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4 de abril de 2025

Perú: Un nuevo 5 de abril

Ronald Gamarra

"Con la toma del Ministerio Público y el Poder Judicial podrán concentrar todo el poder del Estado como en los tiempos de la dupla Fujimori-Montesinos"

Treinta y tres años después, los fujimoristas, acaudillados por la “Señora K” y sus aliados, pretenden consumar un nuevo 5 de abril, un golpe de Estado en toda forma. En la temporada anterior avanzaron en el copamiento de las principales instituciones públicas. Hoy toca para ellos la hora de dar el zarpazo final apoderándose del sistema judicial, violando la autonomía del Ministerio Público y el Poder Judicial para imponer a sus agentes como ya lo han hecho en el TC, la Defensoría del Pueblo, la JNJ, la Contraloría y otras entidades. Todo con la complicidad y mayordomía de Dina Boluarte, la de los muertos, los rolex y las cirugías.

Paralelamente a la toma por asalto de los organismos del Estado, la coalición articulada por los fujimoristas pretende imponer el rompimiento total con el sistema interamericano de derechos humanos, ya no solo desconociendo la competencia contenciosa de la Corte Interamericana sino repudiando del todo la Convención Interamericana de Derechos Humanos, conocida como Pacto de San José de Costa Rica, tal como lo han hecho dictaduras latinoamericanas recientes como las que tiranizan Venezuela y Nicaragua. Hace tiempo, Keiko Fujimori expresó su voluntad de repudiar dicha Convención, y en estas semanas sus aliados de las bancadas porkista y acuñista han presentado cavernícolas proyectos para lograrlo. Dina Boluarte apoya esta movida promoviendo desde ya restablecer la pena de muerte.

El pretexto del momento es la seguridad pública. El fujimorismo y sus aliados pretenden vender su asalto a la organización judicial y a las normas fundamentales del sistema de protección regional de derechos humanos proclamando a los cuatro vientos una sarta de patrañas y fraudes que intentan concentrar en tales entidades y normas la responsabilidad por el terrible incremento de la criminalidad en nuestro país. Y así, afirman sin rubor alguno que el sistema judicial “libera a miles de delincuentes” capturados por la policía y que las normas internacionales impiden sancionar a los criminales como es debido.

Eso no es verdad. En primer lugar, la policía ha sido incapaz hasta el momento de capturar ni siquiera a una fracción mínima de los hampones que se enriquecen con la extorsión y el sicariato. Esto es resultado de tener un Ministerio del Interior administrado con la irresponsabilidad más absoluta en los últimos años, muy especialmente por el gobierno de Dina Boluarte, más preocupado de reprimir al pueblo que de cumplir con sus obligaciones de seguridad ciudadana poniendo a raya a quienes se encuentran al margen de la ley.

El actual problema de criminalidad es sobre todo una cuestión de falta de despliegue y debida eficiencia de una policía desmoralizada y roída por una corrupción alentada desde el propio Ministerio del Interior. La incompetencia es tanta que el ministro Santiváñez en dos oportunidades anunció públicamente la captura de “importantes cabecillas” de bandas, que inmediatamente la prensa demostró, con simples búsquedas de Google, confirmadas de inmediato presencialmente, que se trataba de personas inocentes y trabajadoras.

La Convención Interamericana tampoco es obstáculo para la lucha eficaz contra la delincuencia. Nunca la ley y el derecho son traba para ningún operador que no sea un inepto en su función. Y aquí, de lo que se trata, es de una incompetencia monumental de funcionarios políticos y policiales nombrados de favor para cuidar intereses particulares en vez de cautelar el bien común. De una costra burocrática de favorecidos que corresponden a sus patrocinadores con negocios corruptos disponiendo los recursos del Estado.

Más bien, es el Congreso el que ha emitido numerosas normas que sí deberían ser derogadas de inmediato porque favorecen al crimen organizado y obstaculizan la labor de fiscales y jueces. Entre ellas, no es menor la norma que dispone que la policía asuma la conducción de la investigación penal, atribución constitucional exclusiva del Ministerio Público establecida desde 1979, que se intenta arrebatarle por vía de una simple ley. Si la policía no puede ni con su alma, si está desbordada ampliamente por la criminalidad organizada, ¿cómo pretenden recargarla aún más con la tarea de hacer lo que corresponde realizar a los fiscales?

La verdad es otra. Al fujimorismo y la coalición que articula le importan un bledo la seguridad de los peruanos ante la criminalidad. Lo que a ellos les importa realmente en su asalto al Ministerio Público y el Poder Judicial es, en primer lugar, asegurarse la impunidad por los numerosos y graves delitos de corrupción por los cuales tienen investigaciones y procesos abiertos en ambas entidades del sistema de justicia. Y cuentan para ello con el apoyo de decenas de parlamentarios cargados de investigaciones por mochasueldos, por negociados de la más diversa índole, por intrigas y conspiraciones criminales de todo calibre. Eso es lo que en verdad les importa y esperan obtener de la embestida contra las instituciones de la administración de justicia.

Lo segundo es la consolidación del dominio que han acumulado hasta el momento. Con la toma del Ministerio Público y el Poder Judicial podrán concentrar todo el poder del Estado como en los tiempos de la dupla Fujimori-Montesinos. Esta vez será la supremacía de Keiko compartida con sus aliados, aunque ella espera lograr la hegemonía haciéndose elegir en las elecciones del próximo año, que desde ya están tratando de manipular. Porque ese es también otro objetivo del asalto a los organismos del sistema de justicia: controlar y amenazar a los organismos electorales para asegurarse, esta cuarta vez, el resultado favorable que no obtuvo en sus tres candidaturas anteriores.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 727 año 15, del 04/04/2025

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21 de marzo de 2025

Perú: Disfraces

César Hildebrandt

"Y tiene razón: ella preside este campamento ensangrentado que es el Perú y lo hace al lado de otro disfraz andante. Ella y Boluarte son el dúo de oro del lumpencriollismo"

Ahí está otra vez, haciendo lo que más le place, lo que le mana de las profundidades con más naturalidad: disfrazarse.

Su primer disfraz oficial fue el de la estudiante internacional que se educaba para grandes destinos. Nadie sabía en ese entonces que la pensión universitaria y sus anexos de vestuario y distracciones se los daba en efectivo Vladimiro Montesinos.

Se disfrazó casi simultáneamente de primera dama cuando a su madre, enloquecida por el acoso, el ladrón y asesino de su padre la clausuró en un cuarto bajo soldadura y más tarde la cercó de desprecio y burlas con la ayuda de la prensa.

Pobre Susana Higuchi. La entrevisté para el ABC de Madrid y le temblaba la voz cuando hablaba de Alberto Fujimori y de su hija monstruosa. “Es un demonio”, llegó a decir de ella.

Pero ahí estaba Keiko al lado de su padre camorrero, con vestidos que empezaron a hacerle para que luciera como una princesa inflamada de poder, digna sucesora de una nueva dinastía que había llegado para quedarse.

Bonito disfraz. Cuando el asesino y ladrón de su padre fugó a Brunéi y renunció por fax desde Tokio, la señorita se disfrazó de contrita, primero, y de desaparecida, después.

Luego, cuando las manadas de la desmemoria volvieron a cundir, Keiko Fujimori optaría por el disfraz de heredera de un gran legado y reconstructora de un gran partido.

Lo hizo con la ayuda de la radio que había estado en el SIN, de la prensa que había merodeado las sentinas del poder en pleno fujimorato y de los empresarios que le debían varios ceros a la derecha de su fortuna al mercantilismo solapado que impuso su padre en un buen sector de la economía.

Un día, en Harvard, la vimos disfrazada de socialdemócrata preocupada por los errores del pasado y por la vigencia irrenunciable de los derechos humanos.

Hubo politólogos que se la creyeron y expresaron su bilingüe admiración. Keiko, según esa versión, era una Bachelet recién horneada.

Era ñanga. Purito disfraz.

Keiko perdió con Humala y le volvió a salir la pasta de la que está hecha: a la derecha de quien le pague, al centro de las opciones que nada cambien, al infierno con el país si eso es necesario para durar.

Perdió con PPK, que era varias veces su abuelo y que, además, era un fujimorista tan gringo como Vito. Y entonces le salió la vesícula biliar por la boca, el odio viejo por los ojos, la irresponsabilidad por donde ella decide. No la olvidaremos diciendo después de su fracaso: “Gobernaremos desde el Congreso”. Era el espíritu de Iwo Jima al servicio del desagüe. Y entonces tuvimos vacancia, como la habríamos de tener también con Vizcarra.

Pero entonces vino lo peor. Disfrazada de Señora Orden, de estadista, de escarmentada y casi de inteligente, se enfrentó a NN, alias Pedro Castillo, un cajamarquino que apenas podía hablar, que tenía un equipo de gobierno encabezado por los tres chiflados, que tenía detrás a Vladimir Cerrón (alguien que cree que Camilo Cienfuegos está vivo y que el hombre nuevo camina en las calles ruinosas de La Habana). Es decir, enfrentó a quien debía arrasar con dos sopapos y un debate. Pero volvió a perder. Un ejército de resistentes se levantó por todo el Perú y recordó a los votantes la infamia del decenio albertista, lo que nos podía costar ese retorno con aires de maldición, y la señora, disfrazada de encarnación de la sensatez, volvió a perder. Los leucocitos cumplieron su tarea.

Fue cuando la señora volvió a despojarse de gasas y encubrimientos y habló del fraude. Y con la plata que le daban los empresarios de la cachina grande y el talento de los abogados dispuestos a demostrar otra vez que Barrabás fue bien liberado, armó la teoría del fraude.

Teoría que ha repetido hace unos días.

Con lo que nos dice que ella es la presidenta moral del Perú.

Y tiene razón: ella preside este campamento ensangrentado que es el Perú y lo hace al lado de otro disfraz andante. Ella y Boluarte son el dúo de oro del lumpencriollismo.

Algún Raffo le ha dicho a la hija del ladrón y asesino que la campaña debía empezar en Cajamarca y con sombrero. Y así ha sido. Todo ha comenzado por un amarre de esos que se anuncian en la prensa de un sol.

Y vendrá la señora disfrazada por enésima vez de lo que sea necesario: la dama de hierro, la que impondrá la autoridad cueste lo que cueste, madame Bukele, la que derrotará el caos que tanto ayudó a crear. Keiko dirá lo que haga falta. Pero no importa qué atavío le pongan, de qué lentejuelas se cuelgue, cuántos faldones o borlas la adornen: un panetón la espera en el camino. Un panetón que ya se está riendo.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 725 año 15, del 21/03/2025

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10 de mayo de 2024

Perú: El legado

César Hildebrandt

Alberto Fujimori quiere su pensión.

Como el hampa nos gobierna, la podría tener.

No importan sus crímenes, sus raterías, sus meadas sobre las instituciones, sus destrozos en la arquitectura de la separación de poderes: lo que importa es que el ladrón y asesino que hundió al Perú en la podredumbre le está pidiendo una pensión al Congreso que controla su hija y heredera.

Ese es el Perú que quiere entrar a la OCDE: un país enfermo donde no hay Estado ni orden ni justicia.

A Fujimori le dieron el indulto porque decía que se moría, ay, que se moría.

Ahora quiere chofer, secretaria y pensión jubilatoria.

No se la pide al Japón, el país de su corazón, sino al Perú, la pampa bonita de su experimento social. Se la pide al Perú, el país que despreció y del que se vengó convirtiéndolo en el campamento que es hoy.

Al solicitar ese privilegio, Fujimori intenta, otra vez, humillar al país que maltrató a los japoneses y a los descendientes de japoneses entre 1940 y el final de la segunda guerra mundial.

Alguna vez, en Tokio, hace mucho tiempo, un grupo de japoneses que habían vivido en Perú en esos años y que decidieron no regresar tras su deportación a los Estados Unidos me hablaron, con ojos furiosos, de aquellos vejámenes.

-Nunca nos pidieron disculpas –dijo el más airado. Yo no supe qué responder. Ni tenía por qué hacerlo.

Manuel Prado, en efecto, se portó muy mal con los japoneses y niseis que vivían en el Perú. Entre ellos estaba el padre de Fujimori, a quien le quitaron su taller de reparación de llantas y tuvo que buscárselas vendiendo flores y criando gallinas.

Fujimori convirtió esa memoria familiar en fuego lento. Ya llegaría la hora de la revancha.

Y llegó. El proyecto de Fujimori fue crear un populismo autoritario que vaciase el contenido republicano de nuestras instituciones. Aun si Sendero no hubiese existido, Fujimori habría encontrado la justificación para dar un golpe de Estado. Aun si la crisis dejada por García no hubiese tenido la característica terminal que tuvo, Fujimori habría encontrado la fórmula para someter a la población a un ajuste brutal que la pusiera al borde de la indigencia.

De lo que se trataba era de extender un miedo paralizante que demandara soluciones drásticas y convirtiese al presidente en todopoderoso, padre fundador, salvador de la patria. Fujimori fue el abuelo de Bukele.

Derrotar a Sendero y matar la hiperinflación fue la batalla táctica que Fujimori libró con gran éxito. No era algo tan difícil: Sendero había perdido la guerra en el campo, gracias a las fuerzas armadas y a la autodefensa rural, y tomaba decisiones cada vez más dementes en la capital, mientras que después de una inflación que tuvo picos de siete mil por ciento anuales la gente estaba dispuesta a cualquier sacrificio.

Esa fue la batalla táctica. La batalla estratégica de Fujimori venía del rencor y se la dictaba el inconsciente. Se trataba de vengarse del país que había convertido en florista forzada a su madre y en vendedor de huevos a su padre, el país que, antes, había traído japoneses como cortadores de cañas enganchados en contratos de semiesclavitud, el país que había quemado bodegas y peluquerías de japoneses que tiempo después aparecieron en campos de concentración de San Francisco, California.

Fue una revancha minuciosa, metódica. Fue la obra de un ingeniero calculista, de un buen profesor de matemáticas. Fue el desquite glacial de un hombre que no había olvidado y que encarnaba la amargura de todo un pueblo.

Consistió en lograr que el Perú desatase sus fuerzas más oscuras, sus potencialidades más siniestras, sus talentos menos estimables.

Al final de esa obra maestra del odio, quedaría un país sin partidos políticos, sin Estado, sin contrapesos democráticos, sin poder judicial neutral, sin prensa libre, sin Congreso opositor, sin Tribunal Constitucional, sin Contraloría, sin Fiscalía autónoma, sin organismos electorales confiables. Al final quedaría lo que hemos venido siendo, lo que somos: un país enmierdado donde pueden gobernar los que perdieron y en el que la derecha que sirvió al dictador pretende imponernos su narrativa y encadenarnos a sus fobias mafiosas.

¿Los peruanos podían ser taimados, oportunistas, ventajeros y pícaros? Pues Fujimori alentó esas taras y decretó que eran virtudes. ¿Los congresistas podían venderse? Pues Fujimori los compró. ¿Los medios electrónicos podían negociar su línea editorial? Pues Fujimori adquirió la mayor cantidad de bustos parlantes de nuestra historia. Y así, hasta la náusea. El Perú se vendió al martillo y las conciencias se compraron al susto.

Fujimori deshizo la república, produjo chusmas donde hubo ciudadanos, obligó a anuencias miserables a los jefes militares que Montesinos corrompía para luego poder chantajear. Estableció un país de voracidades en conflicto y creó el escenario perfecto de la desigualdad vitalicia y la concentración de la riqueza. Destruidas sus instituciones democráticas, el Perú adoptó el abismo de la arbitrariedad y la corrupción. El legado del fujimorismo es lo que estamos viviendo: presidencias sucesivas, cárceles a la espera, matanzas de vez en cuando, gentuza en el Congreso, leyes con nombre propio. Ni la Constitución de 1993 les merece respeto a los delincuentes que han dado un golpe de Estado y se sirven de Boluarte como fachada.

La venganza ha sido grande, colosal. El fujimorismo es el Godzilla serial que nos sigue asolando, que degradó las universidades, que maldijo la cultura, que adoró la ignorancia e imaginó para el Perú una dinastía tan interminable como degenerada. Hay peruanos que piensan que esto es lo que quizá nos merecemos. No estoy de acuerdo. Conservo un atisbo de esperanza.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 685 año 14, del 10/05/2024

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28 de febrero de 2024

Perú: Volvió la yuca

Juan Manuel Robles

La conexión entre Alberto Fujimori, los cómicos ambulantes, los panelistas de Laura Bozzo y los diarios chicha a fines de los noventa no era solo de afinidad y complicidad turbia (el entretenimiento de la peor calaña, monitoreado desde el SIN, como distracción mientras el autoritarismo corrupto arreciaba). Fujimori mismo se convirtió en un personaje del nuevo tiempo y del nuevo pueblo: chabacano, reilón, irresponsable y profundamente cínico; lo que llamamos un tremendo conchudo, un criollo de esos que se ríe en tu cara luego de hacértela. Era tan descarado que dejaba casi servido el libreto para la imitación de Fernando Armas. Ya años antes, Carlos Álvarez —que luego se pasaría al lado oscuro— lo caracterizaba anunciando la nueva cédula electoral que incluiría retratos de los candidatos: “si quieres al Chino, marca el 95; y si no te gusto, tacha mi foto”. Y la sonrisa de la boca torcida.

Entre el Fujimori severo de abril de 1992 y el escurridizo mandatario de noviembre del 2000 (el golpe y la fuga, dos manifestaciones de la cobardía), hay un largo esplendor en que ese señor vivió burlándose de todo el mundo en un sketch alucinado que llegó al paroxismo con El baile del Chino. Quedó poco del japonés silencioso, que nunca fue un santo pero hacía sus movidas con discreción y frialdad, retratado en “Ciudadano Fujimori” de Luis Jochamowitz. Su lenguaje —criticado por las élites— se hizo cada vez más cutre, barrunto, básico, con errores de conjugación y jergas baratas, mientras el hombre se volvía más extrovertido que nunca. El séquito de geishas de la prensa conocía ese humor, esa chispa, esa puesta en escena en la que los reporteros dóciles tenían la misma función que cumplen las risas grabadas.

Ese personaje desapareció con la caída y la fuga. Ese Chino campechano ya estaba totalmente derrotado y apagado cuando lo capturaron como un delincuente común en Santiago de Chile (la mano cubriéndole el rostro atribulado en la parte trasera de un auto). Desde su salida del Perú, el único asomo de aquel Chino divertido fue la postulación al senado japonés, cuando estrenó pelo crespo y novia. Pero, salvo ese episodio, tras su caída, Fujimori se convirtió en prófugo y reo, un hombre signado por el deshonor, que después, en la cárcel, adoptó su más notable papel: el del enfermo terminal.

No es fácil aparentar que padeces un cáncer terminal durante doce años, y Fujimori lo hizo con esmero, fotogénicamente. Y ya estaba olvidada su antigua personalidad criolla, seguramente reservada para las enfermeras que le hacían mimos en su prisión dorada. Para afuera, solo se mostraban distintas posiciones en el lecho de muerte.

Eso se acabó el lunes pasado, cuando Alberto Fujimori, ahora sí con un indulto que no será interrumpido —no con Fuerza Popular y la derecha radicalizada por el “anticomunismo” gobernando el país—, sacó del baúl de los recuerdos ese personaje que ahora ya no tiene por qué ocultar: el Fujimori que nos dice les metí la yuca. No solo no estoy enfermo sino que yo lidero Fuerza Popular, me meto en política las veces que me dé la gana, me río del pasado, del presente y del futuro. Y hablo como le gusta a la gente.

¿Se acuerdan de que a los izquierdistas les achacaban que pasaban por agua tibia a los subversivos, como si fueran “primos equivocados”? Bueno, Fujimori, en el relanzamiento de su gran sketch, se ha permitido hablar del criminal Vladimiro Montesinos como un compadre que cometió “errores”, al que lo “mareó” el dinero. Willax, la nueva Geisha TV, le permite decir eso con todo desparpajo. Por cierto, ¿a qué dinero se refiere, ese que “mareó” a Montesinos? ¿Al que nos robaron los dos? El posfujimorismo fue el aprendizaje traumático, en VHS, de que Fujimori y Montesinos eran una misma cosa, siameses unidos por el bolsillo, socios, cómplices. Montesinos era el tío de Kenji, y los tres pasaban buenos ratos en el SIN. Pero ya no importa, de eso no se habla, esas preguntas ya no se hacen y quien las haga recibirá una llamada de la patronal.

Fujimori lo sabe perfectamente.

Phillip Butters, a quien no pude evitar ver porque Twitter lo puso en la sección “Para ti” (ya tomé previsiones para que no vuelva a ocurrir), tuvo una observación atinada: la paradita de Fujimori. Todo un bacán. No lo había visto así desde alguno de los montajes propagandísticos en que un montón de militares, en segundo plano, desarticulaban alguna base terrorista y él hablaba con cara de comandante. El tipo vuelve a ser el de antes, es el guapo que retorna al barrio por lo que cree suyo. Su impunidad es absoluta y ha conseguido que la derecha comience a pensar que él —no su hija, no sus émulos— puede ser el elegido.  

Me gustaría tener esperanza en la derecha, los periodistas liberales y algunos empresarios y dueños de medios decentes, que lucharon contra Fujimori con valentía, más allá de los privilegios con que contaban. Me gustaría pensar que ellos podrían detener esta sinrazón, este gigantesco mensaje de impunidad. Pero no soy ingenuo: hace rato que esos señores demostraron que, si la amenaza es un Pedro Castillo o el “comunismo”, pues borramos casete y sea usted bienvenido, ciudadano Fujimori.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 674 año 14, del 23/02/2024

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24 de febrero de 2024

Perú: Don Anselmo y La Chunga

César Hildebrandt

Expresé hace unos días, en el podcast de esta revista, mi comprensión por la situación médica de Alberto Fujimori. Me conmovió que el hombre dijera que se podía morir en cualquier momento, que los médicos le habían subrayado aquello de “la muerte súbita” y que la detención domiciliaria era una condena a muerte implícita. Pensé que era bueno no terminar pareciéndote a tus enemigos y di a entender perfectamente que Fujimori debía seguir libre a pesar de los enredos y suciedades del indulto. En esa consideración pesó también el viejo cáncer oral que ha merecido, según dice Aguinaga, hasta tres intervenciones quirúrgicas.

Ahora tengo que admitirlo: fui un cojudo. Por enésima vez, fui un crédulo, un engañado crónico, un burlado.

Fujimori reaparece en olor (veraniego) de multitud en aquel Jockey Plaza que él ayudó a levantar y sale como portavoz patriarcal del fujimorismo, que es, como sabemos, su partido, su legado, su fluido corporal.

El ego velozmente recuperado y el hecho de creer que está más allá del bien y del mal hicieron que Fujimori dijera la verdad: “el gobierno de Boluarte va hasta el 2026 porque así lo ha decidido Fuerza Popular”.

La rabieta de Keiko, su traidora exprimera dama, su hija calcada, ha sido mistiana. Debe haberlo maldecido en japonés y debe haberse arrepentido de no haber vuelto a frustrar el indulto consentido por el Tribunal Constitucional que la obedece.

–¡Kuso ttare!– (maldito) debe haber gritado Keiko Fujimori.

¿Pero qué esperaba madame K?

¿Que el viejito regara rosales y se dedicara a las tareas de la melancolía?

Alberto Fujimori es el dueño de la marca, el patrón de los cielos, el jardinero de esa burundanga que te vuelve medio zombi y te hace hablar como Martha Chávez y pensar como Absalón Vásquez y matar como Kerosene.

Keiko ha enviado a dos de sus criadas para que contradigan al patriarca. Vano gesto. Las palabras del líder renacido son literalmente virales y siguen propagándose.

De ese discurso renacentista se desprende una obviedad: que Boluarte le debe la estabilidad en el puesto a la mafia fujimorista. Que la autora intelectual de una matanza de 49 peruanos esté en manos de una organización que premió a los asesinos del Grupo Colina, es de lo más coherente. Es un canje en el banco de sangre. Pero admitir ese pacto de morgues es algo que sólo podía hacer el hombre que sigue sintiéndose caudillo natural del movimiento.

Fujimori no se quedó allí. Salió a reescribir la historia diciendo que Vladimiro Montesinos “cometió errores” y que fue una lástima que “se dejara tentar por el dinero”. ¡Y lo dice el hombre que fue su compinche en el encubrimiento de sus ingresos mafiosos, en el Plan Siberia, en la indemnización de 15 millones de dólares que sacó en sacos del presupuesto de Defensa! ¡Lo dice el hombre que toleró que robara a manos llenas mientras seguía a su lado sosteniendo las tarjetas de crédito extranjeras de sus hijos!

Lo que nos ha querido decir el padre del fujimorismo supurado es que nada ha cambiado y que no podemos esperar otra cosa del partido que cambió de nombre ene veces para evocarnos siempre lo mismo: el Perú es como “La casa verde”, de Vargas Llosa. En esa novela, Don Anselmo, el patriarca, funda un burdel. El establecimiento es incendiado por la ira popular y el propietario cae en desgracia. Tiempo después, la hija de Don Anselmo, que se hace llamar La Chunga, refunda el prostíbulo con el mismo nombre. Hace 30 años estamos en eso: hablando de un antro que dicta la agenda en un país suicida.

Pero ahora resulta que Anselmo ha vuelto con el vigor de un Fushía navegante. Ningún cáncer lo devora, la muerte súbita será de otros, la fatiga acezante está olvidada, la mirada perdida es hoy la de un pícaro que nos recuerda lo idiotas que podemos volver a ser. Y Willax es su canal, como antes lo fueron el 2 de los Winter, el 4 de los Crousillat, el 5 de un suizo trucho.

Todas las oscuras golondrinas están dispuestas a volver. El patriarca nos ha recordado que nada ha cambiado y que si La Chunga saliera presidenta, volveríamos a los tractores de hojalata, los aviones a choro y los asesores de seguridad que se hacen millonarios en cuentas de Zúrich. Como si Macera hubiera sido un profeta cuando dijo que el Perú era un burdel.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 674 año 14, del 23/02/2024

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20 de noviembre de 2022

Perú: Familia

César Hildebrandt

Caín fundó la estirpe.

Keiko Fujimori es descendiente de ese linaje.

“Que se joda”, exclamó la jefa de la organización Fuerza Popular refiriéndose a su hermano Kenji. Le habían preguntado si no era excesivo publicar los videos que demostraban que Kenji había incurrido en un delito para lograr la libertad de su padre, condenado a 25 años de prisión. “Que se joda”, dijo esa cisterna de veneno y frustración.

Y efectivamente, se jodió. Esta semana condenaron a Kenji Fujimori a más de cuatro años de prisión efectiva, pena que deberá cumplir apenas sea ratificada por una corte superior.

El padre fue un canalla. La hija, que creció en los hervores de la corrupción y el privilegio, estaba condenada a no poder ser mejor. Kenji, que era un niño cuando su padre empezó a hacer de las suyas, pareció siempre el menos contaminado. Pero pagó el pato. Salida de una película de la serie Kill Bill, madame K hundió al hermano que había jurado (ante su madre) proteger. Y al hundirlo, evitó que su padre recuperara la libertad. No le convenía un competidor de tanto peso después de haber perdido la segunda elección presidencial de su carrera. Fue un mate computado como doble. Fue su obra maestra.

En esa familia, la traición olía a rancio. En los albores del régimen, Susana Higuchi de Fujimori había denunciado a Rosa Fujimori, su cuñada, como cabecilla de una red que se robaba las donaciones recibidas por Apenkai, la fundación creada para “ayudar” a los más pobres.

La misma Susana Higuchi me lo contó frente a frente, durante una entrevista que le hice para la revista dominical del diario madrileño ABC. “Se robaban hasta la mejor ropa y dejaban lo que no servía”, me dijo.

La represalia fue inmediata. Alberto Fujimori dejó de hablar con Susana Higuchi, la hostilizó con métodos orientales, la encerró en su habitación y, enfrentado a un juicio entablado por ella para que reconociera una deuda de 100,000 dólares contraída durante la campaña electoral, negó su firma en un recibo y sostuvo que la huella digital que allí constaba tampoco era la suya. A los pocos días, Alberto Fujimori anunció ante la prensa que el cargo de Primera Dama había quedado vacante y que a partir de ese momento sería cubierto por Keiko Fujimori. La hija aceptó complacida y asistió, con su habitual sonrisa, al pronunciado deterioro emocional y mental de su madre. Padre e hija se lucieron ante primeras piedras, en recepciones diplomáticas, en viajes a reuniones cumbres. El fundador y la sucesora funcionaban como un reloj.  

Como en muchos casos, la familia Fujimori era una ficción.

Al fin y al cabo, hasta la mitología sabe que la afinidad de sangre no es un mandato inexorable de amor. Rómulo asesinó a su hermano Remo porque este cruzó la delimitación hecha en el monte Palatino. Los hijos de Edipo y Yocasta, Polinices y Eteocles, se mataron entre sí pretendiendo el trono de Tebas. Cleopatra y Ptolomeo fueron hermanos, amantes y enemigos, rivalidad que terminaría con él ahogado en las aguas del Nilo en el año 47 antes de Cristo. Y la aventura trágica de Hamlet empieza cuando su padre, el rey, es asesinado por su hermano Claudio. La familia puede ser una condena, como lo sabe ahora, desde las antípodas de Shakespeare, Ricardo Belmont.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 612 año 13, del 18/11/2022, p16

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14 de septiembre de 2021

Perú: La muerte de ‘Gonzalo’

Gustavo Gorriti

La muerte de Abimael Guzmán no cambiará en el corto plazo –y probablemente tampoco en el mediano– el discurso dominante sobre el impacto de la insurrección senderista en este país. Antes que análisis anclado en conocimiento, ese discurso fue y es exorcismo basado en la maldición y el desprecio.

Ese divorcio del conocimiento abarcó todo el espectro político, desde la izquierda hasta la derecha. Hace pocas semanas, el excanciller Héctor Béjar recicló un argumento que fue casi lugar común en la izquierda en la primera parte de la década de los 80: que la insurrección senderista era una operación dirigida por la CIA para justificar la represión de la izquierda legal.

En la derecha de ese tiempo, Celso Sotomarino afirmaba que el senderismo era dirigido desde un portaaviones soviético anclado en el Caribe. El propio presidente Fernando Belaunde, exasperado ante lo que no podía entender, sostuvo que se trataba de una conspiración extranjera. ¿Qué otra cosa podía explicar el sabotaje a torres de transmisión eléctrica, a puentes, a fundos experimentales que tanto significaban en este país de recio territorio?

La ceguera cognitiva permeó también a las fuerzas de seguridad, salvo contadas excepciones, durante largos años. No se necesita releer a Sun Tzú para saber que en asuntos de vida y muerte, el precio del desconocimiento se paga con sangre.

En la mayoría de naciones ilustradas, el fin de un conflicto provoca una eclosión de historias, reseñas, monografías y memorias que termina de disipar la niebla intelectual de la guerra y permiten describir la verdad de sus hechos. En el Perú, en cambio, el empeño de los exorcistas por impedir el conocimiento ha sido inaudito e intenso.

En su muerte, Abimael Guzmán permanece tan desconocido como lo fue durante los años de la violencia y también luego de su prisión y condena. Si solo fue el “cabecilla sanguinario de la vesania terrorista”, ¿cómo explicar lo dura que fue la lucha contra el senderismo y la intrepidez, esfuerzo y talento que tomó vencerlo?

¿Qué hizo que estudiantes y profesores sin historial previo de violencia, asumieran como una necesidad de la Historia el perpetrar acciones de horrenda crueldad que supuestamente conducirían hacia un futuro justo a la humanidad? ¿Y qué llevó a gente materialista y atea a describir la prevista muerte propia como “el instante supremo de la entrega total al fuego purificador” frente a la mística presencia de “la jefatura”?

La rígida ortodoxia


Fue por la ideología extrema y su demostrada capacidad de alterar la conducta humana, especialmente cuando se trata de sistemas cerrados bajo el control vertical de un déspota filosófico. El poder del dogma supremo no se expresaba en la dictadura del proletariado sino en la dictadura de quien fue venerado por sus seguidores (y por él mismo también) como el primer filósofo de este mundo.

Abimael Guzmán fue un comunista de rígida ortodoxia; de la línea que, a partir de la obra fundacional de Marx y Engels, fue desarrollada por Lenin, por Stalin después y luego por Mao. Fue una línea que, pese a presentarse como continuación lógica y creativa de lo precedente, se realizó en cada caso mediante purgas enormes y masivas eliminaciones, sostenida en dos factores conjugados: un disciplinado partido comunista y el culto a la personalidad del líder máximo.

La ortodoxia leninista-stalinista afirmó que el materialismo histórico y el materialismo dialéctico eran los saberes que permitían una interpretación y comprensión plena de las leyes de la historia, de las sociedades, del universo. Leyes que, bien entendidas, permitían encauzar la evolución necesaria de las sociedades hacia las etapas superiores del “socialismo científico”, antesala del comunismo. Pero la interpretación certera de esas leyes precisaba de líderes absolutos con la capacidad de sincronizar la acción de su partido con el cumplimiento de las leyes de la historia.

Esa ortodoxia fue producto de la involución desde el marxismo original, heredero de la Ilustración, al despotismo de Stalin a partir de los años veinte del siglo pasado. Despotismo que, pese a las obvias contradicciones en su desarrollo, se convirtió en la corriente dominante del marxismo gracias a la creación de la Unión Soviética, la victoria contra los nazis en la segunda guerra mundial, el triunfo de Mao en China – junto con otras revoluciones también victoriosas, desde Tito en Yugoslavia, Ho chi Minh en Vietnam, Kim Il Sung en Corea, entre otros –. Esas realidades llevaron incluso a algunos de los más notables intelectuales del siglo pasado, a aceptar que el curso inevitable de la humanidad era el triunfo de la ideología comunista.

Eso puede sonar hoy a caricatura, pero hacia mediados del siglo pasado representaba para muchos el epítome de la eficacia puesta al servicio de la humanidad. ¿Las purgas, las muertes, las persecuciones? ¿De qué otra forma, respondían, se defendió a la Unión Soviética, se derrotó al fascismo y se logró (hasta el fin de la Guerra Fría) que más de un tercio del planeta estuviera gobernado por partidos comunistas?

Tal fue la formación que tuvo Abimael Guzmán. A diferencia de otros, que mantuvieron flexibilidad y tolerancia, él fue disciplinado, literal, ultraortodoxo y plenamente dedicado a imponer la revolución comunista en el país a través de la violencia.

En la Arequipa de mediados del siglo pasado, el entonces estudiante Abimael Guzmán fue influenciado por dos fuertes personalidades: el filósofo y catedrático Miguel Ángel Rodríguez Rivas; y el pintor Carlos de la Riva. Rodríguez Rivas inició su vida laboral como obrero de construcción civil y se educó a sí mismo con gran disciplina y ascética intensidad. Su grupo de devotos discípulos se llamaba “Hombre y Mundo”. Kantiano literal, Rodríguez Rivas inspiró el tema de la tesis de filosofía de Guzmán, sobre la teoría kantiana del espacio. Luego de varios años, Rodríguez Rivas fue catedrático del CAEM y tuvo, entre otros muchos alumnos, al general Clemente Noel, el primer jefe militar cuando entró la Fuerza Armada en Ayacucho, en diciembre de 1982.

Carlos de la Riva era un stalinista radical que, luego de la escisión en el movimiento comunista internacional entre la Unión Soviética y China, se alineó decididamente con el maoísmo.

Guzmán siguió el mismo curso poco después, ya desde Ayacucho, donde tuvo protagonismo en la escisión local entre maoístas y pro-soviéticos.

A mediados de los 60, su viaje a China, en pleno fermento de la Revolución Cultural, tuvo un efecto decisivo en Guzmán. Esa etapa de purgas desenfrenadas, perpetradas por jóvenes fanatizados en el culto a Mao, fue percibida por Guzmán nada menos que como un momento estelar en la historia de la humanidad. Regresó al Perú plenamente convencido de que la estricta corrección ideológica era indispensable para triunfar en la insurrección.

Pero no bastaba con tomar el poder. El camino al comunismo, en el Perú y el resto del mundo, sería jalonado por sucesivas “revoluciones culturales” algunas de cuyas purgas tempranas fueron padecidas poco después por otros dirigentes senderistas, como Luis Kawata.

Radical excepción

Desde la segunda parte de la década del sesenta, Abimael Guzmán se dedicó a preparar una insurrección maoísta en el Perú. En un continente que sufrió en casi cada nación alzamientos guerrilleros de inspiración cubana, la insurrección senderista fue una radical excepción. No solo no se parecía ni en métodos ni en forma a las otras organizaciones revolucionarias sino las despreciaba. Y las otras reciprocaban el sentimiento hacia Sendero.

Una organización que daba toda la importancia a la ideología y poca al armamento no parecía tener mayor futuro insurrecto. Esa fue una de las razones por las que pudo crecer por debajo del radar de las fuerzas de seguridad.

En 1976 murió Mao y la “revolución cultural” fue derrocada en China. Para Guzmán, eso no fue solo una traición sino la derrota del último bastión del socialismo. Con ello, Sendero se convertía en la nueva vanguardia de la revolución mundial y su jefe en “la cuarta espada” (luego de Marx, Lenin y Mao) gracias a su “pensamiento-guía” que eventualmente, siguiendo el escalafón de conceptos, se convertiría en “Pensamiento Gonzalo”.

Injerto forzado

En 1980, con ese “pensamiento” como arma principal, Sendero inició la insurrección violenta, justo cuando el Perú comenzaba una nueva etapa democrática luego de 12 años de gobierno militar. Fue la única insurrección maoísta en América Latina, injertada además a la fuerza sobre una realidad renuente. Aunque varias acciones iniciales (como los perros colgados con insultos a Deng Hsiaoping) parecían antes psiquiátricas que políticas, ocultaban una cuidadosa preparación, articulada en precisos esquemas estratégicos que encontraron a la sociedad peruana completamente desprevenida y sin defensas.

Los doce años siguientes fueron terribles, trágicos. Pueblos, comarcas, regiones enteras fueron asoladas por la violencia. Pese a sufrir tremendas bajas, Sendero creció en forma continua y aunque perdió territorios, ganó otros más. En la parte final de la guerra, luego de haber declarado la “paridad estratégica”, Sendero concentró esfuerzos en Lima. Desde la clandestinidad, con serios problemas de comando y control, Guzmán dirigía la insurrección convertido en un mito virtualmente religioso para los seguidores que lo consideraban invencible no por ser general sino filósofo. Aunque uno sospecha que para ellos, filosofía y magia resultaban indistinguibles.

Abimael Guzmán era la principal fuerza de Sendero y, a la vez, su mayor vulnerabilidad. Los senderistas sostenían que ni las acciones contrainsurgentes más sangrientas los habían debilitado. ¿Qué podía amenazarlo?

Respetos y desprecios

La respuesta llegó de un grupo pequeño de policías mal equipados pero extraordinariamente preparados en el conocimiento del enemigo senderista, que se organizaron para enfrentarlo en su terreno y vencerlo.

El entonces mayor de la policía, Benedicto Jiménez, no surgió de la nada. La Dircote (Dirección contra el Terrorismo) había cultivado un número limitado pero eficaz de policías que descubrieron temprano que para intentar vencer a Sendero había que conocerlo y para conocerlo había que leer y estudiar mucho. El coronel Javier Palacios fue uno de los principales pioneros en la estrategia del conocimiento en profundidad del enemigo.

Fue Jiménez, bajo la protección del general Fernando Reyes Roca y del entonces ministro del Interior, Agustín Mantilla, quien logró crear la pequeña y precaria unidad basada en la experiencia y la reflexión de años. El GEIN, dijo Jiménez a los policías que logró reclutar, como escribí en una serial publicada en La Prensa de Panamá en 1997 “…debía ser más astuto, más sutil, más rápido que el enemigo terrorista. Si Sendero Luminoso había logrado crecer camuflándose dentro de la población, utilizando la sorpresa y la astucia, el GEIN debería usar también el disfraz y la sorpresa contra Sendero”.

“Como ustedes saben”, prosiguió Jiménez, “los senderistas dicen despreciarnos estratégicamente y respetarnos tácticamente. Bueno, nosotros respetamos estratégicamente a los senderistas, porque son un gran peligro para nuestro país, pero los despreciamos tácticamente, porque estamos mucho mejor entrenados y somos más capaces que ellos. Nuestro objetivo es lograr un conjunto de victorias tácticas que nos puedan llevar a la victoria estratégica”.

Pero lo fundamental era combatir dogmas con principios, como escribí en esa serie. Dado “que su trabajo iba a ser duro y difícil, ante un enemigo que presumía habitar en un nivel moral superior, los detectives del GEIN debían estar convencidos de su propia superioridad moral y espiritual sobre el senderismo. “Nosotros defendemos” dijo Jiménez, “la vida, la libertad y la democracia”, contra quienes intentaban imponer una dictadura brutal. Cada acción del GEIN debía reflejar esa superioridad. Mientras que Sendero Luminoso dejaba una estela de miedo, destrucción y muerte tras de sí; los operativos del GEIN deberían emplear el mínimo de violencia, o ninguna, al actuar. Por eso, recalcó Jiménez, la disciplina interna del GEIN sería estricta. Quienes no estuvieran a la altura de sus exigencias, deberían abandonar la unidad de inmediato”.

La cadena de proezas investigativas que empezó en junio de 1990, con la intervención a la residencia en Monterrico y terminó con la captura de Guzmán, el 12 de septiembre de 1992, no fue resultado del azar sino de un trabajo talentoso y tenaz que consiguió con inteligencia y conocimiento lo que nadie se había acercado a lograr hasta entonces.

Al día siguiente escribí un artículo para Los Angeles Times, que intentaba explicar lo que esa captura significó. El arresto del rey-filósofo de Sendero, dije, (me traduzco del inglés) “tiene múltiples y profundas resonancias conceptuales. ¿Puede una estocada fulgurante implosionar el largo trabajo de hormiga mediante el que Sendero construyó su insurrección (a través de doce años de insurgencia armada y quince años previo de trabajo preparatorio)? […] Los contrapuntos conceptuales no terminan ahí. Si el segundo derrota a los años y la audacia a la deliberada planificación, el drama adicional fue dado por el hecho de que Sendero Luminoso era considerado un movimiento que remó contra la corriente de la Historia, y logró progresar contra la corriente. Un anacronismo militante que subyugó a la realidad; un desafiante stalinismo reencarnado que logró avanzar en un país herido. ¿Pudo todo esto desaparecer en un pestañeo? Mientras el profeta de Sendero –el que reclamaba interpretar las supuestamente inexorables leyes de la Historia– era observado en su estatura humana, abruptamente disminuida por la derrota, resultaba difícil no pensar si acaso este grupo de policías no solo había efectuado un arresto sino planteado una proposición filosófica: que el accidente es central en la Historia y que eventos singulares pueden desafiar e incluso alterar poderosas tendencias de progreso o regresión en los asuntos humanos”.

Adversidad definitiva

En esa hora y lugar, Sendero perdió la guerra. Guzmán, todo indica, lo supo de inmediato, aunque quizá tardó más en percatarse de que la adversidad era definitiva.

Antes, desde la oscuridad, Sendero proyectó letalidad y fuerza, que causaron no solo miedo sino un sentimiento de impotencia frente al peligro impredecible. De pronto una breve acción, con un solo disparo accidental, terminó con la amenaza. El temor se trocó en una furiosa demanda punitiva, sobre todo desde la ultraderecha.

Sin embargo, esa ultraderecha no protestó cuando Abimael Guzmán, persuadido por Vladimiro Montesinos, buscó negociar con el entonces recientemente golpista Alberto Fujimori un “acuerdo de paz”.

Guzmán escribió a Fujimori en junio y luego en septiembre de 1993, un año después de su captura, para conversar sobre “un acuerdo de paz cuya aplicación lleve a concluir la guerra que vive el país”. Con esa carta, Guzmán renunciaba posiciones defendidas agresivamente a lo largo de los años. Fujimori, recuerden, presentó esa carta como un trofeo en la Asamblea de las Naciones Unidas, a principios de octubre de ese año.

Días después, el 6 de octubre, Guzmán remitió una tercera carta a Fujimori, en la que elogió el golpe de Estado del 5 de abril de 1992 y, a pedido de Montesinos, alabó la supuesta “estrategia sistemática y coherente” que habría sido desarrollada a partir del golpe, “alcanzando reales éxitos, principalmente en la captura de cuadros y dirigentes, entre ellos nosotros, los firmantes”.

Al margen del intento de Montesinos de expropiar la hazaña del GEIN, la negociación rindió frutos y pudo haber logrado mucho más (rendición de quienes no habían abandonado las armas; y, sobre todo, rendición formal de Sendero Luminoso, petición de perdón al país por el inmenso daño ocasionado y juramento de no intentar volver jamás a la vía de las armas).

Pero una vez conseguido el efecto de propaganda que Montesinos y Fujimori buscaron, todo lo que quedó por un tiempo fueron algunos beneficios penitenciarios, recortados por los gobiernos democráticos a partir del dos mil. Por miedo a la gritería de la ultraderecha (antes ultracallada con Montesinos), ninguno de esos gobiernos terminó de negociar la rendición formal que, salvo el caso del VRAE, hubiera sellado el término definitivo de la insurrección senderista.

Con la muerte de Abimael Guzmán, ese paso ya no sucederá.

Por las razones básicas de humanidad que ellos no tuvieron; debe permitirse a su esposa, Elena Iparraguirre, velar su  cadáver y despedir con él las cenizas de aquella supuesta guerra prolongada, que luego de matar lo que mató y herir lo que hirió, terminó en una real derrota prolongada que duró hasta que se acabaron los tiempos de la vida, sin poder cambiar los de la Historia.

Publicado el domingo 12 de septiembre, 2021 a las 9:44 | RSS 2.0.

Última actualización el domingo 12 de septiembre, 2021 a las 10:55 


10 de septiembre de 2021

Perú: Cárceles

Juan Manuel Robles

El anuncio de que Vladimiro Montesinos fue trasladado de la Base Naval —una prisión en que aparentemente vivía muy cómodo— me hace pensar que nos hemos olvidado de algo que en otros tiempos era muy importante: tener cárceles confiables para encerrar allí a la gente nociva, aislarla del mundo y estar seguros de que no hará más daño. A inicios de los noventa era un asunto fundamental emprender esa tarea: estaban frescas, en la memoria, la fuga de los presos del MRTA por aquel túnel tan prolijo —la misma técnica que en el futuro les daría su golpe final— y las cárceles tomadas por senderistas, donde incluso marchaban en fila sus militantes cantando alabanzas al presidente Gonzalo. Con la ofensiva final contra el terrorismo llegó también el orden en las cárceles. La reclusión de los subversivos se hizo real y efectiva, pero en otros ámbitos penitenciarios no mejoramos mucho.

Hace años vivimos en una situación que debería preocuparnos: la cárcel no es un lugar que sirva para contener a los capos de las redes corruptas que están encerrados en ellas. Al contrario: la prisión es una suerte de base alternativa, una sucursal impuesta por las circunstancias, desde la cual los planes delictivos persisten.

Lo interesante es que a nadie parece importarle mucho. El traslado de Montesinos nos ha hecho recordar, de pronto, que hemos tolerado por años que el recluso Alberto Fujimori tenga una cárcel soñada, un bungalow de 800 metros cuadrados donde puede recibir a quien le da la gana, con estacionamiento y anfiteatro. Todos esos peruanos de a pie que se han endeudado por décadas para tener 50 metros cuadrados entenderán por qué Fujimori le ha pedido a un juez, por todos los medios, que no lo vayan a mover nunca de allí.

Su hija Keiko ha hecho el mismo pedido desesperado.

El expresidente que llegó a ser el séptimo gobernante más corrupto del planeta vive en su cárcel de lujo, enorme como una mansión, en el campo, donde se respira mejor en la vejez. En tanto, el asesor con quien Fujimori construyó todo ese podrido imperio gozaba hasta hace poco de plena libertad para ejercer sus facultades conspiratorias. Como Pedro por su casa, usaba el teléfono en la Base Naval para dar consejos y estrategias a la familia tan querida, como una suerte de Tom Hagen que vio crecer a los chicos y desea ayudar.

Así, estando en prisión, estos siameses separados han tenido la libertad de influir en la vida política nacional (tanto tiempo después).

No sé por qué esto no es un tema nacional, no sé por qué la prensa no se preocupa de este asunto como lo que es: una burla y un colapso. Bueno, sí sé por qué: es el poder. El poder hace que miremos para otro lado y nos olvidemos. Siempre pensé que si Alan García no se mataba, ni bien llegado a la cárcel hubiera remodelado pabellones —con contratistas ad hoc y faenones— y hubiera inventado nuevas formas de vivir en reclusión.

Hemos pasado de aquella urgencia general porque las cárceles funcionen —para inmovilizar terroristas— a que nos tenga sin cuidado el tema. Tal vez se debe a la trivialización de la “experiencia” carcelaria. Como en el juego Monopolio, la cárcel es algo que está al acecho, en una combinación de dados, un evento que te toca (y no el resultado de tus malas acciones). Si todos pueden ir a prisión no tiene mucho sentido que el régimen carcelario sea demasiado duro. En el Perú, cualquier presidente que endurezca la seguridad penitenciaria sabe en el fondo que podría estar reforzando las paredes de su propio encierro futuro.

Ya es tiempo de acabar con esta desidia cínica y ese cálculo. Porque un corrupto encerrado en una cárcel de mentiritas no es algo menor. Puede hacer mucho daño: puede ejercer influencia, tramar lobbies, entrevistar aliados, seguir poniendo su mente criminal al servicio de su red turbia. Es tiempo de volver a desear que las cárceles funcionen, tal como lo deseábamos en el pasado cuando queríamos ver a los terroristas en la jaula.

Por supuesto, esto no quiere decir que fomentemos la deshumanización. Los ciudadanos podemos ser crueles cuando se trata de imaginar castigos a quienes nos hacen daño. Quisiéramos que las cárceles fueran un lugar de sufrimiento, de austeridad insoportable, de vejaciones diarias y tormentos. Que los delincuentes no solo se arrepientan de sus delitos sino de haber nacido. Pero ese pensamiento nos llevó a cárceles-tumba como Yanamayo, y eso no estuvo bien. He escuchado a familiares de subversivos decir que no quisieran jamás que militares responsables de terrorismo de Estado sean encarcelados en Yanamayo. Porque después de ver a sus parientes purgar condena allí algo tienen claro: nadie debe estar en un lugar como ese.

No es necesario tener un clamor por cárceles-mazmorra. Basta desear el aislamiento efectivo y el castigo ejemplar, algo que en este momento no se da. Algo que Fujimori y Montesinos merecen.

No hay nada más digno que una cárcel común similar a la que otros habitan. Con incomunicación y aislamiento, como corresponde. A Fujimori tendría que dársele esa dignidad: la de vivir su castigo sin privilegios que ofenden al país. Y morir, si toca, sosegadamente, como el dictador argentino Jorge Videla, sentado sobre el excusado de su celda, una celda sin lujos pero sin vejaciones. Una celda que no deje posibilidades de que el interno le haga más daño al país.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°555, del 27/07/2021   p20

29 de agosto de 2021

Perú: Narcoterrorismo de alto vuelo

Ronald Gamarra

La ultraderecha tiene la costumbre de terruquear a cualquiera que no comulgue o discrepe de su extremismo reaccionario. López Aliaga lo dejó muy claro cuando calificó al presidente Sagasti como “jefe de los terrucos… los terroristas lo reconocen como su líder”. Hay que tener la mente muy distorsionada para hacer afirmaciones tan delirantes, pero a eso los lleva el fanatismo y la carencia de escrúpulos cuando se proponen embarrar del peor modo a sus adversarios. Sin embargo, la ultraderecha tiene entre sus líderes y sus protegidos a gente que ha violado la ley hasta el extremo de incurrir en hechos que están en el campo del terrorismo e incluso el narcotráfico. Así como suena. Ni más, ni menos. Es el caso, por ejemplo, de Alberto Fujimori, a quien la ultraderecha defiende y presiona por su liberación, y a cuya hija apoyaron con todas sus fuerzas y capacidad para mentir y armar tinglados, pretendiendo imponérsela al país.

Alberto Fujimori fue el cabecilla de una operación para abastecer de armas a las FARC, organización armada colombiana, entre los años 1999 y 2000. La operación tenía por objeto entregar 10 mil fusiles a las FARC para fortalecer su capacidad de combate contra el gobierno y el ejército de Colombia. Diez mil fusiles de asalto para producir más muertes y destrucción en el país vecino. ¿Cómo denominar a quien hace esto? Terrorista, obviamente, sin rodeos ni la menor exageración.

¿Por qué lo hizo? Eso también es obvio: por dinero. Era un gran negocio abastecer de armas a las FARC. Además, era billete que entraba fácilmente porque de la organización de los detalles del trabajo concreto se encargaba su cómplice Montesinos. Qué le importaba a Fujimori la procedencia del dinero con que las FARC pagaban las armas. Todos saben que las FARC manejaban muchos dólares del narcotráfico. El que los recibe también está en la cadena del narco.

Fujimori contó en esta voluminosa operación con la complicidad de su socio Montesinos y del alto mando de las Fuerzas Armadas, asociado con él en la dictadura. Así es como don Alberto corrompía activamente la moral de quienes están encargados de la defensa del país frente a una agresión militar externa. Nadie ha untado más a decenas y decenas de altos oficiales de nuestras Fuerzas Armadas como lo hizo Alberto Fujimori, ese mismo a quien apoya la ultraderecha.

La operación de suministro de armas a las FARC por parte del gobierno de Fujimori era de una audacia y desfachatez que pasma. Unos integrantes de la organización de Fujimori y Montesinos negociaron directamente con los representantes de las FARC, en Colombia; otros se contactaron con el intermediario y luego con el traficante de armas, en Miami: Sarkis Soghanalian, en persona. En enero de 1999, en las meras instalaciones del SIN, se cerró el trato. 10 mil fusiles kalashnikov y 13 millones de cartuchos. Los fusiles tenían procedencia bielorrusa, pero se triangularían con el ejército de Jordania para camuflar el trayecto. Se suscribieron tres contratos de compra, hasta por 700 mil dólares. Entre marzo y agosto de 1999, en Amán, las armas se montaron en aviones Ilyushin, con tripulación ucraniana. Horas y kilómetros después se lanzarían en paracaídas, en el monte, en territorio del frente 16 de las FARC. Las naves llegarían vacías a Iquitos y Lima, prestas a cargar triplay, madera, café y frutas para Sarkis.

Fujimori y Montesinos se creían unos James Bond de las operaciones secretas, pero fueron descubiertos por el servicio de inteligencia de Colombia y la CIA norteamericana, que les exigieron explicaciones. Entonces, la dupla dictatorial montó de emergencia un escenario para simular que el gobierno de Fujimori “había descubierto” y detenido a los “verdaderos traficantes” de armas, para lo cual organizaron una mentirosa conferencia de prensa en agosto del 2000.

Pero era muy tarde. La CIA estaba ya en posesión incluso de las copias de los contratos de compra de los fusiles en Jordania por miembros de la organización de Fujimori y Montesinos. Ya no cabía forma de disimular lo perpetrado. Se habían registrado no menos de cuatro entregas de cargamentos de fusiles a las FARC. Este hecho fue uno de los factores que determinó la caída de la dictadura fujimorista pocas semanas más tarde.

Decenas de personas fueron sentenciadas por este caso, incluyendo a Vladimiro Montesinos, en un proceso penal que empezó en el 2001 y culminó en el 2010. En el año 2009, un juez determinó que Alberto Fujimori estaba pasando piola por este caso tan grave y pide la ampliación de las causales de su extradición, la cual en 2010 es aprobada por la Corte Suprema. Entre el 2010 y el 2021 este mandato estuvo detenido: ¡once años sin que ningún gobierno lo cumpliera!

Hay que recordar que Alberto Fujimori, en vez de ponerse a derecho en su país, se acogió a la soberanía de Chile, como Alejandro Toledo ahora en Estados Unidos, e hizo indispensable proceder a la extradición que, de acuerdo con las normas internacionales, se concede solo por los delitos que aprueba el país que concede la extradición, en este caso Chile. En la extradición pedida por el Perú en 2007 no estaba incluido este delito de tráfico de armas narcoterrorista con las FARC.

Ahora el pedido de ampliación de las causales de extradición de Fujimori será planteado por el gobierno peruano ante las autoridades de Chile. Es previsible que será concedido porque las pruebas son abrumadoras. Cuando el vecino acceda a esta solicitud, Fujimori podrá ser procesado penalmente por la justicia peruana como líder de una organización criminal cuyo propósito era hacer negocios millonarios de venta de armas a las FARC, tremendo lucro con el terrorismo y el narcotráfico internacional.

Como decimos, las pruebas abundan. La justicia peruana ya dispone desde hace muchos años de abultada documentación, donde hay declaraciones de exmiembros de las FARC, intermediarios de la dupla Fujimori-Montesinos y los contratos de compra de armas suscritos por ellos en Jordania, confesiones del propio bróker que facilitó la operación con el ejército hachemita, las del personal de la alta dirección del SIN; también, el récord migratorio de los involucrados (incluyendo al propio Sarkis) que los ubica en Colombia, Amán y Lima, antes e inmediatamente después de los lanzamientos del cargamento, así como los papeles proveídos por el DAS colombiano y las armas incautadas en Papiral y Guayabetal por la sétima brigada del ejército colombiano.


Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°554, del 27/07/2021   p22