César HildebrandtEdmundo González llega al Perú como presidente fantasma y es condecorado por su homóloga peruana. Hay discursos solemnes, balconazos desde un hotel ruinoso, agradecimientos en nombre de las virtudes teologales.
Ambos son sombras, delicadezas de la nada, títeres de principales. A González, que tiene aspecto de último suspiro, lo mandan la derecha venezolana que parió a Chávez y las masas que perdieron la batalla en la calle. A Boluarte la ventriloquea el fujimorismo insepulto que crearon Alan García y Abimael Guzmán.
Ninguno de los dos preside nada. Ninguno aspira a gobernar nada. Ambos saben que son un simulacro de autoridad y que cumplen un papel secundario en el vodevil de este subcontinente.
Nicolás Maduro, el chofer de bus a quien Chávez eligió como sucesor ideal, no existiría si la oposición venezolana se hubiese unido en el momento en que deponer egos era un imperativo categórico. Chávez no habría surgido como desmán continuo si Acción Democrática, la socialdemocracia venezolana, y Copei, la democracia cristiana que encarnó Rafael Caldera, no hubiesen fracasado de modo tan brutal.
Chávez asomó su cachaquería carismática en medio de los escombros de la economía y la política tradicional. Se creyó el Bolívar regresado. Bolívar, que era genial, lo habría despreciado en francés. Maduro vino del cáncer de su jefe y convirtió al chavismo, que era socialismo de potrero metido en un barril de petróleo, en una mafia descarada y criminal.
Pero Maduro sigue allí y la llamada oposición venezolana no ha logrado lo más elemental: convencer a los militares de que la mejor salida es una transición pacífica. Y se ha prestado, otra vez, a elecciones previstamente amañadas de las que ha salido este “presidente moral” llamado Edmundo González.
Así que el trémulo González acude a Lima y el holograma que atraviesa las paredes del palacio presidencial de Lima lo reconoce como mandatario. Lo mismo hacen el presidente del congreso del hampa y el alcalde que se hace llamar Porky.
El gran problema es que a estas alturas importa poco quién gobierna Venezuela. Y la culpa la tiene Donald Trump.
Trump es el Bernie Madoff de la Casa Blanca. Aspira a estafar a todo el mundo y salir impune gracias a su capacidad para matonear y actuar como rufián. Es el neoliberalismo con lanza, el capitalismo que recuerda las hilanderías inglesas del siglo XIX, la desnudez peluda de un sistema que ya no habla de valores sino de rendimientos y accionistas. Trump ha arrojado a los encubridores del templo de la codicia y ha declarado que todo es un asunto de plata, que no hay más dios que el balance de fin de año. Trump es el gerente general y plenipotenciario de la mayor empresa del mundo: los Estados Unidos de América. Su sucursal en medio oriente es Israel. Su CEO filial en estas comarcas se llama Javier Milei.
Pues bien, este Trump desatado debería convocar a una reunión de emergencia de todos los países latinoamericanos que aspiran a seguir siéndolo (con excepción provisional de Argentina). La agenda de ese encuentro no debería ser otra que el asunto de ver cómo enfrentamos juntos el imperialismo yanqui, un concepto que creíamos difunto y que hoy nos tose feamente en la oreja. La máquina del tiempo inventada por el trumpismo nos ha regresado a Monroe, el quinto presidente de los Estados Unidos que le advirtió a Europa que “América era para los americanos”. Sus hagiógrafos dijeron que esa frase aludía a la autonomía de los países liberados de las tutelas del viejo mundo, pero la historia demostró al final que las palabras de Monroe se refirieron a que nadie debía discutir la hegemonía norteamericana en la región.
Latinoamérica tiene ahora un gran pretexto para salir de sus nacionalismos raquíticos y hallar una causa común. La dignidad está en juego. El imperialismo yanqui nos amenaza con un surtido de vejaciones y maltratos y lo único que vemos, por ahora, es que una ministra chilena dice que está dispuesta a recibir expulsados aéreos y que el canciller del Perú, más sumiso que nunca, repite lo mismo. Y ya sabemos lo que pasó con Petro, presionado por los balidos de su gabinete y asustado por los aranceles.
¡Que se metan sus tasas por donde les aconseje su médico de cabecera! No todo puede ser aduanas, miedos de directorio, meaditas de cónsules encubiertos, ayes de cancilleres.
¿Seremos capaces de recordar que somos países que merecen respeto? ¿Evocaremos a Bolívar o nos quedaremos con algún Batista? ¿O será que el sometimiento, viejo tutor de estas latitudes, nos llamará al orden y volveremos a ser la comparsa regatonera de esta mala película?
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 718 año 15, del 31/01/2025
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