César HildebrandtCaen techos, puentes, famas y derechos.
El Perú es un país en caída libre, un homenaje a Newton, un suicida que acude a su destino de hormigón y sangre.
Pero no lo olvidemos jamás: el Perú de los Rodríguez-Pastor es el país del fujimorismo que nos pudrió. O sea, el reino de los agroexportadores que se hicieron leyes propias, el del saqueo generalizado de las ventas de empresas públicas, el de las leyes desreguladoras y el dominio absoluto de lo privado (después del asesinato conceptual del interés público).
Hay columnistas de la derecha achorada que no han nombrado a Rodríguez-Pastor entre los responsables de lo sucedido en Trujillo.
Bien saben por qué lo hacen. No vaya a ser que alguien asocie a Rodríguez-Pastor con la putrefacción fujimorista. ¿O ya olvidamos que el dueño monopólico del negocio farmacéutico, preocupado por las elecciones, le dio 200,000 dólares a la heredera? ¿O es que no recordamos que la ley que impide a los municipios el cierre de los centros comerciales tiene nombre propio y se llama Guerra García porque fue el difunto Nano el que, a nombre de Fuerza Popular, la presentó y sostuvo?
La derecha peruana encontró en Alberto Fujimori al canalla que la historia le había negado. Manuel Pardo fue un tibio liberal que, cuando las circunstancias empujaron, nacionalizó el salitre. Nicolás de Piérola era básicamente un aventurero, pero nadie pudo acusarlo, con pruebas, de haber robado un centavo al fisco. Benavides estuvo demasiado ocupado en cuidarle las espaldas al orden oligárquico como para aspirar a más. Manuel Prado, el hijo del traidor, fue un frívolo que degustó el poder a sabiendas de que no era del todo suyo. Odría vivió tiempos de alzamiento social y, al margen de la casa que le regalaron los golpistas del 48, se dio el lujo de hacer vivienda social y colegios estatales de gran tamaño.
No eran ejemplos a seguir. La derecha insaciable de este país necesitaba un miserable de verdad. Alguien que reuniera la falta de escrúpulos de José Echenique, la codicia sin pasaporte de Mariano Ignacio Prado, la cobardía de Miguel Iglesias, el instinto popular y represivo de Augusto Leguía. Todo eso mezclado en una licuadora y agitado unos minutos. De esa memoria líquida y espesa salió Alberto Fujimori, el dios pagano de nuestra derecha. Él creó el Perú de las recaídas.
El techo que mató a seis personas e hirió a más de 80 es la consecuencia de la sacralización de lo privado y el dominio de una narrativa que ha entrado por vía endovenosa entre los desclasados. Ese relato te dice que el capital se asusta cuando lo fiscalizas, que las inversiones se van cuando el Estado regulador ejerce sus funciones, que lo mejor es que la política acompañe a los empresarios en el acto patriótico de crear empleo y riqueza. Y que cualquiera que no piense así es un caviar, es decir un terruqueable, un hereje que hará que la economía se estanque.
Pero, eso sí, si las cosas no salieran bien, como ocurrió con los bancos Latino o Wiese, como ocurre ahora con Telefónica, entonces sí se apela al Estado para iniciar un proceso que permite no pagar las deudas.
El pueblo se ha tragado toda esta patraña porque se la han embutido la televisión secuestrada, la radio comprada al peso y los diarios que son parte de la farsa.
Hasta que se cae un techo y mata a seis.
Entonces salen alcaldes vigilantes, bustos parlantes que se preocupan por las víctimas, editoriales jaquecosos que aluden a remotas responsabilidades.
Pero nadie dice la sencilla verdad: el archibillonario Carlos Rodríguez-Pastor le encargó la construcción de sus centros comerciales a quienes podían ahorrar en ingeniería, cálculos estructurales y materiales. Todo fue tercerizado hasta donde podía estirarse y varias huellas claves fueron atenuadas. Y eso debería ser considerado un delito. Rodríguez-Pastor debería asumir judicialmente su responsabilidad.
Pero no. Sale la abogada Romy Chang, tan solapa como siempre, y dice, en nombre de Rodríguez-Pastor, que la empresa se hará cargo. ¿Cómo? ¡Con veinte millones de soles! El reparto sale a 227,000 soles per cápita, entre muertos y heridos.
No lo olvidemos más: el Perú donde los privados hacen lo que quieren (porque lo demás es “comunismo”) es el que fundó Fujimori. Es el que la derecha mantiene a punta de muertos, cuando es necesario, y de mentiras, que es lo de siempre.
Por eso es que Dina Boluarte resulta tan afín para la derecha. Como ha observado el columnista Richard Arce, la señora que va a Palacio ha llamado opa al gobernador de Apurímac por no presionar para que los proyectos de esa región merezcan un trato privilegiado ahora que ella, apurimeña, está en el poder. Opa es una palabra quechua que puede traducirse como tonto, tetudo, bobo. Como señala Arce, lo que Boluarte le está diciendo al gobernador es que no está aprovechando la ventaja. En resumen, que está perdiendo una gran oportunidad.
Eso es fujimorismo puro. Como cuando la heredera de nuestra yakuza exigió a su bancada que se opusiera a los octógonos preventivos para pagarle así el favor a Dionisio Romero Paoletti, el dueño de Alicorp que le había entregado tres millones y seiscientos mil dólares en efectivo para la campaña electoral.
Ese es el Perú de la derecha en modo buitre. Ese es el Perú que mata cuando puede. Y que calumnia a quien no está en el juego.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 722 año 15, del 28/02/2025
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