7 de febrero de 2025

La Herradura

César Hildebrandt

La Herradura fue mi breve paraíso.

Era una U como la U serpentínica del bizcochero vallejiano.

Una U de arena rubia y playa verde con muchos heladeros, olas taimadas, resacas de toda índole.

Unos parlantes daban la hora incakola y por la orilla se paseaba, más orondo que nunca, Veguita, el librero, mi librero, el librero viandante de mi generación. Pero en la playa Veguita no vendía libros sino que se hacía transfusiones de cerveza.

-Veguita, ¡qué panza! –le decíamos.

-Comprendo que también por eso me envidies –contestaba sonriendo y mostrando, sin vergüenza alguna, la boca sin un solo diente. Años después repararía su aspecto imponiéndose una dentadura que anticipaba el buen humor de sus salidas. Muchos años después, alguien me llamaría para decirme que Veguita tenía cáncer en un ojo. Poco después, murió. También murió de vender poco. Muy poco.

En La Herradura bebí las cervezas más exactas de mi vida y lo hice en un establecimiento que estaba al lado del edificio Las Gaviotas. Creo que se llamaba Samoa. O merecía llamarse así, de lo agradable que era.

A La Herradura iban las parejas de moda, las chicas que aparecían en alguna página social de “La Crónica”, los muchachos sin gomina, los yerberos de la tabla, las mujeres maduras salidas de algún túnel, los viejos color alga, las damiselas que venían de comerse el mundo.

Hablo de la prehistoria. Hablo de cuando el sur no existía excepto para algunos pocos y cuando Lima, en los 60, parecía una ciudad posible al frente de un país presuntamente gobernable. Íbamos al desarrollo –nos decían– y en el camino nos pondremos de acuerdo.

En La Herradura fue que el zarpazo de una ola dejó a Manuel Ulloa sin ropa de baño, más calato que el ideario de su partido. Y en La Herradura fue que se estrenaron las tangas masculinas y los bikinis hilo dental y las carpas donde se daban adelantos nupciales.

En esa playa estaba El Suizo, el restaurante favorito de Doris Gibson, y allí fuimos a parar muchas veces a acabar con algún lenguado y a beber dosis medidas de pisco con fresa.

Un día, sin embargo, todo empezó a morir.

A algún alcalde cretino se le ocurrió dinamitar parte de los cerros que daban a La Chira y eso cambió el rumbo de las corrientes. Al poco tiempo, una mano gigante, la de la mala suerte, se llevó la arena y trajo a cambio piedras. Fue un trueque amargo que terminó con una época.

Yo había pasado los veranos de mi infancia en La Punta, que era una playa de piedras. Pero una cosa es que vayas a una playa de piedras porque te da la gana y otra es que la playa de tu adolescencia y juventud amanezca un día desfigurada y lítica. De modo que La Herradura, como casi todo en Lima, languideció.

Dejaron de ir los que la encendían y por las noches se reunían, en antros cada vez más orinientos, muchachas que estudiaban para peperas y nuevos ricos con collares de oro. Sus construcciones fueron ahuecándose, sus muros derrumbándose y del edificio de lujo por donde empezaba sólo quedaba un fantasma de salitre y óxido.

La alcaldesa Susana Villarán quiso enarenar La Herradura, pero el asunto salió tan mal como todo lo que hizo. Y ahora quieren hacer lo mismo, pero un ejército de cangrejos desnortados ha decretado un cese al fuego. Es como si la maldición persiguiera a esa playa donde tantos pretendimos ser felices. Es el karma de Lima, la ciudad a la que algún dios decidió odiar.

En el túnel de la salida a La Herradura, cuando ya no era una playa sino un ruido de piedras sobándose en el agua, mataron a un abogado vinculado a causas populares. En un departamento del edificio Las Gaviotas se suicidó Lucho Hildebrandt, mi medio hermano. La neurosis lo empujó a no querer hacerse más preguntas incontestables. Fue el más valiente de la tribu.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 719 año 15, del 07/02/2025

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