periodista de 22 años de edad que actuaba de forma transparente y pública? Pues por cumplir precisamente con su misión profesional, por informar verazmente no sólo sobre el terrorismo, sino también sobre las desapariciones forzadas, que para entonces sumaban cientos en su provincia. Y seguramente, por recoger información de primera mano sobre el asesinato, el día anterior a su propia desaparición, de seis religiosos presbiterianos fusilados por un destacamento de la infantería de marina en la comunidad de Callqui, cercana a Huanta.
Se sabe por versiones que han circulado desde el personal que alguna vez formó parte del destacamento de la Marina en el estadio de Huanta, que Jaime Ayala, después de ingresar a la base militar para conversar con el jefe político militar, fue llevado a un ambiente aislado donde fue sometido a tortura despiadada. Lo golpearon y lo reventaron hasta la muerte: esa es la cruda y cruel verdad. Así se procedía en aquellos terribles tiempos y se hacía de manera generalizada y sistemática. Eso es, precisamente, un crimen de lesa humanidad, más allá de cualquier formulación verbal. Es la sangre derramada y el cuerpo despedazado de un ser humano y el ocultamiento para siempre de sus restos. La barbarie sin límite, ejercida por individuos sin dignidad y humanidad que se encubren y a quienes protegen desde el Estado.
Por cierto, y ello no es cosa menor, el tribunal de justicia ha sido enfático en declarar que ninguna de las víctimas, ni una sola de ellas, tenía vinculación con el terrorismo. Esa infamia que algunos han derramado por décadas para tratar de justificar a los matadores y sus crímenes.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 703 año 14, del 04/10/2024
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