Natalia SobrevillaYa queda claro que estamos en un cambio de era. Y tampoco queda duda de que lo que estamos viviendo es un momento histórico diferente, uno en el que los avances de las ideas liberales se han detenido y han comenzado incluso a retroceder. El péndulo se mueve en la dirección contraria a lo que a muchos nos gustaría: las conquistas sociales que parecían afianzadas se revelan construidas sobre arena movediza.
Para quienes tenemos cierta edad y podemos recordar todavía el mundo bipolar de la Guerra Fría —que en algunas partes fue en realidad muy caliente— poseemos la conciencia plena de haber ya vivido un momento en el que cambió el mundo. Me refiero a noviembre de 1989, cuando cayó el muro de Berlín y frente a nuestros ojos se desvaneció una manera de ver el mundo; el comunismo que se desmoronaba.
Nuestros padres habían visto el mundo cambiar antes, un poco al menos, en 1968 con la primavera de Praga, los levantamientos estudiantiles en París y la matanza de Tlatelolco en México, pero mucho más estremecedor fue lo que vivieron nuestros abuelos durante la Segunda Guerra Mundial, que, si bien empezó de golpe y a trompicones con la invasión de Polonia el 1 de septiembre de 1939, ya se venía anunciando con la invasión de las huestes de Hitler a Checoslovaquia en marzo y la anexión de Austria un año antes.
La Guerra Civil española de 1936 a 1939 fue un preámbulo macabro de lo que habría de vivir el resto de Europa, y pronto quienes cruzaban de Portbou en Cataluña a Cerbère en Francia huyendo de Franco vieron cómo el tráfico se volcaba para el otro lado con miles de refugiados de Europa que buscaban llegar a Portugal y escapar con vida de una persecución que llevó al exterminio de millones.
Nuestra generación y la anterior a la nuestra también vio el mundo cambiar cuando esos aviones chocaron con las Torres Gemelas en Nueva York el 11 de septiembre de 2001 y podemos recordar qué estábamos haciendo en ese preciso instante, así como muchos de nuestros padres recuerdan dónde estaban cuando el presidente John F. Kennedy recibió la bala que lo mató. Todos estos puntos de inflexión nos resultan evidentes y nos sirven para marcar el inicio y el fin de los periodos, pero las cosas comienzan mucho antes y terminan mucho después.
Es por ello que en inglés se diferencia entre el fin del comienzo —the end of the beginning— y el comienzo del fin —the beginning of the end—. Esos momentos de inicio y fin de las transiciones son mucho más difíciles de dilucidar porque estamos inmersos en ellos, y muchas veces solo se hacen aparentes bastante después. Es labor de los historiadores encontrar, entonces, cuáles fueron los antecedentes, teniendo en cuenta que a veces no son los mismos que los detonadores de los momentos de cambio.
El tiempo es algo tan ilusorio que, si pensamos en nuestro día a día, todo parece ser más o menos igual. Nos despertamos, comemos, trabajamos, nos reímos, vivimos y dormimos; solo para hacerlo de la misma manera al día siguiente, y la semana siguiente, el año siguiente. El tiempo nos parece circular, con las estaciones que se suceden con su cadencia, las fechas que establecemos como festivas y que buscamos marcar para recordarnos que el tiempo sigue girando, y de pronto, sin darnos cuenta, han pasado cinco años, diez años, media vida y nada parece ser lo mismo.
Con el tiempo histórico sucede algo similar y son estos grandes momentos de cambio los que nos recuerdan que el tiempo no se detiene y que sus arenas siguen pasando de un lado al otro en el reloj; que no todos los momentos son los mismos, que no hay nada más permanente que el cambio, y que nada garantiza que ese cambio vaya a ser para mejor.
Hace cinco años nuestra noción del tiempo se vio suspendida por la pandemia. En marzo de 2020 los relojes parecieron detenerse cuando muchos nos vimos obligados a confinarnos en casa para protegernos del letal virus. Esto significó que los doctores, enfermeros, personal de apoyo, cocineros, empleados de supermercados y todos quienes trabajaban en áreas prioritarias de servicios tuvieran que seguir trabajando, mientras que casi todos los demás nos entregábamos a la virtualidad.
Por un tiempo todo cambió, y en algunas partes eso pasó de un día para el otro. Luego, poco a poco, las cosas fueron volviendo a la normalidad, de manera tan escalonada y tan diversa que a ratos se nos hace difícil recordar si algo pasó antes o después de la pandemia. Si fue en el primer verano, o el segundo. Si fue antes o después de las vacunas. Cuando los eventos no son muy claros, no resulta sencillo saber realmente cuándo ocurrieron las cosas. Pero lo que sí sabemos —y ahora ya tenemos pocas dudas— es que las cosas cambiaron de manera drástica en esos años.
Ahora nos encontramos en otro momento, uno más estridente, donde hay guerras de exterminio que no parecen tener solución. Donde quien dirige los Estados Unidos está convencido de que puede hacer lo que le dé la gana y que tiene el apoyo de la mayoría de personas. Algunos todavía están empeñados en darle el beneficio de la duda, mientras que a otros su retórica y estilo matonesco nos es suficiente para dejar en claro que no queremos que su visión cerrada del mundo se imponga.
Estamos claramente en un momento reaccionario, y lo llamo así, con su nombre decimonónico, porque —con algunas diferencias— eso es lo que vemos: una reacción a las ideas liberales de la igualdad de oportunidades y la noción de justicia que por muchos años prevaleció. Con la caída del mundo bipolar de la Guerra Fría pensamos que la democracia nos había convertido a todos en ciudadanos, cuando en realidad lo que sucedió fue que el capitalismo nos volvió a todos consumidores.
Ha llegado, pues, el momento de resistir esa noción y rescatar la idea del bien común.
https://jugo.pe/un-cambio-de-era-y-el-momento-de-resistir/
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