Ronald GamarraCiertamente, una tarea central de estos tiempos malevos y fachas, tan propios de la doméstica Dina y el bravucón de los yunaites, es la lucha por el respeto a los derechos humanos y la defensa del propio Derecho, con mayúscula.
Los derechos humanos –le joda a quien le joda– son aquellos irrenunciables e incuestionables que protegen los atributos innatos que corresponden a la dignidad del ser humano, a los que se agregan los que se adquieren en el curso de la vida como resultado de una actividad o de una situación específica. Sin ellos, la cueva y la barbarie. Trump y Netanyahu. Keiko y Porky. El Derecho, por su parte, es la condición para la realización de los primeros.
El Derecho se construye colectivamente sobre la base de valores compartidos que sirven de guía a la cual se debe aspirar de forma permanente: la justicia, la igualdad, el bien común, la soberanía del pueblo, la democracia. Palabras mayores, casi poesía. Las normas aspiran a armonizar esos intereses con la organización sociopolítica y sus instituciones. Por ello, van perfeccionándose, se reforman, se adecúan a la evolución general de los conceptos con miras a acercarse paso a paso a su más plena realización en función de la dignidad humana. La de todos, sin excepción.
Todo lo anterior en la teoría, en la prosa de los jurisconsultos y en las facultades de leyes, claro. No hay que ser mensos ni borregos. Porque en la realidad, los derechos y el Derecho están bajo permanente ataque y en peligro constante de ser desnaturalizados, falsificados, recortados o simplemente suprimidos y arrasados. Los derechos y el Derecho son un estado de lucha y alerta constante contra sus enemigos, antes que una situación ideal o paradisíaca. Los derechos y el Derecho no son ingeniería social sino el resultado de la lucha colectiva, del trabajo en sociedad, de la pugna política, por hacerlos realidad y abrirles paso en situaciones frecuentemente desfavorables.
Así fue antes, así es hoy. Es lo que ocurre en nuestro país. Es lo que pasa en el mundo. A veces, los derechos y el Derecho, la democracia, la justicia, el bien común, gozan de viento favorable y pueden avanzar. Pero estas breves primaveras hacen que olvidemos lo que costó conquistar tales progresos y entonces se abre la temporada de los retrocesos, la contraofensiva de los reaccionarios, el retorno del espíritu de Auschwitz. Todas las sociedades experimentan esta dialéctica de desarrollo y hundimiento, no siempre con resultados alentadores. La extensión de la instrucción pública alienta en general, aunque no siempre, las fuerzas de la civilización.
No olvidemos tampoco que el Estado de Derecho –la concreción normativa e institucional de la organización política de la sociedad para la protección y ejercicio de los derechos fundamentales y adquiridos– se ha realizado muy pocas veces en la historia. En realidad, es una creación, una aspiración de los dos últimos siglos, que después de la Segunda Guerra Mundial alcanza cristalización en una cantidad importante de países. El desarrollo del Estado de Derecho va de la mano con el bien común y la prosperidad colectiva. Las fuerzas retardatarias, las que combaten de diversos modos el Estado de Derecho, o lo socavan, son muy poderosas y existen y actúan también en los países considerados como democracias consolidadas.
Lo vemos en nuestro querido como sufrido país. Quien hubiese abrigado la ilusión de que la caída de la dictadura de Fujimori y Montesinos, en el año 2000, abriría paso, esta vez, a una democracia basada en un Estado de Derecho más sólido que nunca antes, hoy sería testigo del desmantelamiento sistemático de lo poco que pudo construirse de aquel Estado de Derecho por parte del fujimorismo supérstite y sus aliados de ultraderecha, más los oportunistas que nunca faltan, todos apandillados para aprovecharse del Estado, saquearlo al máximo y ponerlo a su servicio.
A nivel internacional vemos un proceso análogo. El ascenso de una derecha, en realidad extremista y en muchos casos neofascista, está subvirtiendo la normatividad y la institucionalidad internacional, que desprecia abiertamente y se propone menoscabar al máximo. Un nuevo nacionalismo de gran potencia impone un nuevo estilo en las relaciones internacionales, caracterizado por la prepotencia, el garrote y el exterminio. Y ahora el presidente matón de la superpotencia mundial se permite hasta exigir la incorporación de territorios y países soberanos, tal como lo hizo el tirano y genocida del mostacho en los años 30 del siglo pasado.
Ante la arremetida de la nueva ultraderecha contra el Estado de Derecho y el Derecho Internacional, no cabe sino unirse para reafirmar su valía y vigencia. Esta fachería quiere arrinconar y volar por los aires el Derecho Internacional. Esta mugre pretende desconocer la propia dignidad del ser humano. No es casualidad que sus lacayos locales como el fujimorismo y el porkismo exijan que el Perú repudie los tratados internacionales sobre derechos humanos. Los une el infecto cordón umbilical de su repudio a los derechos y el Derecho, artefactos culturales que protegen a las personas, las mujeres, la niñez, las minorías, los diversos, los pequeños, los trabajadores, los desplazados, la inmensa mayoría del mundo. A usted, sí, a usted, y a los suyos.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 719 año 15, del 07/02/2025
https://www.hildebrandtensustrece.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario