8 de octubre de 2024

Perú: Sicarios del bien

Juan Manuel Robles

Hay quienes aprovechan el pánico por la inseguridad y las muertes a manos de extorsionadores para pedir la aparición de escuadrones armados que hagan el trabajo de defendernos con eficacia, como quien realiza una fumigación veloz. Este es un sueño húmedo recurrente, que revive de tiempo en tiempo entre personas —a veces cultas, increíblemente— que no distinguen la vida real de las películas y que imaginan que tener comandos de la muerte sería genial porque se convertirían en una especie “viyilantis”, hombres murciélago, o mejor, gallinazos en las sombras, prestos para correr en auxilio ciudadano con la sola aparición de la señal alada en el cielo oscuro de Ciudad Caótica.

Despiadados y sin ley, justicieros con metralletas, exterminadores buenos que usen las mismas armas que los malos.

Es casi comprensible: la desesperación produce fantasías y nubla el juicio. Incluso ocurre —y esto es muy loco— que mucha gente escarba a la mala en la historia reciente y se inventa héroes presuntos que tuvieron su escuadrón de matones para el bien. Y así, un día, empiezan a pedir el “regreso” de Martin Rivas, quien de pronto es un incomprendido, alguien a quien la historia no supo entender, a quien no “valoramos”. “Martin Rivas y su Grupo Colina”, repiten, alucinando alguna especie de banda de cumbia noventera, un escuadrón de señores que hacían lo suyo y lo hacían bien. En días en que tantos sacan del closet su cariño a Alberto Fujimori, estas romantizaciones se lanzan sin mucho pudor.

Pues el Grupo Colina no solo era una banda de criminales sin piedad que no respetaba la ley ni el debido proceso (esas cosas que solo nos interesan a los cojudignos). Fueron torpes y chapuceros, ineficaces y engorrosos. Llegaban y mataban a todos (con ese método genial asesinaron a inocentes y hasta a niños). Lo importante para ellos era dar un mensaje. El mensaje supuestamente debía ser: “téngannos miedo, terrucos”. El mensaje real era: el terrorismo llegó al Estado, jódanse. Cómo habrán sido de impresentables e ineptos que los fujimoristas de los noventa —quienes tuvieron su mayor gloria con la caída de Abimael, conseguida por policías que usaron inteligencia— nunca hicieron referencia a Colina como parte de la lucha antisubversiva, y solo les regalaron una amnistía discreta (tal vez porque esos forajidos sabían demasiado sobre el jefe).

El Grupo Colina, ese escuadrón enloquecido, ni venció al terrorismo ni ayudó en nada a ese propósito. Para mayores referencias está el libro "Muerte en el Pentagonito" de Ricardo Uceda, que nos presenta a la pandilla de Rivas y a un personaje inolvidable: Sosa. ¿Qué hizo Sosa? Su contribución a la historia de la defensa de la patria es haber aprendido que un cuerpo muerto no combustiona bien con gasolina, sino con kerosene (de ahí su alias: Kerosene), lo que es vital cuando quieres desaparecer cuerpos. Otras muertes las consiguieron con el fuego de sopletes para soldar metales, colocados sobre caras aterradas. Por no hablar de las ametralladoras HK nueve milímetros que dispararon a mansalva en aquella pollada.

Ya que les gustan las películas, estamos hablando de gente que tenía la efectividad y precisión de un Storm Trooper, pero la letalidad sanguinolenta de Jason. Y no les importaba.

Pero el ánimo es más grande que la razón, la gente pide mano dura y ha encontrado, además de Colina, otro ejemplo para reciclar y mentar. Empiezan a hablar del coronel Elidio Espinoza, un supuesto héroe de la guerra contra el crimen en Trujillo, otro ejemplo de “lo que necesitamos”. Como se recuerda, Espinoza fue procesado por dirigir un escuadrón que secuestraba y ejecutaba a presuntos delincuentes. Como suele pasarles a quienes hacen estas cosas, en la brega mataron a inocentes sin prontuario. A uno lo vieron entrar vivo a un vehículo policial (y fue la última vez).

Lo asombroso es que, en medio de la polarización, el abogado César Nakazaki recordó a Espinoza, elogiando su gesta porque enfrentó “eficazmente” al crimen. “Lamentablemente, una persecución penal injustificada lo llevó a morir en reiterados juicios”, dijo. Ya no sorprende tanto que un abogado con cierto prestigio, que dirige un estudio caro, defienda las ejecuciones ilegales (considerando que fue defensor de Alberto Fujimori). Pero sí que recurra a una mentira para alimentar su narrativa. Espinoza murió de covid el 2021. Fue condenado a treinta años por secuestro agravado, homicidio calificado y abuso de autoridad. Consiguió que le anularan el juicio, pero tenía sentencia suspendida y varios procesos abiertos al morir.

Rivas estará preso hasta el 2027. Sosa fue capturado en 2008, cuando llevaba más de diez años en la clandestinidad.

Esa es la triste verdad de los escuadrones de este tipo. Como nacen con la convicción de que el crimen solo se combate con sus métodos, parten criminalizados desde el origen, y tienen gente afín a ese tipo de prácticas, sin límites ni escrúpulos. Por eso es que todos esos escuadrones, pasado el “buen” impacto inicial, solo resaltan en el tiempo por su crueldad y salvajismo. Lo peor es que se vuelven una fuerza en sí misma, a veces difícil de controlar, porque ganan experiencia y entrenamiento, se vuelven temibles y sus armas son un capital que puede ser usado para beneficio propio, para negociar impunidades.

La fantasía pinta a justicieros. Pero a lo mucho llegan a sicarios estatales que tarde o temprano matan a quien no merecía morir.

Por desgracia o por suerte, el contexto peruano nos aleja del dilema ético. ¿Merece vivir un criminal que mata? ¿Se puede culpar a un policía que hace lo que el Poder Judicial no se atreve a hacer? Esas son preguntas que están demasiado lejos de nuestra realidad. Porque esos escuadrones imaginarios que algunos reclaman tendrían que salir de algún recoveco de la Policía Nacional del Perú. Y la Policía no es solo una institución corrupta y desprestigiada. Es una institución a la que ya no se le puede creer nada. Julio Rospigliosi, periodista de esta casa, ha recordado que desde el 2021 oficiales de Policía han sido implicados sistemáticamente en operativos falsos (de esos que uno ve en la televisión con gran pompa). En uno de esos montajes, se les daba a los delincuentes máscaras de Gargamel para asaltar un banco, acción que sería desbaratada por los valientes uniformados. Está claro: hay demasiados policías gastando energía en el montaje, la utilería, la escenografía, en sembrar pruebas falsas, como para incorporar en la ecuación a sicarios del bien.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 703 año 14, del 04/10/2024

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