Ronald Gamarra
"El tribunal no ha aceptado la pretendida aplicación inmediata y sin reservas de la ley"
En el juicio oral que actualmente se sigue por el caso Cayara, se produjo el primer encontrón en torno a la aplicación de la reciente ley de amnistía aprobada de forma anticonstitucional y anticonvencional por el pacto mafioso que domina el Congreso y promulgada por Dina Boluarte, en abierta violación de las disposiciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Como sabemos, la amnistía fue promulgada en una ceremonia solemne y macabra, con olor a cuerpos quemados, con ayes de campesinos sometidos a tortura y con lágrimas de mujeres violadas, en la cual la presidenta no tuvo ningún empacho en abrazarse con un sentenciado por los asesinatos del destacamento Colina como si fuera un héroe y no un individuo que ha cumplido condena por su responsabilidad en crímenes repudiables.
En la reciente audiencia del caso Cayara, ocho militares señalados y sin decoro se acogieron a la ley de amnistía, alegando que debía beneficiarlos de manera inmediata, de tal suerte que el juicio debería cesar en el estado en que se encuentra y el caso ser archivado definitivamente por el tribunal. Dos de los acusados interpusieron recursos formales por escrito y en la misma audiencia otros seis, entre ellos el general José Valdivia Dueñas, que en ningún momento se ha dignado presentarse al proceso, se adhirieron a la misma exigencia a través de sus abogados. Se acogen a la írrita, ladina amnistía como quien dice “ampay, me salvo”, y a otra cosa, mariposa.
La representante del Ministerio Público se opuso a la pretensión planteada por los militarotes (básicamente por sus abogados, pues la mayoría de ellos no se presenta al juicio oral). La fiscal del caso, quizá iluminada por la auroral y digna postura de Ana Cecilia Magallanes en 1995, argumentó que la ley de amnistía es inaplicable por ser contraria a la Constitución y a los tratados internacionales suscritos por nuestro país en materia de protección de derechos humanos, que están por encima y predominan sobre la ley arbitrariamente aprobada y promulgada en contra del orden jurídico del país. En consecuencia, el juicio oral debería continuar sin interrupción hasta su finalización.
En igual sentido se pronunciaron los abogados de las víctimas y sus familiares, subrayando además el enorme esfuerzo que han desplegado en casi 40 años para lograr llegar a una instancia judicial, tiempo en el cual el Estado, a través de sus diferentes gobiernos y autoridades, impidió de diversas formas toda posibilidad de identificar a los responsables de la masacre de Cayara y hacerlos comparecer ante un tribunal. Subrayaron que, incluso, los que actualmente están acusados del espanto que fue ese crimen ni siquiera cumplen con presentarse a las audiencias, a pesar de lo cual tampoco son buscados y conducidos a ella por la fuerza pública.
La Sexta Sala Penal Superior, donde se ventila el juicio oral por el caso Cayara, tomó una decisión importante ante la exigencia planteada por los abogados de los acusados. No la más justa, no la correcta, no la que pudo y debió adoptar conforme a sus convicciones jurídicas y a los estándares interamericanos en materia de derechos humanos, no siguió el precedente Saquicuray: declarar inaplicable la ley en el caso en concreto, y punto, continuar con el episodio judicial. Pero, en fin, rechazó la pretensión de los solicitantes de aplicar, aquí y ahora, con carácter inmediato la ley de amnistía, disponiendo la prosecución del juicio oral hasta su culminación, y definiendo que la cuestión promovida por los encausados se verá cuando el juicio termine y se dicte la sentencia que corresponde. Es decir, que de ninguna manera se quebrará el juicio, ni se archivará, y que de todos modos habrá sentencia.
De este modo, si bien ha pateado el tema de la descarada, ladina amnistía, para el final de los tiempos, cuando pudo resolverlo en el acto, el tribunal no ha aceptado la pretendida aplicación inmediata y sin reservas de la ley, que pretende quebrar las investigaciones y procesos en beneficio de estos militares que deshonraron a su institución cometiendo crímenes de lesa humanidad como la tortura, el asesinato de civiles –campesinos todos– o la violación sexual. Por el momento, es un primer punto en contra de la impunidad de crímenes que no tienen perdón alguno, de resistencia a los alegatos de olvido de los sometidos a una justicia tardía, de aguante ante la arremetida contra la justicia y la memoria por parte del pacto mafioso.
Por lo dicho, hay que tomar las cosas con prudencia, y acompañar y fiscalizar la actuación de los magistrados que integran el tribunal local, así como exigir y esperar un pronto pronunciamiento de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que prive a la ley de todo efecto jurídico, porque podría suceder que, al dictar la sentencia, la ilustrísima Sexta Sala Penal Superior nos sorprendiera disponiendo la aplicación de la ley de amnistía. Tenemos confianza en que no sea el caso, pero no podemos dejar de expresar el temor de que pudiera suceder. Lo cual, por el momento, no nos impide reconocer, a pesar de todo, esta primera decisión, pues el derecho y la justicia no pueden ni deben ser doblegados por pactos en trastienda que pretenden burlar el derecho de las víctimas y sus familiares.
Como recordamos, la masacre de Cayara fue perpetrada el 14 de mayo de 1988 en la provincia de Fajardo, departamento de Ayacucho. Alrededor de 40 campesinos de la comunidad de Cayara fueron torturados y ejecutados por personal del Ejército. Previamente se había registrado un ataque de Sendero Luminoso contra un convoy militar en la localidad de Erusco, en una curva de la carretera que pasa cerca del pueblo de Cayara, donde cuatro militares fueron asesinados y otros 15 quedaron heridos. La columna senderista, por cierto, fugó de inmediato.
El Ejército montó entonces un operativo de represalia bajo la premisa de que la comunidad era parte de una “zona roja” y dio muerte a decenas de campesinos, incluidos ancianos y menores de edad, considerándolos como “base social” del terrorismo. Fue una operación llevada a cabo en el marco de una concepción profundamente equivocada, en la cual la población no se considera como un objetivo a proteger, sino como un objetivo de guerra, con el prejuicio de que los campesinos eran por sí mismos una “base social” del terrorismo, a la cual había que intimidar o represaliar con medidas extremas.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 746 año 16, del 22/08/2025
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