Daniel EspinosaDonald Trump exige Groenlandia, el Golfo de México y el Canal de Panamá. Los quiere y no se avergüenza de decirlo abiertamente. Al republicano tampoco le interesa ocultar la naturaleza oligárquica de su recién inaugurado régimen y por eso en su reciente toma de mando sentó en primera fila a tres de los hombres más ricos del planeta: Jeff Bezos, Mark Zuckerberg y Elon Musk, quien luego celebró la investidura con un par de excitados saludos nazis.
Cuando Trump irrumpió en el escenario político hace una década, la mayoría de los magnates de Silicon Valley se mostraron abiertamente en contra de lo que el republicano decía representar. Pero la oposición de estos barones de la tecnología y otros elementos de la élite occidental nunca partió de principios éticos: era un asunto de imagen y retórica.
Lo que descolocaba y llenaba de preocupación a este establishment era la posibilidad de que el republicano desbaratara cien años de propaganda diseñada para disfrazar su imperialismo y sus saqueos como “promoción de la democracia”. Trump sería el imperio sin máscaras. La farsa más costosa y mejor organizada de la historia se iba al garete.
Con el republicano en la Casa Blanca, el aún poder hegemónico ya no nos doraría la píldora con peroratas sobre libertad y derechos humanos. Occidente tendría que renunciar a toda pretensión de superioridad moral.
Pero la agresividad del flamante inquilino de la Casa Blanca responde a una mezcla de arrogancia y desesperación: es el declive terminal de Estados Unidos expresado en una gran pataleta.
El megalómano de la melena rubia y su banda de ultrarricos –herederos de un poder político global amasado por hombres mucho más capaces que ellos– quieren hacerle creer al mundo que el declive estadounidense responde a la supuesta costumbre de despilfarrar dinero en “proteger a sus aliados” y garantizar el “orden internacional”.
Tonterías. El dinero que EE. UU. aporta a instituciones como la OTAN siempre ha servido a los objetivos del imperialismo, no a la protección de sus aliados o un supuesto “orden liberal”. Como dice el reconocido analista internacional John Mearsheimer, si Europa no invierte más en la OTAN es, simple y llanamente, porque sus líderes entienden que la “amenaza rusa” es pura propaganda y no un peligro real.
En su discurso de investidura, Trump revivió el fantasma del “Destino Manifiesto”, la ideología racista que legitimó el exterminio de los indios americanos. Ella sostiene que Estados Unidos es el dueño legítimo de todo nuestro continente y sus recursos naturales. Fue una amenaza abierta contra el “patio trasero” latinoamericano y su soberanía.
Sin embargo, quien le dio el golpe de gracia al “orden internacional basado en reglas” –ese que Trump ya no honrará– no fue el nuevo presidente yanqui sino su antecesor, “Genocide Joe”. Su régimen, facilitador indispensable del genocidio gazatí, le demostró al mundo que una limpieza étnica de corte colonialista aún es posible en el siglo XXI, incluso a vista y paciencia de un mundo conectado a internet. Lo que digan Naciones Unidas y la Corte Penal Internacional les vale dos pepinos.
En los días posteriores a su investidura, Trump se refirió a Gaza como una “ubicación fenomenal”, admirando su posición frente al mar y asegurando que había que limpiar la Franja de palestinos. Su lenguaje –el de los negocios inmobiliarios– delata que, como estadista, el republicano ostenta la sofisticación de un mercachifle. Trump carece de una visión política coherente y su gobierno solo conseguirá confirmarle al mundo que el imperialismo yanqui se encuentra en fase terminal.
La tirria que buena parte de la élite occidental siente hacia Trump es proporcional a los miles de millones invertidos en un aparato de propaganda que surgió durante la Primera Guerra Mundial, cuando Woodrow Wilson creó el Comité para la Información Pública (CIP). El éxito de esta agencia le demostró a la clase propietaria que era posible “fabricar consentimiento”, pues consiguió llevar a una sociedad eminentemente pacifista a participar en una guerra que consideraba foránea y de poco interés nacional.
El éxito de Wilson –a quien el teórico de la comunicación Harold Lasswell llamó “Gran Generalísimo de la Primera Guerra Mundial en el frente propagandístico”– fomentó el desarrollo de la industria de relaciones públicas, que tendría entre sus más altos representantes a varios exfuncionarios del CIP.
Luego de la Primera Guerra Mundial, muchos de ellos –entre quienes destacan Edward Bernays y Ivy Lee– pasarían de vender guerra y fanatismo antigermano a promover el consumo de cigarrillos y pasta dental, empleando toda clase de técnicas de manipulación psicológica para realzar la imagen pública de la gran corporación y sus dueños. Así es como estos propagandistas de guerra se convirtieron en los padres de las relaciones públicas privadas.
Aunque muchas de las técnicas propagandísticas que dominaron el siglo XX han sido adjudicadas a Goebbels y a los nazis, lo cierto es que Hitler atribuyó la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial a “las victorias ideológicas de las agencias de propaganda británicas y estadounidenses” (Noam Chomsky, “A Few Words on Independence Day”, http://chomsky.info).
Preocupados por este precedente, los nazis hicieron suyas las lecciones aprendidas por Bernays –e incluso reclutaron a Ivy Lee, quien viajó a Alemania para ponerse al servicio del industrial y colaborador nazi I. G. Farben–, aplicando sus conocimientos a su propia propaganda fascista.
Ochenta años más tarde, cuando la CIA se inventó lo de la “intromisión rusa” en las elecciones de 2016 –una supuesta operación del Kremlin para beneficiar a Trump– lo que estaba haciendo era proteger décadas de campañas propagandísticas y lavado de cerebros.
Sabían que el bocazas neoyorquino no respetaría el guion, tirando por la borda el costoso montaje que sostiene la supremacía estadounidense.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 718 año 15, del 31/01/2025
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