César Hildebrandt
"Pero nos duele aún más saber, con la ciencia cierta del repaso histórico, que todo habrá de empeorar"
La democracia es lo que pudimos tener.
¿Pero la merecíamos?
Creo que no.
Una democracia se hace con ciudadanos, con gente que aspire a un contrato social basado en la meritocracia, por un lado, y en la compasión social, por el otro. La primera permitirá el éxito de los mejores. La segunda impedirá que los menos dotados sean castigados con la incertidumbre y la miseria.
Debe haber una voluntad plural para crear un sistema de convivencia regido por el orden que emana de la justicia.
Pero en el Perú esa voluntad no existe. Somos una federación de tribus enemistadas. Y la democracia nunca ha sido nuestra preocupación. Es más: cuando la democracia arroja resultados que no nos agradan, gritamos que hay fraude, como en el caso de Castillo, o bloqueamos el Congreso, como en el caso de Bustamante y Rivero.
Hoy vivimos una etapa especialmente gris de nuestra existencia. Al desamor por los modales democráticos se suma una suerte de aceptación nacional de la barbarie.
¿La Junta Nacional de Justicia es una banda de delincuentes que se zurran en el poder judicial? Claro que sí. ¿Y a quién le importa?
¿El Tribunal Constitucional es una patota de fujimoristas disfrazados de tribunos que acatarán lo que salga de la Yakuza anaranjada? Claro que sí. ¿Y a quién le importa?
¿La Fiscalía en manos de Tomás Aladino Gálvez es hoy una covacha de encubridores y cómplices del crimen? Claro que sí. ¿A alguien le importa?
¿El Congreso es el Tren de Porky y medran en sus filas rateros y canallas de todos los colores? ¡No hay duda! ¿Pero a alguien le importa?
Cosas parecidas podríamos decir de la Defensoría del Pueblo, de la Policía, de los jueces provisionales que reciben órdenes y de los fiscales de pacotilla que reciben dólares. Y cóleras semejantes se merecen los partidos que murieron pero siguen predicando, la prensa que murmura, las redes sociales que añaden idiotez a la confusión.
Me ha costado admitir que pertenecemos a una minoría, pero mi salud mental me exigía dar el paso. Sí: pertenecemos a una minoría quizá en trance de extinción. Somos lo que quedó de aquella clase media que compraba libros, trataba de entender los problemas desde la raíz, se equivocaba con la misma frecuencia con la que se hacía preguntas. Somos las sobras del banquete republicano que pudo ser. Y sí: nos cuesta tolerar el español que se escribe en los periódicos, el que se maltrata en las radios, el que se masacra en el habla popular de los rotafonos. Nos duele ver las consecuencias de la catástrofe cultural de estas últimas décadas.
Pero nos duele aún más saber, con la ciencia cierta del repaso histórico, que todo habrá de empeorar. No hay ninguna posibilidad –ninguna– de que salgamos de este letargo multitudinario y suicida con el elenco político y social que tenemos al frente.
No hay subsuelo que no nos espere. No hay pesadilla que no nos sueñe. No hay fracaso que no nos quiera. Tenemos los políticos que toleramos, los partidos que se volvieron males crónicos, los sinvergüenzas que prohijamos.
Y allí está la mayor creación de nuestro masoquismo –el fujimorismo– gobernando desde las sombras y deseando volver a gobernar –no importa el cómo– en 2026. El fujimorismo interpretó la picaresca peruana, le dio estatuto de himno y emblema, la convirtió en credo. Siempre nos gustó ser taimados, pero con el fujimorismo esa debilidad fue nombrada virtud cardinal. Nunca nos hemos mentido más que ahora. Nunca hemos sido más cínicos y procaces. Nunca hemos amado tanto la impostura, la coartada de la palabra y la terapia del olvido. El Perú es hoy un homenaje al barro. Lo decimos desde esa minoría que no teme morir diciendo lo que cree.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 761 año 16, del 05/12/2025
https://www.hildebrandtensustrece.com/

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