Juan De la PuenteSucede con los ciclos acelerados en la historia. En medio de la sucesión caótica de escenas que tienen al gobierno de Trump como protagonista, son recurrentes las preguntas de cuándo empezó “esto” y hasta dónde llegará. La primera aguardará el juicio de los historiadores y a la segunda le espera cercanas vicisitudes.
Otra interrogante nos pertenece menos a los ciudadanos de la periferia del mundo. Se refiere a la naturaleza desnuda de los sucesos que detonan día a día, es decir, el qué de este convulsivo momento del mundo.
Sin duda se vive un clima revolucionario. Es la primera revolución global por el volumen de participantes, territorios y tendencias en pugna. Las redes digitales han convertido a gran parte de la humanidad en combatientes de una contienda en que, sin embargo, un pequeño grupo de países y apenas un puñado de personas tiene los medios y autoridad para encarar -y si pueden gobernar- los impulsos desatados.
La revolución conservadora está en auge. Es la más importante desde la derrota del nazismo. Su propósito es acabar con los derechos y las libertades. Occidente, ese extenso sistema de poder y sus valores heredados de la Ilustración, decisivo para derrotar al fascismo en el siglo XX, derribar el muro de Berlín y reconocerle a una buena parte del mundo libertades y derechos sustantivos, se revuelve en agonía.
Los marcos conceptuales de la geopolítica -clásica y crítica- crujen. Existe “un problema” de países, economías, esferas de influencia y relaciones internacionales. No obstante, lo dominante es el problema cultural donde la receta de Kissinger de combinar la moral y el sentido práctico, es insuficiente.
El problema cultural antecede a la batalla cultural. El discurso autoritario pugna menos por fronteras que por ideas. Es cierto que en principio exhiben un nacionalismo desbocado y el retorno a la soberanía de los estados nación. Sin embargo, esta pretensión es maleable cuando se trata de sus dos grandes ideas fuerza: la libertad económica sin regulación y -paradoja- una sociedad sin derechos sociales y políticos so pretexto de defender la vida y la familia. En ese punto se encuentran los radicalismos religiosos, el ultranacionalismo y los tecno conservadores.
Occidente es ahora un espacio de controversia más cultural que espacial y estatal. Allí se escenifica una pugna enmarañada donde lo natural/universal presiona sobre lo legal/nacional según convenga a la internacional conservadora. El discurso anti woke se mueve en esas cuatro dimensiones. Por esa razón sus enemigos íntimos son también la sociedad civil mundial que logró homogeneizar un grupo de nuevas reglas y estándares de derechos y convertirlos en tratados, y la mediación global, multilateral, integradora y pacificadora, es decir NNUU, UE, OCDE, OMC, Foro Económico Mundial, Corte Penal, CIDH, entre otros.
Ese Occidente, complejo e incompleto como lo hemos conocido hasta ahora, pierde oxígeno. Superó victorioso la guerra fría y la derrota que le infligió el fin del sistema colonial. Creó la OTAN, la Unión Europea y fue decisiva en la creación de la ONU y de la reciente Agenda 2030, pero está sucumbiendo frente a la arremetida de las criaturas que ha creado o subestimado.
El giro radical consiste en que Occidente es poseído por un espíritu iliberal que lo devora por dentro, en unos países más que en otros, aunque no creo que la clave de este tiempo se limite a defender a Occidente desde una visión acrítica.
Occidente nunca fue tan Occidente como en su rechazo a todo modelo que plantease reducir las utilidades y el poder del capitalismo y se resistió a volver a experimentar los programas keynesianos de los años 30 del siglo XX. Las crisis económicas de los años 80 para adelante fueron para Occidente el desorden ideal que permitió imponer en todos los continentes -incluida la UE en 2008 con la troika y los fondos buitre en la primera fila- un modelo de globalización neoliberal que interactuó con el aumento de la desigualdad, la pobreza, el paro y la migración. La crisis de la vivienda y la gentrificación de las grandes ciudades es también la seña de Occidente.
También se embarcó en guerras neocoloniales en África y Asia y en los países de mayoría musulmana, y en batallas contra regímenes progresistas en todo el mundo, avalando violaciones de DDHH. En estas batallas, el argumento central de Occidente fue la democracia y la defensa de sus valores humanistas y pluralistas. De hecho, la alianza entre Europa, EEUU y las ex colonias inglesas que libró guerras regionales en Indochina, Corea, los Balcanes, Oriente Medio, y África, y que participó estelarmente en las “primaveras” en Oriente y Eurasia, llevó el sello de la democracia liberal (pluripartidismo, alternancia, elecciones libres, apertura de los mercados y derechos de propiedad), aunque varios de esos valores fueron sacrificados.
En el liderazgo del Occidente, especialmente la UE, existe claridad sobre las amenazas sobre las libertades y el riesgo de la cancelación de lo público y diverso. El Occidente democrático está dispuesto a la batalla geopolítica y la defensa de las instituciones multilaterales. No obstante, salvo algunas políticas de regulación de la Inteligencia Artificial y de los mercados digitales y la defensa de la Ucrania invadida, no parece estar dispuesto a defender todos los valores de la Ilustración, la democracia y el humanismo del siglo XXI con la misma intensidad.
El caso de la migración es un ejemplo. En 2023, el Gobierno de Macron impulsó una ley seriamente xenófoba -la Ley Darmanin- que anuló el principio universal del ius soli y estableció el delito de migración ilegal, es decir, castigaba la pobreza. La ley fue aprobada con los votos del partido de extrema derecha de Le Pen y para entrar en vigencia debió ser “ajustada” por el Consejo Constitucional que anuló 35 de los 86 artículos de la norma.
Trump es una figura central, aunque no debería perderse de vista que es símbolo y síntoma. Sigue siendo tan errático como en su primer mandato y no se descarta que su administración fracase. El proceso, no obstante, es más intrincado, porque sea cual fuese el resultado de su gestión, la revolución conservadora está en auge.
En la guerra de los aranceles, inclusive, la clave cultural es decisiva. La relación entre Trump y Putin es una relación de oligarcas contra Occidente y aunque no evolucione hacia la traición de Rusia a China, es lo suficientemente útil para que el mundo quede a merced de un nuevo estadio cultural dominado por el miedo, la falta de reglas, el auge armamentista y el poder tecnofeudal, ese que, a diferencia del auge fascista de los años 20 y 30 del siglo pasado, ocupa espacios de dirección y comparten roles de Gobierno mundial.
No todo está perdido. También está en curso una vigorosa respuesta democrática universal. Aunque las naciones y los bloques de naciones demoran en reordenarse, el capitalismo se escinde y reordena. La reciente reunión de Xi Jinping con los líderes de 40 empresas transnacionales en la que el presidente chino ofreció proteger “la competencia leal en el mercado”, indican que el desmontaje de la estructura de las relaciones internacionales y sus regulaciones tiene detractores en el campo de la economía y el conocimiento.
El marco y alcance del consenso mundial conservador es visible, pero no previsible. Carece de límites porque, precisamente, Occidente normaliza cada incremento de la apuesta radical. Sucedió en los años 20 del siglo pasado con el fascismo. Entonces, al inicio, se creía con equívoco que el consenso liberal era suficiente para frenarlo. Como aquella vez es preciso un consenso mayor que trascienda la defensa de las instituciones. Se precisa de libertad, igualdad, equidad, un Estado de Derecho garantista y una lucha decidida contra la precariedad, el hambre y la amenaza de la guerra. Más que salvar a Occidente, hay que salvar a la humanidad. Hobbes ha muerto. No hay Leviatán, es el momento de Hela y Thanos.
https://larepublica.pe/opinion/2025/03/30/trump-y-la-agonia-de-occidente-por-juan-de-la-puente-1684080