6 de noviembre de 2023

Genocidio en vivo

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Daniel Espinosa

Ya van 27 días de horror. Los palestinos están siendo barridos de la Franja de Gaza a punta de bombardeos que pretenden desplazarlos hacia el Sinaí egipcio, donde el régimen de Benjamín Netanyahu se encargará de que permanezcan indefinidamente. Una vez cruzado el paso sureño de Rafah, no se les permitirá volver y la limpieza étnica que estamos presenciando en vivo y en directo quedará consumada.

A casi un mes de iniciado este nuevo capítulo de la catástrofe palestina, el conteo de muertos se abulta –acercándose a los 10,000–, los misiles alcanzan hospitales, mezquitas, centros para refugiados y escuelas, y uno se pregunta cuántos miles de niños más tendrán que ser masacrados para que se detenga este genocidio tan occidental, autorizado por los Estados Unidos del demócrata Joe Biden y alentado por la Unión Europea de la demócrata cristiana Úrsula von der Leyen. Las crudas imágenes que salen de Gaza –con enorme dificultad debido a toda clase de abusivos bloqueos– dan muestra de que la humanidad sigue extraviada en las mismas junglas de siempre, sin un derecho ni una justicia internacionales que se apliquen a todos por igual.

En cambio, el “orden basado en reglas” que Occidente impone vuelve a convertirse en un baño de sangre inocente y los crímenes de guerra se multiplican.

NACIÓN RENEGADA

Sin embargo, el brutal avance israelí sobre Gaza debe encarar una derrota indeleble en otro frente: el de la opinión pública global. En París, Washington y Londres, cientos de miles salieron el último fin de semana a las calles a mostrar su apoyo a los palestinos, dándoles la contra a sus respectivas élites y desafiando a unas fuerzas del orden cada día más censuradoras y represivas. El último sábado, en la terminal de trenes más importante de Nueva York, miles de judíos le dijeron a Israel “no en mi nombre”. Otros cientos de miles se manifiestan en contra del genocidio en curso en decenas de ciudades alrededor del mundo, sumándose a multitudes que ya han superado ampliamente el millón de personas.

Esta respuesta popular trae a la memoria las marchas en contra de la invasión de Irak, de 2003, igualmente masivas. La opinión de toda esa gente importaría muchísimo si viviéramos en verdaderas democracias. No importó en cuanto a Irak y no importa lo suficiente ahora en cuanto a Palestina, que se prepara para una incursión terrestre.

En Naciones Unidas, el secretario general Antonio Guterres tuvo la audacia de salirse del libreto para señalar un par de obviedades, como que el ataque de Hamás del 7 de octubre “no sucedió en el vacío”, o que “los palestinos han estado sujetos a 56 años de sofocante ocupación”. Pudo haber sido más tajante –el portugués se limitó a aportar un poco de ese contexto que el aparato de propaganda occidental suele omitir–, pero su breve transgresión a la regla tácita de jamás criticar a Israel igual se tradujo en sendas pataletas. El ministro de exteriores de Netanyahu canceló una cita con Guterres y el embajador israelí para Naciones Unidas amenazó con negarles visas a los representantes del organismo.

Israel es lo que Noam Chomsky llamó una “nación renegada” (rogue state). No está acostumbrado a seguir las reglas y tampoco tolera recriminaciones. Las últimas declaraciones de varios de sus líderes dan muestra de una gran arrogancia, pero también sugieren que su establishment político y sus aliados internacionales viven en una realidad distinta, algo oscurantista y predemocrática. La retórica fascistoide ha recrudecido debido al frenesí guerrerista israelí, pero no es excepcional. En 2018, la cuenta de Twitter del primer ministro israelí publicó este mensaje que hace acordar a las cavernas: “El débil se derrumba, es asesinado y borrado de la historia, mientras que el fuerte, para bien o para mal, sobrevive. El fuerte es respetado y se hacen alianzas con él, y al final la paz se hace con el fuerte”.

El pasado 10 de octubre, el vocero de las Fuerzas de Defensa de Israel, Daniel Hagari, dijo que “cientos de toneladas de bombas” ya han sido arrojadas sobre la Franja, añadiendo sin sonrojarse que “el énfasis no está puesto en la exactitud sino en la destrucción”. Unos días antes, Ariel Kellner, miembro del Parlamento israelí e integrante del Likud de Netanyahu, ya había dicho lo siguiente: “Ahora, un único objetivo: ¡Nakba! Una Nakba que haga palidecer a la de 1948” (la Nakba fue la catastrófica expulsión de unos 700,000 palestinos de sus pueblos; muchos de ellos terminaron en Gaza).

Por si eso fuera poco, el mismísimo presidente de Israel, Isaac Herzog, ya había acusado a todos los palestinos de ser cómplices de las acciones terroristas de Hamás. “La retórica sobre civiles que no están conscientes o involucrados (con Hamás)”, dijo el pasado 14 de octubre, “es totalmente falsa”. El consiguiente castigo colectivo –otro crimen de guerra reñido con el derecho internacional– también es una institución israelí: cuando un palestino es acusado de “terrorismo”, todos sus allegados pueden ser castigados sumariamente mediante la demolición del domicilio familiar.

A la matonería sionista hay que sumar la de los radicales estadounidenses, como el senador Lindsey Graham, que le dijo a Fox News que “nos encontramos en una guerra religiosa. Estoy con Israel. Hagan lo que demonios sea necesario para defenderse. Aplanen el lugar”. La congresista republicana Marjorie Taylor Greene tuiteó: “Cualquiera que esté a favor de Palestina está a favor de Hamás”. Esa es la premisa que varios gobiernos del mundo “libre” están usando para intentar limitar las manifestaciones civiles en defensa de Palestina, aunque la retórica usada por políticos como Emmanuel Macron no suele ser tan abiertamente homicida como la de los republicanos estadounidenses. La cosa no pinta mucho mejor del lado demócrata (o laborista, en el caso británico): tanto Bernie Sanders como Keir Starmer, cabezas del “progresismo” a ambos lados del Atlántico Norte, están siendo duramente criticados por sus posiciones prosionistas.

El periodista británico Chris McGreal, quien cubrió el genocidio de Ruanda, dice que el lenguaje con el que Israel viene acompañando la demolición de Gaza le resulta dolorosamente familiar (“The Guardian”, 16/10/23). Otro periodista, Wael al Dahdouh, perdió a su familia el último 13 de octubre por obra de los misiles israelíes. El hombre de la cadena catarí “Al Jazeera”, una de las pocas empresas de noticias de gran envergadura con sucursal en la Franja, volvió a su puesto solo dos días después de la tragedia que acabó con la vida de su esposa, su hija y su nieto. “Al Jazeera” se ha vuelto una piedra en el zapato occidental y, por eso, el secretario de Estado de EE. UU., Antony Blinken, recientemente le pidió al gobierno catarí que le “baje el tono” a su cadena de noticias.

La censura viene de todos lados: cuando no son los representantes de los gobiernos del “mundo libre” los que exigen censura, los mismos editores entran a tallar para imponer la línea proisraelí. En Alemania, Axel Springer –la corporación dueña del medio estadounidense “Politico” y del alemán “Die Welt”, entre otros– conminó a cualquier empleado que apoye la causa palestina a renunciar. Políticas parecidas también han afectado a la BBC, a la Associated Press, a “The Guardian” y a la CNN, que en 2018 ya había despedido al presentador de noticias Marc Lamont Hill por hablar en favor de una Palestina libre.

Lenguaje genocida y un periodismo que hace juramentos de lealtad. En momentos como estos, sale a relucir la bancarrota moral del “orden basado en reglas”.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 660 año 14, del 03/11/2023

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