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18 de marzo de 2025

Perú: Los TLC han muerto

Pedro Francke

"Ese mundo venía agonizando y Trump lo ha terminado de matar"

La economía peruana enfrenta un nuevo problema llamado Trump. La política de Trump ha generado caos en el comercio mundial, porque ya nadie sabe qué nuevas medidas aplicará mañana, cuáles quedarán en su lugar y en cuáles retrocederá. Ha anunciado aranceles al cobre y a todos los productos alimenticios, que son las principales exportaciones peruanas. El asunto es grave y no es sólo un tema de coyuntura. Nuestro modelo económico ha tenido en los Tratados de Libre Comercio-TLC una columna importante y ahora ese puntal ha sido demolido.

La decisión de fondo que tomaron quienes dirigieron la economía peruana en este milenio fue continuar con el modelo neoliberal que impuso Fujimori. Su idea básica fue engancharnos como furgón de cola a la economía mundial dejando que el comercio internacional decidiera nuestro destino y los capitales extranjeros aprovecharan nuestras riquezas y oportunidades. Para ello aceptaron las reglas planteadas por los Estados Unidos en el Tratado de Libre Comercio, que luego firmamos bajo el mismo molde con la Unión Europa, China y otros países. La integración regional quedó relegada; no quisieron buscar mejores condiciones de negociación buscando coincidencias en Latinoamérica.

Los Tratados de Libre Comercio incluyen una serie de cláusulas sumamente perjudiciales. Por ejemplo, debemos pagar precios altos por las medicinas para que las transnacionales farmacéuticas cobren fuertes royalties bajo el concepto de “propiedad intelectual”. Igual sucede con otros monopolios tecnológicos. Además, el Perú se comprometió a que inclusive las empresas transnacionales tramposas con contratos corruptos podían reclamar ante tribunales comerciales internacionales que tienden a darles la razón (y se las han dado muchas veces a costos millonarios para el Estado peruano). Imagínense que Odebrecht está incluso protegida por un tratado con Luxemburgo, un paraíso fiscal con el cual hemos suscrito un tratado para proteger sus inversiones, aunque todo lo que viene de allá es pura pantalla de transnacionales sinvergüenzas. También entran al Perú textiles y manufacturas subvaluadas de China y otros países, destrozando la industria nacional y eliminando miles de empleos, y el algodón peruano ha desaparecido, desplazado totalmente.

Por otro lado, llegaron grandes transnacionales al Perú a llevarse nuestro cobre y recursos naturales con grandes ganancias y asegurando abastecimiento para su industria. Las exportaciones de metales y otras materias primas aumentaron, y aun sin pagar impuestos justos han dejado una partecita al fisco: uno de cada diez soles de la recaudación de Sunat de tributos internos viene de la minería. Hoy, en medio de esta tormenta desatada por Trump, a las grandes mineras les va muy bien; el oro está batiendo récords de precio, acercándose a los 3 mil dólares la onza troy. ¿Por qué? La incertidumbre mundial hace que más gente piense que el oro es un refugio para sus ahorros y ante el temor de guerras, cada vez menos países quieren usar dólares como reservas internacionales porque EE.UU. se los puede quitar (como ya lo ha hecho). El cobre también tiene precios muy altos, encima de los 4,30 dólares la libra. El asunto es que esas noticias, que debieran ser muy buenas para el Perú, no lo son tanto. Lo que se ha ido al cielo son las ganancias de las transnacionales mineras, pero siguen sin pagar impuestos mínimamente justos mientras el déficit fiscal se ha disparado. Lo que ha aumentado también es la minería ilegal, que cada vez le da más dinero a quienes extraen y comercian ese oro, multiplicándose bandas asesinas, corrupción y contaminación.

Con los TLC también hubo mayores oportunidades para exportar mangos, paltas y demás frutas a Estados Unidos y Europa, negocios que nuestro Estado apoyó con grandes irrigaciones pagadas por el tesoro público, es decir con impuestos de todos los peruanos. Las agroexportaciones han florecido y han generado millones de ganancias y muchos empleos, aunque sin respetar los derechos básicos de sus trabajadores ni aportar en impuestos lo que corresponde.

Mientras, el Perú no atendió otros viejos problemas de la economía peruana: alta desigualdad con falta de empleo y pobreza, déficits en educación y salud pública que frenan la acumulación de capital humano, escasa innovación y avance tecnológico provocando un crecimiento bajo desde hace más de una década. Sin política industrial y sin estrategia para promover la productividad de ancha base, incluyendo a las pymes y la pequeña agricultura, nuestra economía quedó desequilibrada y vulnerable. No, no bastaba firmar tratados y ser el vagón de cola de la economía mundial.

Sin embargo, discutir los TLC ya es un tema de historia, no de actualidad. Ese mundo venía agonizando y Trump lo ha terminado de matar. El TLC con los Estados Unidos ya no sirve ni como papel higiénico, miren nada más lo que ha hecho Trump con México y Canadá (con quienes él mismo firmó tratados comerciales). Ahora que ha anunciado aranceles a todos los productos alimenticios, nuestras agroexportaciones están en la picota. ¿Sólo queda rezar y esperar que por suerte no nos caiga una bala de ese mono con ametralladora?

Que este gobierno persista en hacer las genuflexiones más profundas frente a Trump no nos salvará. Milei fue a posar como el mejor amigo de Elon Musk e igual les cayeron los aranceles al acero y aluminio afectando 1,200 millones de dólares de sus exportaciones industriales. Otra política es necesaria. Para empezar, Trump ha dejado claro que ahora estas negociaciones de comercio exterior dependen críticamente de otros factores como la geopolítica y la lucha contra las drogas, por lo que ya no tiene sentido que se hagan sin que nuestra cancillería tenga un rol preponderante en ellas. Es indispensable hacer frente a las amenazas y desarrollar una nueva estrategia ante este otro mundo que está naciendo.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 724 año 15, del 14/03/2025

https://www.hildebrandtensustrece.com/

4 de marzo de 2025

Que no exista el Estado

Natalia Sobrevilla

La semana pasada conocí a alguien que me dijo que no creía que debía existir el Estado. Sorprendida, le pregunté qué era lo que tanto le molestaba de ese acuerdo en el que se basa vivir en comunidad con una serie de reglas pactadas entre todos, qué partes eran las que le parecían superfluas o innecesarias: si acaso no le gustaban las pistas y veredas, las leyes que hacen que las personas cumplan ciertas normas de convivencia; o si tal vez le parecía inútil que existieran la salud y la educación públicas, la policía, las leyes, los juzgados. De verdad que me pareció insólito que alguien pensara que podíamos vivir alegremente sin Estado, sin una base de acuerdo común mínimo.

Mi interlocutor me respondió que sí, que todas esas cosas le parecían necesarias. Le pregunté entonces, tal vez con exceso de vehemencia, si lo que quería era volver a un mundo anterior al Leviathan, ese acuerdo de mancomunidad entre las personas que Thomas Hobbes definió en su tratado del siglo XVI. Un tiempo donde, según el filósofo inglés, “la vida era solitaria, pobre, miserable, brutal y corta”. Formado en el contexto de guerras civiles y religiosas, Hobbes estaba convencido de que sin leyes, los humanos —que según él somos por naturaleza egoístas y malvados— nos dedicaríamos a robar y matar para sobrevivir. Su teoría contractual del Estado sigue siendo influyente, a pesar de todo lo que ha pasado desde entonces.

Hoy, pareciera que muchos quieren creer que no necesitamos del Estado. La famosa motosierra que Javier Milei ha puesto de moda con la idea de que hay que destruir el Estado ha viajado hasta el norte, donde Elon Musk, el principal asesor de Donald Trump, ha decidido mostrarse con una en mano diciendo que hay que arrasar con todo el constructo woke que, según él,predomina. Pero ¿es realmente que estos hombres no creen en el Estado como tal, o más bien es que no creen en las regulaciones que les impiden hacer lo que les da la gana desde el poder? Me inclino a pensar en lo segundo. Muchas de estas ideas en contra del Estado no son más que una reacción a las leyes que buscan contener su ambición desmedida.

En la última semana el presidente de Argentina se estrelló con la realidad de los mercados cuando la criptomoneda que promocionó desde su cuenta personal de X sirvió como base para estafar a miles de sus compatriotas con una pirámide donde los que estaban al tanto de lo sucedido sacaron millones de dólares de ganancias, mientras que los que se encontraban en la base perdieron todo. ¿No sería mejor que existieran medidas que limiten ese tipo de manejo, o que castigaran con el peso de la ley a quienes se aprovecharon del sistema? ¿Es la mejor respuesta a este tipo de abuso dejar de tener un Estado que vigile y ponga orden?

Lo que nos demuestran acciones como estas es que la idea no es simplemente dejar de tener Estado, sino que quienes están en el poder estén menos controlados. No es casualidad que las agencias y los organismos del Estado estadounidense que le pusieron freno a Musk en varias de sus alocadas aventuras hayan sido las primeras entidades que estén siendo desmanteladas. Una vez más, ¿se trata realmente de una aversión al Estado, o es más bien un deseo muy claro y evidente de querer ser capaces de hacer lo que quieren cuando quieren?

En el Perú llevamos años de deterioro y desmantelamiento del Estado. Quizás en eso hemos sido pioneros, aunque sin tanta fanfarria. La tragedia de esta semana en Trujillo es la muestra más clara de que ir quitándole dientes a la regulación ha permitido que los lugares de esparcimiento, como el centro comercial donde cayó un techo sobre los comensales, se conviertan en una trampa mortal. Hoy, en los análisis de lo sucedido, es evidente que la erosión de los poderes de fiscalización, en aras de defender a los inversionistas privados, ha llevado a que algunas personas hayan tenido que pagar con su vida. Y hoy resplandecen con un halo de vergüenza las leyes que ciertos congresistas impulsaron, así como las declaraciones de políticos y empresarios que repetían una vez más que el Estado es siempre incapaz, mientras que la empresa privada siempre es virtuosa. Ellos también tienen responsabilidad en esta tragedia.

No estoy tan segura de que lo que me quería decir la persona que conocí la semana pasada era que no creía en el Estado. Me parece, más bien, que pedía un Estado eficiente: que funcionara, que no fuera demasiado grande y que no se convirtiera en un monstruo que impidiera que los individuos puedan vivir de la mejor manera posible. Creo que, en el fondo, esa persona y yo no estamos tan alejadas en nuestras creencias, ya que yo tampoco pienso que debemos vivir bajo la tutela de un Estado aplastante que lo controle todo. Al contrario, estoy convencida que eso también ya lo hemos vivido y que los resultados han sido nefastos. Un ejemplo de cuan terrible puede ser el Estado cuando deja de tener límites y se adueña de todo se puede apreciar en la delicada y sutil película que se acaba de estrenar en cines, Aún estoy aquí, del brasileño Walter Salles. La cinta nos recuerda cómo los militares del país vecino dejaron de creer en el estado de derecho y atentaron contra sus mismos ciudadanos, sin que estos pudieran apelar a las leyes. Esto, que tan penosamente vivimos en casi todo el continente en el último cuarto del siglo XX, es un claro ejemplo de que el Estado no es siempre virtuoso y no en todos los casos nos protege.

En los tiempos que corren, cuando observamos atónitos al mundo cambiar a una velocidad vertiginosa, no debemos dejar de reclamar en favor del Estado. Pero no de cualquier Estado, sino de uno que nos defienda y proteja, uno que se encargue de que la vida en comunidad sea como la imaginó Hobbes: dejando de lado lo peor de la naturaleza humana.

https://jugo.pe/que-no-exista-el-estado/

23 de enero de 2025

Los cuatro jinetes de la posverdad

Maritza Espinoza

Decir que la verdad, y no los migrantes, será la primera víctima del nuevo gobierno trumpista no es ninguna exageración. Las condiciones están puestas allí

Más allá del debate sobre si Donald Trump es el Mesías que hará América grande de nuevo, o el Anticristo que viene a arrasar con la democracia, o sólo un gigantesco fantoche naranja que se desinflará más pronto que tarde, lo que su triunfo electoral y consiguiente toma de mando ocurrida el lunes han dejado ver con nitidez es que estamos viviendo el Apocalipsis de la verdad y la demolición de la realidad.

Por lo mismo, ya se puede prever cuál será la marca de su naciente gobierno: el empeño de controlar a la masa -al punto de hacerla perder de vista la diferencia entre la verdad y la mentira, los hechos y las ficciones, la emoción y la razón- para lograr el poder absoluto, su objetivo mayor.

Es sin duda una nueva era en la que las armas no serán tanques ni misiles, sino la manipulación a gran escala. ¿Para qué? Para someter voluntades sin violencia alguna (Goebbels se pondría verde de purita envidia) y hacer que la gente ya no distinga los límites de la realidad, como ya se ve ahora con la multiplicación de terraplanistas, antivacunas y negacionistas de todo cuño. Es como si el frágil asidero de la masa con la realidad, la verdad científica y el pensamiento crítico se estuviera yendo al diablo.    

No hay antecedentes históricos. Los intentos del nazismo y el estalinismo por controlar a las masas empalidecen ante esto. Tal vez sólo la genial “1984”, de George Orwell 1984, se le acerca. Como usted sabe, la trama trascurre en un mundo en el que la gente es condicionada a vivir una eterna disonancia cognitiva donde caben, como verdades, dos pensamientos absolutamente contrapuestos. Orwell llama a este proceso “Doublethink” (“doblepensar”) y es la gimnasia mental de sostener como verdaderas dos opiniones o creencias contradictorias, incluso contra la propia memoria o sentido de la realidad. Y eso está ocurriendo ya en la realidad.

Por eso es tan rotunda la imagen que muestra a Trump junto a los tres hombres que tienen en sus manos la información privada de gran parte de la humanidad. No, no se trata (solamente) de mostrarse como un gobierno de oligarcas -que lo son-, sino de una advertencia nada velada que podría rezar así: “Sabemos todo de ti como para controlar todos tus actos y pensamientos”.

Elon Musk, el excéntrico milmillonario de los paseos turísticos a Marte y los autos inteligentes, es fundamental en el plan, porque, desde su plataforma X, puede amplificar cualquier mensaje al infinito. Para eso, ha modificado los algoritmos de su red social para viralizar más a quienes le son afines y eliminado, además, todo filtro para detectar bulos, mentiras, fakes o deep fakes.

Pero el verdadero as de esta estrategia de imposición de la posverdad es Mark Zuckerberg -recién enganchado a la carroza trumpista-, no sólo por ser dueño de Facebook e Instagram (que suman más de cinco mil millones de usuarios: más del 60% de la humanidad), sino porque tiene en sus manos WhatsApp, ese servicio de mensajería instantánea por donde pasan todas las conversaciones de cada ser humano. Es allí donde se cocinan las teorías conspiranoicas más alucinantes y se divulga la mayor parte de fake news.  

¿Y Bezos? Bueno, si bien Amazon no es una red social por la cual circulen opiniones o ideas, es una maquinaria gigantesca que ha logrado atontar al norteamericano promedio con el derroche descontrolado. Es el símbolo del más obsesivo consumismo que se haya visto en el mundo (más que sus contrapartes chinas, como Shein o Temu), porque, al afán “comprahólico” (“shopaholic”, en inglés), suma la posibilidad de la entrega instantánea. ¿Y qué mejor sujeto de manipulación que alguien enajenado por la dopamina del shopping ilimitado?

Entre los tres pueden convertir en realidad lo que Orwell describe en su grandiosa novela y que, sin duda, es el sueño de un Donald Trump que buscará perpetuarse en el poder y que, desde su narcicismo más afiebrado, piensa que es capaz de manejar la realidad a su antojo. Es decir, de convertirla en el universo de la posverdad.

Pero, ¿qué es la posverdad? El diccionario de Oxford la define como el fenómeno que se produce cuando "los hechos objetivos tienen menos influencia en definir la opinión pública que los que apelan a la emoción y a las creencias personales". Por su parte, el filósofo, británico A.C. Grayling ha dicho que “Todo el fenómeno de la posverdad es sobre: 'Mi opinión vale más que los hechos'. Es sobre cómo me siento respecto de algo (…) Esto ha abierto la puerta, sin querer, a un tipo de política que no se hace problema con la (falta de) evidencia”.

Decir que la verdad, y no los migrantes, será la primera víctima del nuevo gobierno trumpista no es ninguna exageración. Las condiciones están puestas allí. Multitudes de personas se revuelcan en sus cámaras de eco, sin capacidad de oír opiniones contrarias a las suyas, basadas sólo en sentimientos y emociones.

Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo, advertía: “El sujeto ideal para un gobierno totalitario no es el nazi ni el comunista convencidos, sino el individuo para quien la distinción entre hechos y ficción, y entre lo verdadero y lo falso, ha dejado de existir”.

Bueno, pues, Trump tiene a media humanidad preparada para adorarlo como el Gran hermano. ¿Qué más puede pedir?

https://larepublica.pe/opinion/2025/01/22/los-cuatro-jinetes-de-la-posverdad-por-maritza-espinoza-404272

22 de enero de 2025

El control de la información: un nuevo imperialismo

Antonio Maíllo, Francisco Sierra Caballero

Mediante el control de la narrativa, la capacidad de definir lo verosímil, los marcos de comprensión y debate, y una suerte de privatización del espacio público digital, las plataformas de origen estadounidense redefinen las reglas del juego y deliberación democrática

En el paisaje digital contemporáneo, los nombres de Donald Trump, Elon Musk y la empresa Meta (anteriormente conocida como Facebook) se han convertido en sinónimos de una nueva forma de imperialismo, una que no se basa en las conquistas territoriales sino en el control de la información, en la modulación del discurso y el control oligopólico de la tecnología: una amenaza ya no velada, sino directa y explícita, a nuestra democracia, que empezó con las injerencias en el Brexit, continuó con golpes de Estado en Brasil, Bolivia y Venezuela y hoy anticipa una campaña de restauración ultraderechista en el propio seno de la UE.

La era de los GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft) y otras grandes tecnológicas de Silicon Valley plantean en este sentido un reto político y un cambio en el paradigma del poder, donde el imperialismo se ha digitalizado y el Príncipe de Maquiavelo actúa como empresario de sí mismo fuera de las estructuras democráticas del Estado nación. La capacidad de moldear la realidad social, política y económica a través de la tecnología concentrada en el complejo industrial-militar del Pentágono es el principal peligro que corren nuestros sistemas de representación. El mismo Biden lo ha reconocido en su último discurso. Mediante el control de la narrativa, la capacidad de definir lo verosímil, los marcos de comprensión y debate, y una suerte de privatización del espacio público digital, las plataformas de origen estadounidense redefinen las reglas del juego y deliberación democrática, despliegan un poder nada sutil que afecta a la política interna y el sistema internacional de Naciones Unidas, tal y como vemos en la guerra de Gaza donde operadores como Facebook o Twitter actúan como cómplices activos y necesarios del sionismo en la guerra de exterminio contra el pueblo palestino.

Los recientes movimientos de X y Meta, eliminando toda forma de control y regulación, incluso interna, del sesgo del algoritmo y la manipulación de informaciones e imágenes, representa una vuelta de tuerca a la lógica disruptiva de la comunicación de la era Trump o Fox News, marcada por el aceleracionismo y la producción de imágenes falseadas de la realidad sin los filtros tradicionales de los medios de comunicación. Este fenómeno no es nuevo, pero ahora se reivindica como legítima la conformación de un ecosistema informativo y un modelo de mediación social y política donde la verdad se disputa en un terreno de “hechos alternativos” y noticias falsas. Este cambio de escalada y visión de los principales actores de la comunicación-mundo tiene consecuencias no solo en la convivencia de culturas y corrientes de opinión, tal y como se está observando en Estados Unidos, sino que afecta sobremanera a la sostenibilidad de la información comprometida por la velocidad y a la viralidad del contenido digital y que además requiere ingentes recursos naturales que incidirán en el expolio de países como Argentina o Brasil que contienen recursos estratégicos para sostener la carrera sin futuro de la innovación tecnológica.

En el contexto de la presidencia de Donald Trump, la ecología de la comunicación va a experimentar cambios significativos, afectando la manera en que se gestionan los recursos naturales y cómo se aborda la transición digital en un escenario geopolítico internacional que trata, desde la Casa Blanca, de retornar al unilateralismo y los tambores de guerra. De algún modo el Pentágono y Silicon Valley nacen, viven y permanecerán alimentando la espiral de la barbarie y la muerte. El fenómeno de la infodemia, término acuñado para describir la sobrecarga de información, especialmente la falsa o engañosa, ha sido un rasgo distintivo de lo que algunos denominan tecnofeudalismo y en cierto modo es verdad, pues como explica Naomi Klein, la doctrina del shock y la aplicación de las medidas de acumulación por desposesión del capitalismo financiero que acompaña la transición digital de estas compañías requiere el aislamiento psicológico y social de los actores sociales. Este ambiente informativo tóxico no solo favorece las ínfulas imperiales de figuras como Elon Musk, sino que impone un “yugo invisible” que además de acumular riqueza logra moldear eficazmente la realidad social y política percibida, imponiendo agendas de terror y desinformación sembrando divisiones y distracciones varias, alejando al público de los asuntos esenciales y de los intereses en juego de Wall Street. Así, al tiempo que nos entretienen con la dialéctica de la inmediatez y la confrontación, se oculta a la opinión pública la malversación de los recursos naturales que la IA y los servidores de estos gigantes tecnológicos requieren para su mantenimiento cuasi monopólico que favorece la desregulación absoluta, que la UE y algún que otro gobierno como el de Lula intentaban frenar para garantizar el normal desarrollo de la actividad de estas corporaciones desde el punto de vista del derecho.

Bien es cierto que la IA se aplica y puede contribuir a optimizar la explotación de recursos naturales, y analizar y predecir patrones climáticos y de uso de la tierra. Sin embargo, la falta de regulación puede conducir a un uso y abuso insostenible de estos recursos. Por lo que además de un problema político de amenaza a la democracia tenemos un problema de ecología política, de ecología de la comunicación, en términos de cómo la política energética y medioambiental puede afectar el desarrollo de tecnologías informacionales y la gestión de recursos naturales a largo plazo.

La transición digital ha sido un campo de batalla geopolítico desde la irrupción de Trump en la escena pública. La visión de Trump sobre la ciberseguridad, la infraestructura de 5G, y la privacidad de datos han marcado un nuevo capítulo en la competencia global, donde la tecnología se convierte en un medio para imponer agendas políticas y económicas directamente conectadas con el rearme de la industria militar estadounidense y la expansión de la OTAN. Este enfoque ha tensionado las relaciones internacionales, especialmente con potencias tecnológicas como China, poniendo de relieve cómo la tecnología afecta la geopolítica en la era digital mientras personajes como Musk actúan de ariete central en el debate sobre el imperialismo digital a través de empresas como Tesla y SpaceX. La visión del nuevo estratega de Trump de una internet satelital con Starlink deja en evidencia que tenemos un problema grave en la UE de soberanía digital y acceso a la información, áreas que antes eran dominio exclusivo de los estados. De ahí que debamos plantear en el debate público nacional quién controla la infraestructura digital, los servidores, la red de satélites, la Unión Internacional de Telecomunicación y el gobierno de Internet, en términos de seguridad nacional y de democracia de las relaciones internacionales. En otras palabras, la respuesta a esta dinámica imperial, destituyente y oligárquica de los GAFAM y Estados Unidos pasa por mayor regulación, la defensa de la privacidad y la soberanía digital, y la promoción de un espacio digital que sea verdaderamente público y democrático. La vigilancia y la crítica de estas dinámicas son esenciales para salvaguardar la democracia en el siglo XXI.

La adaptación de la cultura digital para la creación de lo común con garantías normativas e institucionales es la única forma de no retornar a tiempos oscuros en forma de era tecnofeudal. Es tiempo para la acción y no para mimetizarnos y responder a golpe de tuit. La política por otros medios es el remedio a esta hipermediatización de los señores del aire. Nos va la vida. Literalmente.

Antonio Maíllo.  @MailloAntonio

Francisco Sierra.  @fsierracb

Fuente: https://www.eldiario.es/opinion/tribuna-abierta/control-informacion-nuevo-imperialismo_129_11975176.html

19 de agosto de 2024

Cuando los multimillonarios bromean y el planeta arde

Alberto Garzón Espinosa


No debemos engañarnos: aquí hay mucho de darwinismo social, es decir, una forma de entender el mundo en la que hay gente que, si sobrara, no pasaría nada

El verano de 2023 dejó una huella trágica en Europa: casi 50.000 vidas perdidas debido a las altas temperaturas, con España lamentando 8.352 fallecimientos, en su mayoría mujeres. Estas cifras alarmantes, reveladas por un estudio del Instituto de Salud Global de Barcelona, apenas causaron revuelo en los medios y las redes sociales. Mientras tanto, una conversación frívola entre dos magnates excéntricos, Donald Trump y Elon Musk, acaparaba la atención pública.

Trump, conocido negacionista del cambio climático, del que llegó a decir que era una ‘gran mentira’, y Musk, supuesto defensor de energías limpias, compartieron comentarios absolutamente irresponsables sobre la crisis ecológica. Afirmaron, entre otras cosas, que aún hay mucho tiempo para reducir el uso de combustibles fósiles (hasta varios cientos de años) e incluso sugirieron que el aumento del nivel del mar podría ser beneficioso porque crearía nuevas propiedades costeras. Algunos expertos definieron este evento como ‘la conversación climática más tonta de la historia’.

En realidad, ambos fenómenos están conectados. Trump y Musk ven el cambio climático a través de sus propias gafas de ricachones hombres blancos. Su declarada ignorancia sobre la cuestión medioambiental, y su falta de pudor al exhibirla ante millones de espectadores, no debe ser interpretada como un signo de estupidez. Los ingenuos seríamos nosotros si pensáramos que compartimos enfoque sobre los problemas que enfrenta nuestro planeta compartido. Ellos sólo manifiestan preocupación cuando algo les afecta a sus negocios, y no parece que las olas de calor sean un problema al que vayan a prestarle atención.

En lo que va de año se han superado 19 récords nacionales de calor, y hasta 130 récords mensuales. El último informe del IPCC sobre Europa subraya que el cambio climático está intensificando y prolongando los fenómenos climáticos extremos, incluyendo las olas de calor, las inundaciones y las sequías. Con una temperatura media global ya 1,1°C por encima de los niveles preindustriales, nos acercamos peligrosamente al límite de 1,5°C establecido en los acuerdos internacionales. El informe incluso contempla un escenario catastrófico de 3°C, que triplicaría las muertes y reduciría drásticamente las horas de confort térmico en el sur de Europa.

Sin embargo, no es sólo un tema de proyecciones. El cambio climático ya está afectando gravemente al equilibrio de los ecosistemas, los sistemas alimentarios, la disponibilidad de agua, la salud pública y, en general, a la gente común. Pero como siempre, esa es la primera lectura que suele hacerse sobre el cambio climático. Una lectura alternativa, también señalada en el informe citado, es que estos efectos son asimétricos y que están desigualmente distribuidos por clase social y regiones. Así, en el caso de Europa las consecuencias más negativas recaen en el Sur, mientras que en algunos casos específicos (como el rendimiento de ciertos cultivos) incluso el Norte podría encontrar algún beneficio.

Lo mismo ocurre con la clase social. Las familias más pobres tienen mucha menor capacidad para adaptarse e incluso recuperarse de los impactos del cambio climático. Mientras Musk y Trump pueden frivolizar sobre los derechos de propiedad en las costas, millones de familias trabajadoras de todo el mundo perderán sus viviendas en los próximos años como consecuencia de temporales, inundaciones o la elevación del nivel del mar. Y mientras Musk y Trump pueden y podrán pagar la energía para encender el aire acondicionado mientras se refrescan con agua embotellada, millones de familias de todo el mundo tienen que sufrir las altas temperaturas en contextos de escasez de agua corriente. Para los multimillonarios lunáticos, 50.000 personas fallecidas por las olas de calor en Europa son sólo cifras insignificantes.

Pero quizás no haya que irse tan lejos para ver replicados esos mismos comportamientos. El informe del IPCC también reconoce que las políticas de adaptación por parte de los gobiernos están siendo claramente insuficientes en su escala, profundidad y velocidad. No hablamos aquí de la lucha contra el cambio climático, un reto aún más grande, sino solamente de la adaptación a los cambios que son ya irreversibles. En este punto, las opciones disponibles son muy bien conocidas e incluyen el cambio de hábitos de consumo, intervenciones de eficiencia energética en infraestructuras, refugios climáticos, planeamiento urbano basado en la recuperación natural (más árboles, menos coches), recuperación y restauración de los ecosistemas, mejoras de eficiencia en los sistemas productivos, ciclos cortos de producción y consumo, etc…

Uno pensaría que, ante la urgencia de la situación, los gobiernos estarían dedicando todas sus energías, tiempo y presupuesto a desplegar estas políticas, que no en todos los casos son de aplicación inmediata. Sin embargo, si revisamos las políticas que llevan a cabo, pongamos, por ejemplo, los gobiernos de la Comunidad y el ayuntamiento de Madrid, nos tendremos que llevar las manos a la cabeza. Estamos gobernados por gentes que conducen a contramano de la ciencia y el conocimiento. Pero de nuevo, no es tampoco una cuestión de estupidez. El mensaje implícito en la actitud de estos gobiernos es el mismo que el de la conversación entre Musk y Trump: sálvese quien pueda. Por eso no debemos engañarnos: aquí hay mucho de darwinismo social, es decir, una forma de entender el mundo en la que hay gente que, si sobrara, no pasaría nada.

La crisis climática no es un problema abstracto del futuro, sino una realidad brutal que ya está cobrando vidas. Y esto lo sabe todo el mundo. La diferencia es que a muchos nos importa y nos da miedo, mientras que a otros les da igual e incluso lo ven como una oportunidad. Pero lo cierto es que cada grado que aumenta la temperatura global es una sentencia de muerte para los más vulnerables. Y aquí la pregunta que tenemos que hacernos no es ‘hacia dónde vamos’ sino ‘por qué llevan ellos el timón’.

@agarzon

Fuente: https://www.eldiario.es/opinion/zona-critica/multimillonarios-bromean-planeta-arde_129_11589392.html

6 de mayo de 2022

Twitter ya no es bacán

Juan Manuel Robles

La compra de Twitter por el multimillonario Elon Musk llega en un momento en que ya existía la percepción general de que la plataforma no es lo que era, que estaba más lejos que nunca de ser lo que pudo haber sido. ¿Y qué pudo haber sido? Pues algo notable y revolucionario, una iniciativa con el poder de que más personas pudieran ser escuchadas, que cumpliera uno de los anhelos caros de los albores de internet: la democratización de las voces, la participación de más ciudadanos en el debate y las decisiones. El pensamiento sin intermediarios, sin permisos ni barreras, una realidad tecnológica que abría enormes posibilidades en un mundo desigual.

Quienes nos hicimos adultos en los noventa recordamos bien esa utopía realizable: Internet marcaba el fin de la Guerra fría, la red de redes era solo posible por el nuevo orden que se vendía como la presunta victoria de las “sociedades abiertas”. Y comenzando el siglo XX, Twitter confirmaba esa idea de la red como lugar libre, generador de trincheras e islas, que permitía desafiar el poder y romper el monopolio de la información.

No duró mucho ese entusiasmo. La bonita imagen de los descamisados sin voz uniéndose para hacer frente al poderoso —ese que tiene amigos en los diarios y de pronto se veía descolocado por el poder del pájaro— se desvaneció, anulada por otras energías.

Twitter, que incluso fue usada con fines estéticos e hizo que escritores probaran sus 160 caracteres para el viejo arte del aforismo y experimentos verbales (eran autores fascinados por la tecnología, como lo estuvieron sus antecesores por la imprenta y el teletipo), encontró su verdadero espíritu. Su propósito mayor, su esencia: la transmisión agresiva de pensamientos crudos.

Por primera vez en la historia, era posible lanzar un mensaje tal como viene a la mente, sin mayor filtro ni elaboración, como quien está en un bar con amigos. Solo que publicado a una audiencia que lo puede propagar, como un virus, y pasar de cientos a miles, millones de lectores.

Fue fácil notar que es el efectismo —no la razón— lo que se traduce en decenas de miles de retuits; en estrellas (cambiadas después por corazones). El reduccionismo vende. En Twitter no existe otra moneda de intercambio que la caricatura. Y cada una de esas reacciones, esos números en círculos celestes, nos generan un placer que se agota en el mismo segundo de su obtención: queremos más. La dopamina por el tuit que acabamos de publicar se convirtió en el leit motiv anticipado. Queremos sentir la química (el contenido pasa a un segundo plano). Algo que ocurre, más o menos, con las adicciones ludópatas.

Twitter pasó de ser el lienzo abierto para dar ideas e inventar pensamientos al caudal que nos roba la atención, nos confronta y nos pone tensos. Un lugar donde un día nos sumamos a un linchamiento —sin dar opción a que la persona matice— y al otro día nos vemos nosotros mismos bajo ataque. Algunos tienen cuero y hasta le encuentran el gusto.

El periodista Luis Miranda —el mejor cronista de los noventa— publicó en el 96 un texto sobre el Vikingo, un peleador de lucha libre que se caracterizaba por ser sucio y despreciable en el ring. En un momento el autor nos cuenta lo que el señor sentía cuando estaba de pie ante el público. “Odio era igual a aplausos para él (…) Pararse ante la gradería que escupía una lluvia de insultos era conmovedor, como estar ante un auditorio de pie que te arroja rosas”.

En eso pienso cuando entro a Twitter: en que el escupitajo es una rosa. Y uno vuelve por más. Ama que venga más. O cede ante la fuerza de la masa y sus gritos.

Y eso no democratiza ni construye. Eso no crea ni ensancha la mirada. Más bien da un arma a quien quiera golpear a sus adversarios y generar impacto. Quien mejor lo entendió fue Donald Trump, que llegó a la presidencia diciendo lo que “nadie se atrevía a decir”, o sea, siendo un patán, un misógino, un discriminador. Usó también algo que se volvería la gran característica de la red social: la mentira que impacta y nadie confirma, que genera dudas. El mayor malabar de Trump no fue usar fake news: fue usar Twitter para llamar al verdadero periodismo fake news.

Con Trump quedó claro que Twitter, en madurez, tenía actores extra: compañías que lograban multiplicar usuarios para que siembren narrativas y chismes a conveniencia. Twitter, esa isla virgen, se volvió un territorio donde los poderosos, como siempre, llevan la voz cantante. Y guardaespaldas con megáfono. Y huevitos como cancha.

Es muy simbólico que Musk sea un tuitero compulsivo, alguien a quien le gusta la red justamente porque es “una zona de guerra”. Y como vivimos en un mundo globalizado, nada queda tan lejos: “daremos un golpe de Estado donde nos dé la gana; asúmelo”, respondió Musk a un usuario que se refirió al golpe de Estado que sacó a Evo Morales en 2019 (y lo acusaba de que ese golpe había sido promovido por Estados Unidos para que Musk obtenga litio barato boliviano). Ese es el flamante amo financiero de Twitter (en un contexto en el que, aún sin él, la plataforma empezó a etiquetar a “medios afiliados a Rusia”, de manera selectiva y sesgada).

El usuario estrella es ahora dueño del juego. Lo interesante es que Musk es paradigma en un mundo en que, como nunca, la “gamificación” se halla en el corazón mismo del emprendedurismo. Cada etapa del camino al éxito de una startup está prefigurada en los videojuegos del siglo pasado (de ser “semilla” a atravesar el temible “valle de muerte”). Los emprendedores siempre han visualizado mundos que no existen, pero lo de ahora es enfermiza virtualidad que hace difícil el concepto mismo de límite.

Lo vemos en dos series que acaban de aparecer y que cuentan las historias reales de Travis Kalanick, fundador de Uber, y Elizabeth Holmes, de Theranos. Kalanick es un hombre que, en su ímpetu megalómano, usa la tecnología de geolocalización en los vehículos para huir de fiscalizadores municipales, y que cuando ve que los “taxistas” empiezan a pedir más dinero, encuentra como solución acelerar el desarrollo de autos sin conductor (se jala un ingeniero de Google). Holmes, la mujer que creó Theranos, hizo dinero con un sistema para detectar diversas enfermedades con una sola gota de sangre usando una máquina… que nunca llegó a existir ni a funcionar.

En ambos casos, los jóvenes visionarios tenían aliados dispuestos a apoyar sus ideas extremas: los millonarios de siempre, con poder político y capacidad de hacer lobbies.

Hoy Twitter tiene como dueño a un jugador de los grandes que posee el ímpetu de los tiempos. Yo no puedo dejar de imaginar que la red social tendrá algoritmos más finos que nunca —para que veamos un mundo moldeado a nuestras expectativas— y que se tomarán más medidas para silenciar a los supuestos enemigos de Occidente. Placer y censura, tan sofisticados que ni seremos conscientes. Y cohetes. Dosis diarias de cohetes preciosos atravesando la atmósfera.


Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°583, del 29/04/2022   p20

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