15 de noviembre de 2024

Grandes siglas

César Hildebrandt

Después de que los hombres decidieran matarse en masa en 1914 empleando hasta gases de cloro y mostaza, agonizando lentamente en las trincheras, despedazándose desde lejos gracias a la nueva artillería, vino la Liga de las Naciones en 1919. Fue un acontecimiento. Fue el fin de la historia adelantado. Fue el maná del arrepentimiento que nos haría buenos y pacíficos.

La humanidad firmaba el pacto de la concordia y la paz. Estados Unidos y Europa se adherían a la solución arbitral de los conflictos y a la reforma radical de las relaciones internacionales. Siglos de armonía habrían de esperarnos.

Pero diez años después, en 1929, estalló la gran crisis económica mundial y los buenos oficios se archivaron. La escasez y el miedo hicieron lo suyo, las cavernas volvieron, los dientes mostraron sus promesas caníbales y los fascismos –el ya instalado en Italia, el inminente en Alemania, el activo en Japón– se municionaron mientras las democracias se llenaban de palabras y aplazamientos.

Entonces, en 1939, veinte años después del contrato por la paz, volvió la orgía de barbarie, la vieja vendimia de la sangre del otro. Pero esta vez todo fue peor. Los nazis añadieron a la guerra la infamia del antisemitismo asesino y Europa regresó a la furia que tan célebres había hecho, durante tantos siglos, a sus héroes carniceros. Fue la catástrofe del ser humano como irónica creación de dios, fue la cordura despidiéndose del mundo. Y cuando Truman decidió que Japón merecía el apocalipsis del uranio y el plutonio hechos alquimia de la muerte en Los Álamos, supimos, de dos bombazos, que dios no nos vigilaba desde algunas brumas santas sino que domiciliaba en la Casa Blanca y fumaba marlboros.

Sesenta millones de muertos nos costó el episodio. Y de esa escombrera no salió la penitencia con ganas de enmienda. Emergió, más bien, la guerra fría, que era la manera de avisarnos que todos seríamos poca cosa, candidatos a ceniza, a la hora que los grandes enemigos decidieran apretar los botones de la fatalidad.

Y lo que salió también fue la ONU, que ahora sí, no lo dude usted aguafiestas, nos libraría de la bestia humana y educaría al simio armado y obligaría a la evolución a dar un salto.

Pero pronto, de inmediato, la farsa quedó al descubierto. La Organización de las Naciones Unidas creó el estado Israel imponiéndolo en territorios habitados secularmente por palestinos. El resultado fue una masacre, un gran exilio, un despojo mayúsculo. La ONU creó Israel sin siquiera decirle al mundo que la mayor parte de sus fundadores habían hecho uso del terrorismo para imponer su nacionalismo sectario y rencoroso.

Con los años, y cada vez más, la ONU fue el teatro de los discursos y el desfile de las buenas intenciones. Hasta que se convirtió en lo que es ahora: la entidad que Israel bombardea por interpósita persona, el Consejo de Seguridad que todo lo atasca por el poder de veto de sus anacrónicos mandamases, la retahíla de resoluciones vinculantes que nadie cumple, la burocracia enorme que ningún mal puede impedir.

Mi escepticismo respecto de los grandes pactos y los magnos eventos crece cada día que pasa.

¿Alguien me puede decir de qué sirve, a estas alturas del trabajo esclavo, los salarios mínimos y el poder sindical hecho añicos, la Organización Nacional del Trabajo? Son las corporaciones y el poder mundial de las oligarquías quienes deciden al respecto. ¿Alguien me puede informar cuántas hambrunas africanas evitó la FAO? Los billones de toneladas de alimentos que sobran entre los ricos van a los vertederos. ¿Alguien alabaría la conducta de la Organización Mundial de la Salud durante la pandemia del Covid-19? Habría que saber en cuánto aumentaron sus astronómicas ganancias las farmacéuticas que fabricaron las vacunas.

Y en otro plano, ¿alguien se atreverá a decirnos que las sucesivas COP han atenuado las averías del calentamiento global de origen humano, el cambio amenazante de los océanos, la fiereza de los nuevos vientos, las sequías aniquiladoras? Que lo digan los productores de soya que hunden su pezuña en la selva, las petroleras que pagan a escribas mercenarios, el equipo del Trump reincidente que insiste en el carbón.

Las grandes siglas del poder mundial y los consensos colosales son purita ilusión y marquesinas. Los crédulos confían en esas luces y la prensa del entretenimiento sigue el compás.

Lo único que funciona en este siglo de vulgaridad totalitaria es el negocio, la expansión de las potencias, el reparto de los suburbios, la guerra de las divisas, el credo de la codicia, los mercaderes que ni Jesús se atrevería a echar de ningún templo. Lo que valen son los dividendos y los puertos. Y el Perú ha demostrado en este APEC que tiene voluntad, una vez más, de servir al amo que mejor se le ofrezca y de aceptar su rol de subalterno vocacional.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 709 año 15, del 15/11/2024

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