4 de diciembre de 2024

¿No hacer nada?

Natalia Sobrevilla

Reflexiones sobre el valor del trabajo y la productividad en mitad de un año sabático

El artículo de Giacomo Roncagliolo del pasado viernes en Jugo nos llevó a debatir entre los compañeros jugueros sobre lo que significa realmente no hacer nada. En lo particular, dicho intercambio me llevó a pensar en conceptos como el trabajo, el conocimiento, la creatividad, y el valor que le asignamos en nuestra sociedad capitalista.

¿Por qué tiene tal peso la idea de hay que “ganarse el pan” con el sudor de la frente? ¿Qué sucede con las artes y las letras? ¿Hay un valor en ellas más allá del tiempo en hacerlas posibles? ¿Cómo se mide su valor? ¿Depende simplemente de lo que diga el mercado?

Estas semanas, el mundo del arte se vio conmocionado porque un plátano pegado con cinta a una pared se vendió por 6.2 millones de dólares y el comprador, un millonario que ha hecho su fortuna con criptomonedas, se lo comió ante una atónita audiencia durante una conferencia de prensa en el carísimo hotel Península en Hong Kong. Luego declaró que sabía mucho mejor que cualquier otra banana.

La pieza del italiano Maurizio Cattelan, llamada Comedy, había sido estrenada cinco años atrás en la feria Art Basel de Miami y causó entonces sensación cuando otro artista sacó la cinta y se comió el plátano. Esta ha sido la tercera vez que se vendía, las otras veces se pagó entre $ 120.000 y $ 150.000. Justin Sun, el fundador de la criptomoneda Tron, le compró a Sotheby’s —tras una subasta— el derecho de pegar un plátano a una pared con una cinta y llamarlo Comedy. Ya que cualquiera de nosotros simplemente pegaría un plátano a la pared y muy probablemente evitaría la excentricidad de pagar esa suma, ¿dónde está el “trabajo” de Cattelan? ¿Por qué cuesta así? ¿Qué es lo que se está pagando? ¿Su idea?

Algo similar plantea un meme que desde hace tiempo da vueltas por internet: existe un motor muy caro de avión —o de barco— que tiene que ser reparado y, después de mucho buscar una solución, aparece un ingeniero que da un martillazo en el lugar correcto y envía una factura por un millón de dólares. Cuando le reclaman que solo ha dado un golpe, su respuesta es una factura donde detalla que $ 10 corresponden al combazo y que $ 999.990 corresponden al conocimiento de dónde darlo. En este hipotético caso, el valor está en el conocimiento y en la posibilidad de recibir una recompensa por tenerlo.

Durante la pandemia de Covid-19 se habló sobre cómo ciertos trabajos que se siguieron haciendo, mientras la gran mayoría permanecíamos encerrados, eran particularmente importantes a pesar de que muchas veces no se remuneran de manera especialmente generosa: los médicos y las enfermeras, así como todo el personal que hacía posible que se sostuvieran los hospitales; las fábricas, los campos de cultivo, los productores de medicamentos, los encargados del alimento. Así como muchas actividades dedicadas a que no nos faltara la luz, el agua o la comida siguieron funcionando, muchísimos tuvimos que ver cómo nos las agenciábamos trabajando de manera remota o virtual. Recuerdo, además, que por entonces se pensó mucho en la importancia de quienes se dedican a producir entretenimiento y conocimiento. Durante esos meses de encierro, la música, las películas, las series, los libros y todas las formas de mantener nuestro cerebro alerta y en algún tipo de actividad fueron catalogados como de vital importancia. Quienes nos dedicamos a estos campos nos pusimos en acción y también recuerdo que en ese par de años mi agenda de presentaciones virtuales y las de mis colegas se multiplicaron de manera exponencial. Al no tener a dónde ir, me dediqué a escribir y casi en tiempo récord escribí un libro y senté las bases para varios otros.

Cuando volvimos a la actividad presencial, quizá debido al ímpetu de la sobrevivencia, no hice más que incrementar mi producción, y ahora, a casi cinco años del inicio de la pandemia, puedo decir que mis desplazamientos son quizás mayores que al periodo anterior al encierro. Lo que sí se perdió en gran magnitud fue el espacio universitario donde ejercía mi práctica docente, pues lo que ya era una crisis profunda antes del Covid terminó con el desmantelamiento de mi departamento. Es así como desde hace cuatro meses ya no doy clases en la universidad y, gracias a una generosa indemnización, me he declarado en año sabático.

Lo cual me lleva al título de este artículo.

Debo de confesar que, a pesar del año sabático, no he dejado de hacer cosas. Este año es para mí el cierre de un gran ciclo conmemorativo del Bicentenario de la Independencia peruana. Ha sido un periodo muy intenso, que me llevó desde 2021 al presente a publicar cinco libros sobre el tema, además de muchas presentaciones de las que ya he perdido la cuenta. Tengo, además, la mala costumbre de seguir aceptando encargos que me resultan interesantes, así que la lista sigue creciendo.

Algunos de estos trabajos son remunerados, aunque, por supuesto, ninguno me paga como si pegara un plátano a la pared, o le pegara un combazo al motor de un avión, pero todo suma. Me considero increíblemente afortunada por poder dedicarme a hacer lo que me gusta y, sobre todo, por compartir los conocimientos que he pasado tantos años adquiriendo en espacios más allá de la universidad inglesa donde trabajé por diecisiete años.

Cuando me preguntan qué voy a hacer en el futuro se me ocurren miles de cosas, a pesar de que bien podría desacelerar la máquina. ¿Es una condición especial de mi cerebro? ¿Es un condicionamiento social? ¿Soy parte del engranaje de un sistema capitalista que te dice que eres útil en la medida que produces?

Mientras pienso en la respuesta, no pierdo la esperanza de aprender, algún día, a no hacer nada.

Pero, conociéndome, eso va a ser bien difícil.

https://jugo.pe/no-hacer-nada/

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