10 de marzo de 2024

Perú: El legado sangriento de Otárola


Juan Manuel Robles

No es casual que Alberto Otárola salga envalentonado a “despedirse” del cargo, como quien pasa a una nueva etapa profesional en busca de otros horizontes. Es delirante que insinúe que las masas le deparan una carrera política (en realidad, más probable es un linchamiento si se le ocurre aterrizar en la ciudad equivocada) pero hay algo monstruosamente cierto cuando se jacta de haber sido un rompemanifestaciones de gran calibre. Otárola fue el siniestro operador de un gobierno que, podríamos decir, rompió el tabú de la muerte como una falta grave que obliga a renunciar, o genera una crisis terminal. Hasta Manuel Merino, las muertes fueron un escándalo sonoro, como el disparo feroz que termina amargamente con una trifulca que nadie está dispuesto a continuar.

El gobierno de Dina Boluarte acabó con esa dinámica, que por un tiempo fue parte de las reglas del juego político en democracia. La muerte de civiles, que existe en todos los gobiernos, conlleva costos políticos que pueden ser terminales según cómo se cometa: por exceso numérico de víctimas, por su evidente desproporción, por el fallecimiento de civiles y menores de edad. Dina Boluarte cumplió todos los checks en tiempo récord. De hecho, se sabe que en diciembre del 2022 la sucesora sintió la presión de las muertes acumuladas y quiso renunciar, repetir el libreto que muchos esperaban. Fue entonces cuando la figura de Alberto Otárola se hizo fundamental. El funcionario se convirtió en el ala dura, la voz mala de la conciencia para una presidenta que estaba algo perdida, el asesor de facto que desplazó a todos los asesores nominales. Convenció a la presidenta de no dimitir (según La República, la asustó con los posibles juicios por las muertes). Se volvió aliado incondicional (ineludible) y fue al frente. Nació así el Carnicero: implacable, indolente, cínico, narciso y frívolo.

Otárola supo leer que el momento histórico permitía excesos que hubieran tumbado a otros. La paranoia anticomunista sembrada por los enemigos de Pedro Castillo y alimentada por la prensa basura se potenció cuando el expresidente intentó dar un golpe (justo cuando el Congreso le iba a dar un golpe a él). Otárola entendió que era la coyuntura perfecta para resaltar a conveniencia ciertos informes de inteligencia: justamente esos que hablaban de una conexión entre los manifestantes y el terrorismo, el narcotráfico, el separatismo altiplánico y hasta el MAS de Evo Morales. Con una prensa que consiguió asociar a Castillo con Sendero Luminoso usando mentiras, la duda razonable bastó para que la ciudadanía tolere la violencia castrense. Hay límites para matar, pero si los manifestantes son senderistas esos límites no existen.

Con Otárola se hizo patente eso de que el terruqueo mata y también que el terruqueo puede salvarte (si eres un gobierno no electo y se te fue la mano con las masacres). Fue una operación de comunicación de una eficiencia espeluznante. Con esa victoria le demostró a la presidenta que podían quedarse. Los dos.

Otárola habla suelto de huesos, sabiendo que ese es su legado y su regalo a la derecha del país: a partir de lo que hicimos, pueden ustedes matar en democracia sin miedo a perderlo todo, parece decir. Les ahorramos a los futuros presidentes la necesidad de guardar las formas (y de guardar al Ejército). Hicimos lo que posiblemente ni Keiko Fujimori se hubiera atrevido a hacer, nos encargamos del trabajo sucio y vencimos. Porque de eso no hay duda. Vencieron. Cobardemente, matando a adolescentes, pero vencieron. Atemorizaron a la población, que perdió la moral y bajó la voz hasta el mutismo.

Nos criminalizaron. Nos detuvieron. Nos encarcelaron con acusaciones tan absurdas que tuvieron que soltarnos. Nos mataron.

Es posible que en su megalomanía Otárola sienta que la derecha le reconoce el mérito del encargo. Que lo aprecia. Que le agradece. Que lo protegerá. En realidad, es más como el sicario que llega a la oficina de su cliente adinerado en pleno día, y genera un momento incómodo. La propia caída de Otárola —impensable en los primeros meses del 2022— evidencia su condición de fusible.

Se irá conociendo más del expremier, un nuevo personaje siniestro y oscuro, de los tantos que hemos tenido. Porque es innegable: se ganó su lugar en esa galería infame. Algo del perfil del político se puede encontrar en el libro Nuestros muertos, de Américo Zambrano. Allí queda retratado Otárola en varios momentos, y en especial en el día en que fue al Congreso a solicitar el voto de confianza. Varios congresistas le gritaron asesino, fueron hostiles. Los acompañantes de Otárola se asustaron. “Es un show, todo va a salir bien”, respondió el ministro que ya se sentía invencible.

Otárola, como algunos de los hombres más repudiables de la historia política, es un converso. Antes de ser el responsable político de la última gran violación de derechos humanos de un gobierno de derecha en el Perú, fue un político de izquierdas progresista, de esos que aplauden a Lula en las redes sociales. Cuando murió Nano Guerra García, su amigo y también converso, escribió un tuit emotivo en que citaba a Silvio Rodríguez: “Lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida”. Díganme si hay algo más retorcido que esa frase pronunciada por el señor.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 676 año 14, del 08/03/2024

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