4 de marzo de 2025

Que no exista el Estado

Natalia Sobrevilla

La semana pasada conocí a alguien que me dijo que no creía que debía existir el Estado. Sorprendida, le pregunté qué era lo que tanto le molestaba de ese acuerdo en el que se basa vivir en comunidad con una serie de reglas pactadas entre todos, qué partes eran las que le parecían superfluas o innecesarias: si acaso no le gustaban las pistas y veredas, las leyes que hacen que las personas cumplan ciertas normas de convivencia; o si tal vez le parecía inútil que existieran la salud y la educación públicas, la policía, las leyes, los juzgados. De verdad que me pareció insólito que alguien pensara que podíamos vivir alegremente sin Estado, sin una base de acuerdo común mínimo.

Mi interlocutor me respondió que sí, que todas esas cosas le parecían necesarias. Le pregunté entonces, tal vez con exceso de vehemencia, si lo que quería era volver a un mundo anterior al Leviathan, ese acuerdo de mancomunidad entre las personas que Thomas Hobbes definió en su tratado del siglo XVI. Un tiempo donde, según el filósofo inglés, “la vida era solitaria, pobre, miserable, brutal y corta”. Formado en el contexto de guerras civiles y religiosas, Hobbes estaba convencido de que sin leyes, los humanos —que según él somos por naturaleza egoístas y malvados— nos dedicaríamos a robar y matar para sobrevivir. Su teoría contractual del Estado sigue siendo influyente, a pesar de todo lo que ha pasado desde entonces.

Hoy, pareciera que muchos quieren creer que no necesitamos del Estado. La famosa motosierra que Javier Milei ha puesto de moda con la idea de que hay que destruir el Estado ha viajado hasta el norte, donde Elon Musk, el principal asesor de Donald Trump, ha decidido mostrarse con una en mano diciendo que hay que arrasar con todo el constructo woke que, según él,predomina. Pero ¿es realmente que estos hombres no creen en el Estado como tal, o más bien es que no creen en las regulaciones que les impiden hacer lo que les da la gana desde el poder? Me inclino a pensar en lo segundo. Muchas de estas ideas en contra del Estado no son más que una reacción a las leyes que buscan contener su ambición desmedida.

En la última semana el presidente de Argentina se estrelló con la realidad de los mercados cuando la criptomoneda que promocionó desde su cuenta personal de X sirvió como base para estafar a miles de sus compatriotas con una pirámide donde los que estaban al tanto de lo sucedido sacaron millones de dólares de ganancias, mientras que los que se encontraban en la base perdieron todo. ¿No sería mejor que existieran medidas que limiten ese tipo de manejo, o que castigaran con el peso de la ley a quienes se aprovecharon del sistema? ¿Es la mejor respuesta a este tipo de abuso dejar de tener un Estado que vigile y ponga orden?

Lo que nos demuestran acciones como estas es que la idea no es simplemente dejar de tener Estado, sino que quienes están en el poder estén menos controlados. No es casualidad que las agencias y los organismos del Estado estadounidense que le pusieron freno a Musk en varias de sus alocadas aventuras hayan sido las primeras entidades que estén siendo desmanteladas. Una vez más, ¿se trata realmente de una aversión al Estado, o es más bien un deseo muy claro y evidente de querer ser capaces de hacer lo que quieren cuando quieren?

En el Perú llevamos años de deterioro y desmantelamiento del Estado. Quizás en eso hemos sido pioneros, aunque sin tanta fanfarria. La tragedia de esta semana en Trujillo es la muestra más clara de que ir quitándole dientes a la regulación ha permitido que los lugares de esparcimiento, como el centro comercial donde cayó un techo sobre los comensales, se conviertan en una trampa mortal. Hoy, en los análisis de lo sucedido, es evidente que la erosión de los poderes de fiscalización, en aras de defender a los inversionistas privados, ha llevado a que algunas personas hayan tenido que pagar con su vida. Y hoy resplandecen con un halo de vergüenza las leyes que ciertos congresistas impulsaron, así como las declaraciones de políticos y empresarios que repetían una vez más que el Estado es siempre incapaz, mientras que la empresa privada siempre es virtuosa. Ellos también tienen responsabilidad en esta tragedia.

No estoy tan segura de que lo que me quería decir la persona que conocí la semana pasada era que no creía en el Estado. Me parece, más bien, que pedía un Estado eficiente: que funcionara, que no fuera demasiado grande y que no se convirtiera en un monstruo que impidiera que los individuos puedan vivir de la mejor manera posible. Creo que, en el fondo, esa persona y yo no estamos tan alejadas en nuestras creencias, ya que yo tampoco pienso que debemos vivir bajo la tutela de un Estado aplastante que lo controle todo. Al contrario, estoy convencida que eso también ya lo hemos vivido y que los resultados han sido nefastos. Un ejemplo de cuan terrible puede ser el Estado cuando deja de tener límites y se adueña de todo se puede apreciar en la delicada y sutil película que se acaba de estrenar en cines, Aún estoy aquí, del brasileño Walter Salles. La cinta nos recuerda cómo los militares del país vecino dejaron de creer en el estado de derecho y atentaron contra sus mismos ciudadanos, sin que estos pudieran apelar a las leyes. Esto, que tan penosamente vivimos en casi todo el continente en el último cuarto del siglo XX, es un claro ejemplo de que el Estado no es siempre virtuoso y no en todos los casos nos protege.

En los tiempos que corren, cuando observamos atónitos al mundo cambiar a una velocidad vertiginosa, no debemos dejar de reclamar en favor del Estado. Pero no de cualquier Estado, sino de uno que nos defienda y proteja, uno que se encargue de que la vida en comunidad sea como la imaginó Hobbes: dejando de lado lo peor de la naturaleza humana.

https://jugo.pe/que-no-exista-el-estado/

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