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6 de agosto de 2025

Transición energética, Trump y el Perú

Pedro Francke

"Es bueno tener en claro que esto lo debemos negociar con China, que tiene una ventaja competitiva y un interés sostenido"

Aniversario patrio, tiempo de pensar el futuro con la esperanza de que algo mejor venga pronto. Hemos tenido un bajo crecimiento los últimos doce años. Las políticas neoliberales nos regresaron a un modelo primario exportador, produciendo desindustrialización, alta desigualdad e incapacidad estatal. Al mismo tiempo, con otras políticas, China logró un crecimiento acelerado en el sector manufacturero y le fue muchísimo mejor. Hoy con la minería ilegal explotando gracias a un contexto de mayor pobreza urbana, gran desigualdad y altos precios internacionales de los metales, plantearnos alternativas parece ser urgente. Eso pasa por ubicarnos frente a los grandes cambios mundiales en curso, como la transición energética.

Esta tendencia ha generado mayor demanda para algunas materias primas, como el cobre en el que somos de los primeros productores mundiales. Nuevamente tenemos altos precios de estos demandados elementos, algo que debiera ser muy ventajoso para nuestro país. Pero las transnacionales se apropian de buena parte de las ganancias extraordinarias producidas por los elevadísimos precios del cobre y el oro, así que un problema crítico es quién se lleva esa renta minera. Hasta ahora, la Confiep y el Congreso derechista han bloqueado cualquier iniciativa para que reformas tributarias permitan captar el mayor valor de estos recursos para nuestro desarrollo, y además han sostenido este gobierno lleno de corrupción, con pésima gestión pública y total abandono del cuidado ambiental.

En el futuro cercano afrontamos la amenaza de Estados Unidos de imponer 50 por ciento de aranceles a nuestro cobre. Aunque es una de las medidas más idiotas que ha propuesto Trump, es incierto si llegará a aplicarla y a la fecha ese anuncio no ha afectado negativamente los precios internacionales de este producto. Si lo hace, simplemente todo el cobre peruano se venderá en China. Pero hay otro riesgo mayor de mediano plazo, y es que el conflicto entre China y Estados Unidos nos afecte. Trump quiere retornar a una política de considerar a Latinoamérica como el “patio trasero” de la gran potencia, como se ha visto en el tema de los puertos, asunto muy serio frente al cual este gobierno no ata ni desata (para variar).

Pensando estratégicamente, lo más importante es darle valor adicional a nuestros recursos para que esta transición energética impacte en una mayor industrialización. Tenemos capacidad de producir energías sostenibles como la solar y la eólica, usando equipos chinos para su generación, porque son mucho más baratos. Clave es la industria de carros eléctricos. En este rubro China ha sacado una diferencia de varios cuerpos por delante de Estados Unidos y Europa, que han tenido que poner aranceles bastante altos para defender un poco su industria. Otros países latinoamericanos han avanzado algo en esta línea; ahí están el acuerdo de Chile con China para la industrialización de litio convirtiéndolo en baterías y las grandes plantas de empresas chinas de vehículos eléctricos en México y Brasil. Nuestro país: en cero. El cobre sale a China sin siquiera ser refinado.

¿Con quién debiéramos priorizar relaciones para apalancar una industrialización nacional? No parece que pueda ser con Estados Unidos. Donald Trump ha regresado a promover la explotación y uso de petróleo sin importarle el cambio climático que afecta a toda la humanidad. Estados Unidos, cuya base productiva viene perdiendo la carrera de innovación y productividad en este terreno, con su actual política de ruptura de pactos e incertidumbre arancelaria va a agravar esa situación y cada vez más deja de ser un competidor en este sector. En la disputa geopolítica y económica mundial, que se ha profundizado en el mundo y de la que no podremos mantenernos al margen, es bueno tener en claro que esto lo debemos negociar con China, que tiene una ventaja competitiva y un interés sostenido. Resalto además un término: negociar. Hasta hace unos años, la ideología y política dominante era la de un mundo económico hiperglobalizado con reglas de “libre comercio” que simplemente debíamos aceptar, pero eso se acabó. Gracias a Trump ya no predominan las reglas internacionales sino la negociación bilateral y China avanza sus propios intereses con mirada estratégica. Nuestro Estado debe adecuarse y reorganizarse frente a esa nueva realidad.

Hay otro jugador en el mundo, ya en un lugar más relegado, pero aún poderoso: la vieja Europa. Para ellos el cambio climático es aún importante. Además, tienen un serio problema porque bajo Trump, quien era su principal aliado y socio, han llegado tiempos de confrontación, mientras que China se inclina hacia Rusia, lo que en Europa es visto como un riesgo a su seguridad. Europa aumenta su gasto militar, pero están en una situación en la que Latinoamérica podría ser uno de los pocos espacios que tienen para avanzar alianzas. Debiéramos aprovechar esa oportunidad. El Mercosur ya lo hizo y firmaron un acuerdo largamente postergado.

Aun si jugáramos bien nuestras cartas, es necesario tener en claro que cualquier estrategia estará llena de incertidumbres y dificultades. Una pregunta clave es hasta qué punto América Latina puede vincularse en las cadenas de valor globales y bajo qué condiciones. Otra pregunta es si estos nuevos productos industriales tienen el alcance como para impulsar una recuperación sostenida de la industria latinoamericana. Finalmente, es claro que apenas hemos abordado uno de varios temas claves para nuestro futuro. Pero debemos avanzar estas discusiones, porque de continuar con este neoliberalismo extremo seguiremos exportando materias primas y viendo cómo estamos cada vez más lejos de la frontera tecnológica mundial, rematando recursos naturales y malogrando nuestro ambiente. Todo esto mientras la pobreza, la desigualdad y la pérdida de derechos sociales sustentan una espiral de violencia, desorden social y desorganización nacional. Por ese camino, la democracia pronto puede convertirse en tan solo un recuerdo del pasado.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 743 año 16, del 01/08/2025

https://www.hildebrandtensustrece.com/

23 de junio de 2025

El avance económico de China aterra a Washington

Hedelberto López Blanch

Washington en los últimos años ha intentado infructuosamente disminuir la influencia económica y comercial de China, no solo dentro de Estados Unidos sino también a nivel mundial, pero el gigante asiático hasta ahora ha sido indetenible.

La realidad es que China apareció en la arena pública como un competidor fuerte y durante la primera administración de Donald Trump en la presidencia, en 2017 la Casa Blanca impulsó la guerra comercial contra el gigante asiático.

En la segunda presidencia del convicto magnate, en abril de 2025 sancionó por decreto una tasa base del 10 % a todas las mercancías que entraran a Estados Unidos y amenazó a los países sujetos a aranceles que no respondieran de igual forma, so pena de ser castigados.

En su afán por debilitar a China, Trump le lanzó una guerra de aranceles para los productos que importa desde esa nación los que han ido subiendo desde un 10 % hasta un 145 %. El gigante asiático respondió imponiendo un 125 % a los productos estadounidenses importados a su país.

Como Beijing enfrentó las medidas y no se dejó amedrentar, a Washington no le ha quedado más remedio que entablar conversaciones con su fuerte oponente las que se han realizado en Suiza y Londres.

En las de Ginebra, a principio de mayo pasado se logró reducir los aranceles estadounidenses sobre productos chinos del 145 % al 30 %, y las medidas de represalias de China del 125 % al 10 % por un período de 90 días que entraron en vigor el 14 de mayo. Ahora están pendientes de publicarse los acuerdos que, según se anunció por ambas partes, tuvieron lugar en Londres en la segunda semana de junio.

Desde la cancillería del país asiático se ha declarado en varias ocasiones: «Nunca nos quedaremos de brazos cruzados para ver cómo se priva al pueblo chino de sus derechos e intereses legítimos, y tampoco para ver cómo se socavan las normas económicas y comerciales internacionales y el sistema comercial multilateral. Si Washington insiste en continuar una guerra arancelaria o comercial, China luchará hasta el final».

Y el gigante asiático tiene condiciones para enfrentar las amenazas pues cuenta con un poderoso desarrollo científico, industrial, fabril y económico, relaciones con más de 180 países en el mundo adonde puede enviar sus mercancías y recibir a la vez, disímiles productos. Además de una población de 1 417 millones de habitantes con alto poder adquisitivo.

Asimismo tiene enormes riquezas en su territorio. Produce el 90 % de las tierras raras del mundo, un grupo de 17 elementos utilizados en las industrias de defensa, vehículos eléctricos, energía y electrónica. Estados Unidos solo tiene una mina de tierras raras y la mayor parte de su suministro proviene de China.

En los primeros momentos de esta guerra comercial, Beijing respondió con la suspensión de las exportaciones de minerales críticos e imanes, componentes fundamentales para los productores de automóviles, fabricantes aeroespaciales y empresas de semicondutores.

Numerosas empresas de punta estadounidense utilizan en sus producciones esos elementos importados desde China lo cual significó un duro golpe para varias compañías del país las que solicitaron a la Casa Blanca que rectificara los altos aranceles contra Beijing.

Pero también otro valuarte que tiene China desde hace unos años es que ha entrado en el mercado estadounidense mediante la compra de compañías del sector alimentario, tecnológico, automotor, inmobiliario y aeronáutico.  

Así en 2013 la empresa china WH Group adquirió la compañía Smithfield Foods por 4 700 millones de dólares. Esta es la firma productora de carne porcina más grande de Estados Unidos con más de 59 000 hectáreas de tierras agrícolas y aunque la sede se mantiene en Virginia, la propiedad completa pasó a manos chinas.

Un año después, en 2014 la compañía de computadoras china Lenovo concluyó un trato con Google por 2,910 millones de dólares para adueñarse de Motorola Mobility lo cual le permitió acceder a décadas de innovación desarrollada en Estados Unidos y también fortalecerse en el mercado mundial de teléfonos inteligentes.  

En 2016 el gigante Haier Group pagó 5 400 millones de dólares para comprar GE Appliances, la histórica división de electrodomésticos de General Electric. La producción sigue en Estados Unidos pero la dirección empresarial radica en China para liderar el mercado global de electrodomésticos.

En cuanto al sector automotriz, en 2010 la corporación estatal china AVIC se hizo del control de Nexteer Automotive, una firma de sistemas de dirección automotor con sede en Michigan y desde entonces los fabricantes estadounidenses están obligados a negociar con esa compañía. La AVIC también obtuvo en 2011 la Cirrus Aircraft, fabricante de aviones privados que le abrió a las empresas chinas un sector que antes era dominado solo por firmas estadounidenses.

La penetración de Beijing en el mercado inmobiliario sucedió en 2014 cuando Anbang Insurance Group pagó 2 000 millones de dólares por el histórico Waldorf Astoria de Nueva York. En 2016 compró Strategic Hotels & Resorts por 6 500 millones que tras la intervención del gobierno chino los activos pasaron a control estatal.

Asimismo, HNA Group obtuvo en 2017 un rascacielos en Manhattan por 2 210 millones de dólares con lo cual el gigante asiático ha ido consolidándose en el mercado inmobiliario de lujo.

Después de analizar estas realidades y otras herramientas que China tiene guardadas, es comprensible el porqué la nación asiática aterra a Washington: cada vez más se debilita su ya desgastada hegemonía mundial.

Hedelberto López Blanch​. Periodista, escritor e investigador cubano, especialista en política internacional.

Se publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

9 de mayo de 2025

Imaginar el mundo sin Trump

Juan De la Puente

El revés de Trump en la guerra arancelaria con China y su tosco retroceso marca el hito más importante en los primeros 100 días de su presidencia. La idea de un estratega rudo, audaz y victorioso se deteriora y es reemplazada por variadas lecturas, desde la que sostiene que preside un gobierno errático contestado por el mundo, hasta aquella que cree que a pesar de sus reveses sigue siendo el líder del resurgimiento de EEUU.

La euforia ultraconservadora mundial de enero ha sido sustituida por un silencio todavía admirativo. En A. Latina se tienen las primeras críticas desde ese sector a Trump, aunque todavía en un tono poco explícito. En cualquier caso, la imagen de Trump tiende a alejarse como referencia de la ultraderecha regional, una independencia emocional que, sin embargo, no dañará sustantivamente el auge extremista en la región. Puede ser que en breve plazo no sea rentable ser trumpista, pero la ultraderecha regional es más que Trump.

Sin desconocer el aspecto universal de la arremetida conservadora, las claves internas de los países latinoamericanos parecen guiarse menos de lo que presumimos de las constantes internacionales, por lo menos en esta etapa de duda sobre una recesión o depresión generada por las guerras arancelarias.

Eso sucede también en EEUU. La encuesta de Gallup de cara a los 100 días de Trump en el poder revela una seria caída de su aprobación. El 45% de estadounidenses lo aprueba, muy por debajo del promedio de la aprobación de presidentes desde 1952, que es de 60%; no obstante, si bien el mayor cambio de humor se registra entre los independientes (que inclinaron la balanza a su favor en las elecciones que ganó con 1,6%) donde la aprobación de Trump cayó al 37%, es entre los votantes republicanos su aprobación sigue siendo alta, situándose en 90%.

El auge conservador posee consistencias estructurales locales que pueden subsistir sin referentes mundiales, inclusive. Esa consistencia puede ser igualmente testaruda cuando se trata de referentes nacionales. En Brasil, estando pendiente un reclamo judicial que anule su inhabilitación, Bolsonaro, cuyo gobierno fue desastroso, tiene una intención de voto que supera el 30% y al parecer goza de capacidad de endose; y en Argentina, los escándalos protagonizados por Milei y el desorden de su gobierno, no impiden que su aprobación se sitúe sobre el 40%, en tanto que para las elecciones legislativas de octubre su partido empata o supera al peronismo en la mayoría de encuestas.

Hay reveses y reveses. Algunos no disuadirán al extremismo regional y operarán como un ejemplo de lo que es posible y realizable. La experiencia de los primeros meses del gobierno de EEUU indica que una política extremista que emerge de una democracia sólida y que se ve limitada por las reglas, quiebra con cierto éxito esas reglas para avanzar en sus propósitos. Si hay una primera lección de Trump II, es que la política extremista está destinada a no ser democrática y tiene espacio para ello.

Trump acumula casi 50 órdenes judiciales contra decretos arbitrarios y a pesar de ello sus decisiones siguen siendo improvisadas, temerarias e inconstitucionales. En 100 días de gobierno, el mandatario de EEUU ha firmado 124 órdenes ejecutivas, contra 162 de Biden en todo su gobierno y, en cambio, solo ha enviado 5 proyectos de ley al Congreso.

La idea sobre que en EEUU se ha desatado una crisis constitucional ascendente es avalada por la evidencia. Luego de una elección democrática se impuso una forma de gobierno de emergencia permanente caracterizada por el uso abusivo del poder y de la mayoría parlamentaria, decisiones impulsivas sin deliberación, coerción abierta a los gobiernos y sustitución autoritaria de sistemas que proveen o garantizan derechos y libertades. La desactivación del Departamento de Educación es un caso clamoroso.

Los académicos de EEUU, pero ya no solo ellos, se refieren a esta política como fascista o neofascista, una caracterización todavía ausente en el debate latinoamericano. Es probable que algunas señas indiquen que esa calificación es temprana en un área que en los últimos 60 años experimentó variantes neofascistas de un corte distinto, es decir, militarizadas y no partidarias, y en algunos casos contrainsurgentes, y que es todavía escenario de experiencias que originándose en experiencias progresistas -Nicaragua y Venezuela- acabaron en formas violentas de autoritarismo corrupto. En cualquier caso, con o sin precisiones conceptuales, A. Latina podría sumar en los próximos años nuevos regímenes depredadores de las libertades.

Los reveses de Trump pueden operar también como señales de lo que será difícil replicar en la región, entre ellos la política nacionalista y proteccionista al mismo tiempo, un cóctel que contiene otras claves, especialmente la crítica al llamado globalismo, argumento en el que se sustentan las campañas conservadoras iliberales contra el sistema de las NNUU, el enfoque de género, cambio climático y la transición energética, entre otros.

A. Latina es una región con economías en general abiertas, con tratados de libre comercio, inmersas en dinámicas asociativas diversas. Una relativa diversificación de su comercio ha convertido a la región en un área donde es difícil implementar políticas proteccionistas esencialmente como una herencia neoliberal, aunque tres de sus economías, Argentina, Brasil y México, registran más normas proteccionistas que en otros países. Extrañamente, los grupos ultraconservadores en los tres países mencionados y en los otros en la región profesan una firme adhesión neoliberal en lo económico cruzada con un conservadurismo político y moral igualmente duro.

¿Es posible la compatibilizar neoliberalismo económico con conservadurismo político y moral? En la teoría si, y cierta práctica así lo acredita, aunque mientras dure el gobierno de Trump los principales riesgos de una política económica aperturista provienen precisamente de EEUU interesado en nuevas relaciones comerciales privilegiadas que no pasen por los tratados de libre comercio conseguidas a través de un juego de presiones arancelarias a los países que comercian más con China, la presión a sus empresas para poner fin del nearshoring y el deseo de controlar la exportación de recursos estratégicos. No olvidemos que A. Latina tiene el 50% de las reservas de litio del mundo y el 17% de tierras raras.

Paradójicamente, el éxito del MAGA de Trump depende del fin del libre comercio de A. Latina.

Con o sin Trump en escena, la política ultraconservadora tiene espacio en Latinoamérica. Su principal baza es la crisis de la democracia liberal y de las experiencias progresistas. El trasvase de la derecha tradicional hacia la ultraderecha -Perú. Argentina, Colombia, Ecuador, Chile- y el increíble inmovilismo de la izquierda no autoritaria garantizan esta capacidad de movimiento.

Es obvio que las posibilidades son desiguales. En los países donde la ultraderecha ha capturado una parte del Estado -Perú, Ecuador y Guatemala- el terreno es más inclinado y desafiante y es menos resistida la conexión entre los caudillos extremistas y las masas.

Por otro lado, si bien la esperanza no tiene que ser, necesariamente, democrática, altruista y racional, el límite de las políticas contra la democracia es la política democrática en las instituciones y en las calles. Ahora mismo, en EEUU decenas de miles se manifiestan contra el gobierno en tanto los jueces, universidades y autoridades locales y estatales le plantan cara.

https://larepublica.pe/opinion/2025/04/27/imaginar-el-mundo-sin-trump-por-juan-de-la-puente-hnews-2182410

29 de abril de 2025

Perú: Debemos renegociar con China

Pedro Francke

"China hoy lleva la delantera tecnológica y además controla la electricidad de Lima, así que hay espacio para un convenio “win-win” en el que ambos ganemos"

Es momento de plantearnos una relación económica distinta con China. En las décadas previas, le hemos concedido todo. Se adueñaron de la mina más grande del Perú, Las Bambas, y cambiaron el sistema de transporte del cobre con cientos de camiones levantando polvo en el camino, afectando a las comunidades cercanas con tal de evitarse el costo de un mineroducto. Son dueños de todas las redes de electricidad de Lima y aunque había leyes que evitaban que quien tuviera la distribución también fuera dueño de las hidroeléctricas, a ellos se les permitió. Arruinaron la producción nacional de ropa, calzado, acero y otras manufacturas invadiendo nuestro mercado con competencia desleal. Hicieron su propio megapuerto en Chancay y Dina Boluarte aprobó que controlaran todos los servicios del mismo con tal de tomarse su foto con Xi Jinping. Mientras tanto, sólo nos compran materias primas sin un mínimo de procesamiento y en la agroexportación apenas si acogen el 3 por ciento de nuestros envíos al mundo.

El gran agresor económico hoy en el mundo es los Estados Unidos, de eso no cabe duda. Trump ha dicho la semana pasada que los países latinoamericanos “deben escoger entre China y Estados Unidos”, chantaje que no podemos aceptar. Frente a eso el Perú debiera aunarse a la búsqueda de la mayor unidad latinoamericana posible. Hace pocas semanas hubo una cumbre de CELAC, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, y el gobierno de Boluarte mandó a un funcionario de tercer nivel, lo cual fue deplorable. Debemos defender la soberanía nacional con una respuesta inteligente a las barbaridades de Donald Trump y su ruptura salvaje de los tratados que tenemos firmados, pero también debemos reubicarnos en el escenario internacional. China es un actor principal que también actúa priorizando sus propios intereses, y si hoy se presenta como la gran “defensora del libre comercio”, no es por convencimiento ideológico sino para seguir aprovechando nuestros minerales y mantener acceso a mercados para su plataforma industrial exportadora.

Durante décadas la política neoliberal peruana frente a la globalización nos ha mantenido como una nave al garete llevada por la corriente, sin un timón que marque un norte ni un motor propio que nos impulse, ni económica ni socialmente. Era una mala política y ahora que el mundo está en medio de una guerra comercial, es mucho peor. Tampoco hay que actuar apresuradamente, a tontas y a locas, estilo Trump. Hay que plantearse una estrategia e implementarla con inteligencia.

Nuestra estrategia económica debe combinar dos políticas sustanciales: defender el interés nacional actual y proyectarnos al futuro con diversificación productiva y despegue tecnológico. ¿Qué tenemos para apoyarnos? Nuestros recursos naturales y la capacidad de trabajo y superación de los peruanos y peruanas. ¿Cómo cambiamos nuestra relación con China en esa mirada? Primero: negociando inversiones y tecnologías que hoy China nos puede aportar y que nos resultan muy necesarias. Por ejemplo, en Lima y varias ciudades importantes tenemos un problema serio de contaminación ambiental, frente al cual cambiar a vehículos eléctricos nos ayudaría mucho. En este aspecto, China hoy lleva la delantera tecnológica y además controla la electricidad de Lima, así que hay espacio para un convenio “win-win” en el que ambos ganemos. Segundo: debemos promover la industrialización del país: empresas chinas debieran venir a producir acá generando empleo, transfiriendo tecnología y dando oportunidades a nuestros ingenieros y técnicos. Tercero: es vital ampliar el mercado chino en rubros claves para nosotros como la agroexportación, el turismo receptivo y otros. Cuarto: la explotación de nuestros recursos naturales, desde el cobre hasta la pesca, debe hacerse respetando el ambiente y reteniendo esas rentas para nuestro desarrollo social y seguridad ciudadana, lo que debe valer para cualquier inversionista. Junto a impuestos justos hay que promover que esos productos se procesen en el Perú.  ¿Por qué todo el cobre que va a China sale como concentrados y se refina allá y nada en nuestro territorio, lo que generaría valor agregado y más empleos? Un quinto elemento, más estratégico y de mayor proyección, es el del acceso y regulación a las redes sociales y las herramientas de la Inteligencia Artificial, temas en los que Estados Unidos hoy domina en nuestro país, pero en los que está abierta la competencia con China.

Varias de estas estrategias requieren una combinación de políticas nacionales y negociación de mejores relaciones económicas internacionales. ¿Tenemos elementos para negociar con China? En lo inmediato, debe cambiarse esa política neoliberal de sacrificar la industria nacional frente a productos chinos que hacen competencia desleal, situación que además puede agravarse en el futuro próximo ahora que muchas fábricas chinas ya no podrán competir en el mercado estadounidense ante los aranceles que les ha puesto Trump. Hay varias medidas de salvaguarda permitidas por la OMC al respecto. Igualmente, es urgente una fuerte campaña comercial de productos peruanos en China. Junto a eso, hay que abrir la discusión sobre la electrificación del transporte y el desarrollo industrial. Es un buen momento, pues ante los aranceles trumpistas China necesita defender sus posiciones económicas y comerciales en el mundo y está abierta en ese terreno. Su necesidad nos abre oportunidades. No será fácil, desde luego, porque son poderosos y negocian duro, pero nosotros tampoco somos mancos. ¿O sí lo somos?

En realidad, me rectifico: sería un buen momento para negociar con China si tuviéramos un gobierno mínimamente preocupado por el interés nacional. No lo tenemos. El actual llega al extremo de dar leyes en favor de los delincuentes mientras crece una terrible ola de extorsiones y asesinatos. Sin gobierno y sin sentido de nación, estamos más al garete que nunca. Pero el cambio económico mundial irá desenvolviéndose por varios años, así que este es un asunto que debe asumir con seriedad quien quiera gobernar los próximos años.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 730 año 16, del 25/04/2025

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28 de abril de 2025

El dragón no tiene miedo al águila

Hedelberto López Blanch

El presidente Donald Trump ha impuesto abrumadores aranceles a China sin darse cuenta que no es lo mismo tratar a Beijing en este siglo XXI de la misma forma que lo hizo Estados Unidos con Japón en la década de 1980.

En su afán por debilitar a China, país que Washington observa como su principal enemigo económico y político, Trump ha lanzado una guerra de aranceles para los productos que importa desde esa nación, los que han ido subiendo desde un 20 % a un 145 %. El gigante asiático respondió imponiendo un 125 % a los productos estadounidenses importados a su país.

El portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores de China, Lin Jian, declaró que Beijing no está interesado en una lucha, «pero no temerá si Estados Unidos continúa con sus amenazas arancelarias.

«Nunca nos quedaremos de brazos cruzados para ver cómo se priva al pueblo chino de sus derechos e intereses legítimos, y tampoco para ver cómo se socavan las normas económicas y comerciales internacionales y el sistema comercial multilateral. Si Washington insiste en continuar una guerra arancelaria o comercial, China luchará hasta el final», añadió.

El Ministerio de Comercio del gigante asiático sentenció que “los supuestos aranceles recíprocos de Estados Unidos a China son infundados y representan un acoso unilateral […] la amenaza de escalada arancelaria agrava su error y expone su naturaleza chantajista, algo que China jamás aceptará”.

Esta misma política de coerción fue impuesta por Washington contra Japón en la década de 1980 durante el gobierno de Ronald Reagan, país al que veía en ese momento como la principal amenaza para mantener su hegemonía económico-financiera mundial.

Cuando Reagan asumió el cargo en 1981, Washington comenzó a presionar a Tokio para que abriera su mercado a las compañías estadounidenses y redujera el desequilibrio comercial entre los países.

Esa nación admitió primero algunas medidas como la limitación de los autos que exportaba hacia su principal socio político y económico pero la campaña contra Japón continuó en el Congreso y en los medios de comunicación por miedo a que le arrebatara el poder comercial a Estados Unidos.

Esto conllevó a que en 1985, por agresivas presiones de la Casa Blanca, cinco países (Estados Unidos, República Federal de Alemania, Francia, Reino Unido y Japón) suscribieran el Acuerdo Plaza, por medio del cual se devaluaba el dólar frente al yen japonés y al marco alemán.

Como era de esperar, eso provocó un aumento de las exportaciones de productos estadounidenses y una reducción de su déficit comercial con la nación nipona y de Europa occidental.

Los economistas Joshua Felman y Daniel Leigh en un informe para el Fondo Monetario Internacional (FMI) explicaron que “las exportaciones y el crecimiento del PIB de Japón se detuvieron esencialmente en la primera mitad de 1986”, y para acabar de rematar a su peligroso contrincante, en 1987 Washington impuso aranceles del 100 % sobre las importaciones japonesas por un valor de 300 millones de dólares, lo que prácticamente le bloqueó el mercado estadounidense y la economía del país asiático colapsó.

Al aumentar el valor del yen los productos japoneses se hacían cada vez más caros, y los países rechazaban a la que había sido una potencia de la exportación. Los esfuerzos del banco central nipón para mantener bajo el valor del yen provocaron una burbuja en el precio de las acciones, y el país entró en una recesión que duró una década. De esa forma se eliminó al peligroso contrincante comercial.

Pero en el siglo XXI la situación es sumamente distinta con respecto a China pues este país no depende de Estados Unidos para mantener e impulsar sus producciones y comercio internacionales.

El gigante asiático cuenta con poderoso desarrollo científico, industrial, fabril y económico, con relaciones con más de 180 países en el mundo adonde puede enviar sus mercancías y recibir a la vez, disímiles productos. Además de una población de 1 417 millones de habitantes con alto poder adquisitivo.

Por tanto no depende de Estados Unidos para su desarrollo como si lo padecía Japón en la década de 1980.

Asimismo cuenta con enormes riquezas en su territorio. Por ejemplo produce el 90 % de las tierras raras del mundo, un grupo de 17 elementos utilizados en las industrias de defensa, vehículos eléctricos, energía y electrónica. Estados Unidos solo tiene una mina de tierras raras y la mayor parte de su suministro proviene de China.

En esta guerra comercial lanzada desde Washington, Beijing respondió con la suspensión de las exportaciones de minerales críticos e imanes, componentes fundamentales para los productores de automóviles, fabricantes aeroespaciales y empresas de semiconductores.

Siete categorías de tierras raras, incluidos artículos relacionados con el samario, gadolinio, terbio, disprosio, lutecio, escandio y itrio, fueron incluidos en el control de exportaciones. Numerosas empresas de punta estadounidense utilizan en sus producciones esos elementos importados desde China lo cual significa un duro golpe.

Las autoridades del país asiático han expresado que las contramedidas a las acciones de Washington tienen como objetivo no solo proteger su propia soberanía, seguridad e intereses de desarrollo, sino también mantener la justicia y la imparcialidad internacional y el sistema comercial multilateral.

Añadieron que si Estados Unidos desea hablar, la puerta permanecerá abierta, pero el diálogo debe llevarse a cabo sobre la base del respeto mutuo y la igualdad. Si por el contrario, quiere luchar, la respuesta continuará hasta el final. La presión, las amenazas y la coerción no son la forma correcta de tratar con China.

Moraleja: no es lo mismo para Estados Unidos tratar a China en este siglo XXI como lo hizo con Japón en la década de 1980. Los tiempos y las condiciones son diametralmente opuesta y Washington podría ser el gran perdedor.

El dragón no tiene miedo al águila.

Hedelberto López Blanch​.. periodista, escritor e investigador cubano, especialista en política internacional.

Se publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

15 de abril de 2025

El fin de la globalización neoliberal

José Ernesto Nováez Guerrero

Es una reconstitución hegemónica a punta de pistola económica, que puede acabar siéndolo con armas reales, porque en procesos de crisis de hegemonía se da siempre, de forma inevitable, una agudización de las contradicciones entre las potencias.

Donald Trump adora vivir en el filo de la noticia. El espectáculo permanente es parte de su estrategia política. Aunque no es el único presidente que adora las cámaras, su condición de presidente de los Estados Unidos y el impacto global de las medidas que desde su administración se puedan tomar, hace inevitable seguir y calibrar cada uno de sus pasos. Sobre todo porque en este segundo mandato el magnate republicano parece dispuesto a alterar las reglas del juego político norteamericano y global.

En menos de cien días desde que asumiera el cargo, su polémico engendro, el Departamento de Eficiencia Gubernamental, dirigido por Elon Musk, ha generado numerosas polémicas y tensiones al seno incluso del propio partido republicano, en la medida en que elimina puestos de trabajo, cierra agencias gubernamentales y mete las narices en casi todas las esferas del gobierno estadounidense.

El propio Trump ha revuelto el avispero político interno, con declaraciones que alimentan la fractura política del país y afirmaciones cada vez más explícitas sobre su posible reelección para un tercer mandato, a pesar de que una enmienda constitucional de los años 50 lo prohíbe explícitamente.

En lo internacional ha generado tensiones con sus vecinos más cercanos, Canadá y México, ha declarado su intención de hacerse con Groenlandia y el Canal de Panamá, ha arremetido contra la Unión Europea y la OTAN, ha tenido una actitud contradictoria respecto a la Guerra de Ucrania y este 2 de abril, como guinda del pastel, acaba de desatar un terremoto económico de consecuencias impredecibles. De manera expedita y prácticamente sin anuncio previo, Trump comunicó un nuevo paquete arancelario que comprende a la casi totalidad de los países del mundo actual. Para mayor rimbombancia, esta medida fue bautizada como “Liberation Day”.

A todos los países en esa lista, considerados “infractores” por Estados Unidos, se aplica un arancel base del 10 por ciento, a lo cual se añaden tasas adicionales sobre criterios sumamente arbitrarios. Así, los montos anunciados van desde un 49 por ciento a Cambodia, 46 por ciento a Vietnam y 34 por ciento a China, pasando por un 47 por ciento a Madagascar y 50 por ciento a Lesotho hasta un 37 por ciento a la lejana isla de Reunión. “Israel”, aliado y cómplice del régimen norteamericano, recibe un 17 por ciento de aranceles y como nota ridícula, se aplica un arancel del 10 por ciento a las islas de Heard y McDonald, habitadas solo por pingüinos y fauna salvaje. Quedan fuera de este frenesí arancelario países como Cuba, Corea del Norte y Rusia, fuertemente sancionados y prácticamente sin ningún vínculo comercial con Estados Unidos en la actualidad.

Desde el día 9 de abril comenzarán a aplicarse estos aranceles, que Trump denomina como tarifas recíprocas y que, según sus propias expresiones, deben contribuir a poner fin a “décadas de abuso comercial” contra los Estados Unidos. Adicionalmente se anunció que en mayo se eliminará el tratamiento libre de impuestos para pequeños paquetes procedentes de China, lo cual afectará a gigantes del comercio electrónico chino como Shein y Temu, con fuerte presencia en el mercado norteamericano. Asimismo, entrará en vigor el arancel de un 25 por ciento a todos los automóviles fabricados fuera de los Estados Unidos.

Según cálculos del asesor comercial de la Casa Blanca, Peter Navarro, recogidos por BBC, estos paquetes arancelarios pueden generar ingresos en torno a los 600 mil millones de dólares, además de, hipotéticamente, estimular la industria nacional y recuperar empleos en el sector manufacturero.

Por supuesto, las reacciones internacionales no se han hecho esperar. China, principal objetivo declarado de la actual administración de la Casa Blanca, exigió la anulación de las medidas y advirtió que, de no ser así, el país tomará contramedidas para proteger sus intereses. En Europa se lamentaron profundamente por el trato aplicado por su amo y señor, en palabras de Von der Leyen “defraudados por nuestro aliado más antiguo”, a la par que anunciaron que están preparando medidas para lidiar con estos nuevos aranceles. Algo similar anunció el presidente interino de Corea del Sur.

Pero sin dudas la más impactante respuesta a los anuncios de la Casa Blanca la han protagonizado las bolsas de valores. Los mercados de Estados Unidos registraron una fuerte caída, similar a la vivida durante la pandemia de la covid- 19. El índice Dow Jones Industrial Average cayó un 2,9 por ciento y el NASDAQ un 4,5 por ciento. Las grandes tecnológicas fueron las más golpeadas. Según refiere Bloomberg, Apple tuvo pérdidas de casi 280 mil millones de dólares, Nvidia en el entorno de los 145 mil millones de dólares y Amazon unos 142 mil millones. Quizás no resulte ocioso recordar que muchos de los CEO de estas tecnológicas acompañaron a Trump el día de su toma de posesión del cargo presidencial.

También los aranceles a países como Vietnam golpean fuertemente a empresas como Apple y Nike, las cuales recolocaron sus fábricas en el país asiático al inicio de la guerra comercial con China y hoy ven fuertemente comprometidas sus líneas de suministros.

Estas medidas de Trump son su particular manera de dar respuesta a la profunda crisis de la economía norteamericana. Crisis que tiene uno de sus más claros indicadores en gigantesco déficit que arrastra la nación y que el magnate pretende revertir. Para ello, Trump ha arremetido contra el dogma neoliberal del capitalismo de libre mercado y ha vuelto a las viejas prácticas proteccionistas que están en los orígenes de la nación norteamericana.

Desde sus primeros años de independencia, Estados Unidos aplicó aranceles selectivos a un grupo de productos, con el objetivo de favorecer el desarrollo de una industria local. Era la etapa en la cual se estaba verificando el paso de la industria manufacturera a la maquinaria y la joven nación norteamericana fue capaz de alcanzar el ritmo en relación con la superpotencia británica y llegar a superarla, luego de la Primera Guerra Mundial.

La Segunda Guerra Mundial consolidó la hegemonía norteamericana sobre una Europa devastada y el mundo colonial y semicolonial. Consecuencia directa de esta dominación fueron la emergencia de una serie de organizaciones y reglas que hasta hoy han sido centrales a la vida política internacional. La promoción del neoliberalismo en contra del proteccionismo del período de entreguerras y la segunda postguerra respondía a la necesidad hegemónica del capital financiero norteamericano de moverse con la mayor libertad posible, con el fin de ampliar los mercados, acceder a nuevas fuentes de materias primas y reducir constantemente los costos de producción. Esta tendencia llega a su paroxismo en los años 80 y 90 del siglo XX, donde la desregulación incluso en las sociedades centrales del capitalismo contemporáneo, permite una masiva transferencia de capital y tecnología a países subdesarrollados, fundamentalmente en el sudeste asiático.

Sin embargo, con el ascenso y consolidación de China primero como potencia económica y luego política y militar, las reglas del juego del orden económico neoliberal dejaron de ser tan ventajosas para el capital norteamericano. Por un lado los chinos incorporaron los adelantos tecnológicos de Occidente y fueron capaces en un corto período de tiempo de replicarlos y superarlos, invirtiendo significativamente en el desarrollo profesional de su fuerza laboral y en la investigación. La presencia de un fuerte estado central con un claro programa de desarrollo constituía un freno contra lo que Marx denominó como “la anarquía de la producción”, al tiempo también que acotaba la penetración e incidencia del capital exterior en el mercado chino. Pronto las empresas del gigante asiático estuvieron en condiciones de competir con sus homólogas occidentales en la arena internacional y, en un corto plazo de apenas dos décadas, han desplazado a Estados Unidos como principal socio comercial de la mayor parte del globo.

La gran contradicción para Estados Unidos hoy es que, aunque tiene grandes reservas de capital financiero y la hegemonía del dólar, además de su poderío militar, no tienen una capacidad productiva real al nivel de la de China. Además, tienen dependencia estratégica de la importación de recursos claves y se han quedado rezagados en áreas tecnológicas centrales, como las comunicaciones o las energías renovables.

Los aranceles de Trump se pueden interpretar, entonces, como un intento por recuperar esa industria norteamericana que se trasladó al exterior en los decenios neoliberales, al tiempo que se crea una burbuja proteccionista que favorezca su desarrollo a pesar de su menor competitividad con respecto a las producciones de terceros países. Un ejemplo que se ha citado mucho en análisis recientes es el de las energías renovables. Los paneles solares producidos en Estados Unidos son significativamente más caros y menos eficientes que los producidos en China. Igual pasa con un importante sector de productos tecnológicos de gama media, el rango de consumo fundamental de la clase trabajadora, donde China ha dominado por una mejor relación calidad-precio.

Muchos otros productos importados verán crecer significativamente su precio en el mercado norteamericano y algunos directamente no tienen sustituto en la producción interna. Desde los vinos franceses y el aceite de oliva español, hasta una gran variedad de frutas y vegetales pasarán a estar cada vez más lejos del poder adquisitivo de la clase trabajadora, contribuyendo, sin dudas, a la dinámica inflacionaria que ya vive el país.

Estos aranceles son un golpe de gracia a la Organización Mundial del Comercio y a la cacareada globalización. Están en línea con el proyecto de reconfigurar un nuevo orden mundial, sobre nuevas reglas que favorezcan la economía norteamericana. Es una reconstitución hegemónica a punta de pistola económica, que puede acabar siéndolo con armas reales, porque en procesos de crisis de hegemonía se da siempre, de forma inevitable, una agudización de las contradicciones entre las potencias.

José Ernesto Nováez Guerrero. Escritor y periodista cubano. Miembro de la Asociación Hermanos Saíz (AHS). Coordinador del capítulo cubano de la Red en Defensa de la Humanidad. Rector de la Universidad de las Artes

Fuente: https://espanol.almayadeen.net/articles/2000915/el-fin-de-la-globalizaci%c3%b3n-neoliberal

9 de abril de 2025

El socialismo chino y el mito del fin de la historia

Bruno Guigue

En 1992 el politólogo estadounidense Francis Fukuyama se atrevió a anunciar el «fin de la historia». «Con el hundimiento de la URSS, dijo, la humanidad entra en una nueva era. Conocerá una prosperidad sin precedentes». Aureolada con su victoria sobre el imperio del mal, la democracia liberal proyectaba su luz salvadora sobre el planeta asombrado. Desembarazada del comunismo, la economía de mercado debía esparcir sus bondades por todos los rincones del globo, unificando el mundo bajo los auspicios del modelo estadounidense (1). La desbandada soviética parecía validar la tesis liberal según la cual el capitalismo -y no su contrario el socialismo- se adaptaba al sentido de la historia. Todavía hoy la ideología dominante reitera esta idea simple: si la economía planificada de los regímenes socialistas cayó, es porque no era viable. El capitalismo nunca estuvo tan bien y ha conquistado el mundo.

Los partidarios de esta teoría están tanto más convencidos en cuanto que el sistema soviético no es el único argumento que habla en su favor. Las reformas económicas emprendidas por la China popular a partir de 1979, según ellos, también confirman la superioridad del sistema capitalista. ¿Acaso no han acabado los comunistas chinos, para estimular su economía, admitiendo las virtudes de la libre empresa y el beneficio, incluso pasando por encima de la herencia maoísta y su ideal de igualdad?

Lo mismo que la caída del sistema soviético demostraría la superioridad del capitalismo liberal sobre el socialismo dirigista, la conversión china a las recetas liberales parece asestar el golpe de gracia a la experiencia «comunista».

Un doble juicio de la historia, al fondo, ponía el punto final a una competición entre los dos sistemas que atravesaron el siglo XX.

El problema es que esa narración es un cuento de hadas. Occidente repite encantado que China se desarrolla convirtiéndose en «capitalista». Pero los hechos desmienten esa simplista afirmación. Incluso la prensa liberal occidental ha acabado admitiendo que la conversión china al capitalismo es un cuento. Los propios chinos lo dicen y dan argumentos sólidos. Como punto de partida del análisis hay que empezar por la definición habitual del capitalismo: un sistema económico basado en la propiedad privada de los medios de producción e intercambio. Ese sistema fue erradicado progresivamente en la China popular en el período maoísta (1950-1980) y efectivamente se reintrodujo en el marco de las reformas económicas de Deng Xiaoping a partir de 1979. De esta forma se inyectó una dosis masiva de capitalismo en la economía, pero -la precisión es importante- esa inyección tuvo lugar bajo la impulsión del Estado. La liberalización parcial de la economía y la apertura al comercio internacional muestran una decisión política deliberada.

Para los dirigentes chinos se trataba de incrementar los capitales extranjeros para acrecentar la producción interna. Asumir la economía de mercado era un medio, no un fin. En realidad el significado de las reformas se entiende sobre todo desde un punto de vista político «China es un Estado unitario central en la continuidad del imperio. Para preservar su control absoluto sobre el sistema político, el partido debe alinear los intereses de los burócratas con el bien político común, a saber la estabilidad, y proporcionar a la población una renta real aumentando la calidad de vida. La autoridad política debe dirigir la economía de manera que produzca más riqueza de forma más eficaz. De donde se derivan dos consecuencias: la economía de mercado es un instrumento, no una finalidad; la apertura es una condición de eficacia y conduce a esta directiva económica operativa: alcanzar y superar a Occidente» (2)

Es por lo que la apertura de China a los flujos internacionales fue masiva pero rigurosamente controlada. El mejor ejemplo lo proporcionan las Zonas de Exportación Especiales (ZES). «Los reformadores chinos quieren que el comercio refuerce el crecimiento de la economía nacional, no que la destruya», señalan Michel Aglietta y Guo Bai. En los ZES un sistema contractual vincula a las empresas chinas y las empresas extranjeras. China importa los componentes de la fabricación de bienes de consumo industriales (electrónica, textil, química). La mano de obra china hace el ensamblaje, después las mercancías se venden a los mercados occidentales. Este reparto de las tareas está en el origen de un doble fenómeno que no ha dejado de acentuarse desde hace 30 años: el crecimiento económico de China y la desindustrialización de Occidente. Medio siglo después de las «guerras del opio» (1840-1860) que emprendieron las potencias occidentales para despedazar China, el Imperio del Medio tomó su revancha.

Porque los chinos aprendieron la lección de una historia dolorosa, «esta vez la liberalización del comercio y las inversiones es competencia de la soberanía de China y están controladas por el Estado. Lejos de ser los enclaves que solo benefician a un puñado de «compradores», la nueva liberalización del comercio fue uno de los principales mecanismos que han permitido liberar el enorme potencial de la población» [3]. Otra característica de esta apertura, a menudo desconocida, es que beneficia esencialmente a la diáspora china, que entre 1985 y 2005 poseía el 60 % de las inversiones acumuladas, frente al 25 % por los países occidentales y el 15 % por Singapur y Corea del Sur. La apertura al capital «extranjero» fue en primer lugar un asunto chino. Movilizando los capitales disponibles, la apertura económica creó las condiciones de una integración económica asiática de la que la China popular es la locomotora industrial.

Decir que China se convirtió en «capitalista» después de haber sido «comunista» indica, pues, una visión ingenua del proceso histórico. Que haya capitalistas en China no convierte el país en «capitalista», si se entiende con esta expresión un país donde los dueños de capitales privados controlan la economía y la política nacionales. En China es un partido comunista con 90 millones de afiliados, que irriga al conjunto de la sociedad, el que tiene el poder político. ¿Hay que hablar de sistema mixto, de capitalismo de Estado? Es más conforme a la realidad, pero todavía insuficiente. Cuando se trata de clasificar el sistema chino, el apuro de los observadores occidentales es evidente. Los liberales se dividen en dos categorías: los que reprochan a China que siga siendo comunista y los que se alegran de que se haya hecho capitalista. Unos solo ven «un régimen comunista y leninista» disfrazado, aunque ha hecho concesiones al capitalismo ambiental [4]. Para otros China se ha vuelto «capitalista» por la fuerza de las cosas y esa transformación es irreversible.

Sin embargo algunos observadores occidentales intentan captar la realidad con más sutileza. Así Jean-Louis Beffa, en una publicación económica mensual, afirma directamente que China representa «la única alternativa creíble al capitalismo occidental». «Después de más de 30 años de un desarrollo inédito, escribe, ¿no es hora de concluir que China ha encontrado la receta de un contramodelo eficaz al capitalismo occidental? Hasta ahora no había surgido ninguna solución alternativa y el hundimiento del sistema comunista en torno a Rusia en 1989 consagró el éxito del modelo capitalista. Pero la China actual no lo suscribe. Su modelo económico híbrido combina dos dimensiones que saca de fuentes opuestas. La primera procede del marxismo leninismo, está marcada por un poder controlado del partido y un sistema de planificación vigorosamente aplicado. La segunda se refiera más a las prácticas occidentales, que se centra en la iniciativa individual y en el espíritu emprendedor. Cohabitan así el control del PCC sobre los negocios y un sector privado abundante» [5].

Este análisis es interesante pero vuelve a las dos dimensiones -pública y privada- del régimen chino, puesto que es la esfera pública, obviamente, la que está al mando. Dirigido por un poderoso partido comunista, el Estado chino es un Estado fuerte. Controla la moneda nacional, incluso la deja caer para estimular las exportaciones, lo que Washington le reprocha de forma recurrente. Controla casi la totalidad del sistema bancario. Vigilados de cerca por el Estado, los mercados financieros no desempeñan el papel desmesurado que se arrogan en Occidente. Su apertura a los capitales, por otra parte, está sometida a condiciones draconianas impuestas por el Gobierno. En resumen, la conducción de la economía china está en la férrea mano de un Estado soberano y no en la «mano invisible del mercado» querida por los liberales. Algunos se lamentan. Un liberal autorizado, un banquero internacional que enseña en París revela que «la economía china no es una economía de mercado ni una economía capitalista. Tampoco un capitalismo de Estado, porque en China es el propio mercado el que está controlado por el Estado» [6]. Pero si el régimen chino tampoco es un capitalismo de Estado, ¿entonces es «socialista», ya que es el propietario de los medios de producción o al menos ejerce el control de la economía? La respuesta a esta pregunta es claramente positiva.

La dificultad del pensamiento dominante para nombrar el régimen chino, como vemos, viene de una ilusión contemplada desde hace mucho tiempo: al abandonar el dogma comunista China entraría por fin en el maravilloso mundo del capitalismo ¡Sería estupendo poder decir que China ya no es comunista! Convertida al liberalismo, esta nación entraría en el derecho común. Con la vuelta al orden de las cosas, la capitulación validaría la teología del homo occidentalis. Pero sin duda se ha malinterpretado la célebre fórmula del reformador Deng Xiaoping: «poco importa que el gato sea blanco o negro si caza ratones».

Eso no significa que de igual el capitalismo o el socialismo, sino que se juzgará a cada uno por sus resultados. Se ha inyectado una fuerte dosis de capitalismo en la economía China, controlada por el Estado, porque era necesario estimular el desarrollo de las fuerzas productivas. Pero China permanece en un Estado fuerte que dicta su ley a los mercados financieros y no al revés. Su élite dirigente es patriota. Incluso aunque conceda una parte del poder económico a los capitalistas «nacionales», no pertenece a la oligarquía financiera globalizada. Adepta a la ética de Confucio, dirige un Estado que solo es legítimo porque garantiza el bienestar de 1.400 millones de chinos.

Además no hay que olvidar que la orientación económica adoptada en 1979 ha sido posible por los esfuerzos realizados en el período anterior. Al contrario que los occidentales, los comunistas chinos subrayan la continuidad -a pesar de los cambios efectuados- entre el maoísmo y el posmaoísmo. «Muchos tuvieron que sufrir por el ejercicio del poder comunista. Pero la mayoría se adhiere a la apreciación emitida por Deng Xiaoping, el cual tenía alguna razón para querer a Mao Zedong: 70 % positivo y 30 % negativo. Hoy existe una frase muy extendida entre los chinos que revela su opinión sobre Mao Zedong: Mao nos puso de pie, Deng nos hizo ricos. Y esos chinos consideran perfectamente normal que el retrato de Mao figure en los billetes de banco. Todo el apego que todavía hoy tienen los chinos a Mao Zedong se debe a que lo identifican con la dignidad nacional recuperada» [7].

Es cierto que el maoísmo acabó con 150 años de decadencia, de caos y de miseria. China estaba fragmentada, devastada por la invasión japonesa y la guerra civil. Mao la unificó. En 1949 era el país más pobre del mundo. Su PIB per cápita era alrededor de la mitad del de África y menos de tres cuartas partes del de la India. Pero de 1950 a 1980, durante el período maoísta, el PIB creció de forma regular (2,8 % de media anual), el país se industrializó y la población pasó de 552 a 1.017 millones de habitantes. Los progresos en materia de salud fueron espectaculares y se erradicaron las principales epidemias. El indicador que resume todo, la esperanza de vida pasó de 44 años en 1950 a 68 años en 1980. Es un hecho indiscutible. A pesar del fracaso del «Gran salto adelante» y a pesar del embargo occidental -que siempre se olvida mencionar- la población china ganó 24 años de esperanza de vida con Mao. Los progresos en materia de educación fueron masivos, especialmente en la primaria: el porcentaje de población analfabeta pasó del 80 % en 1950 al 16 % en 1980. Finalmente las mujeres chinas -que «sostienen la mitad del cielo», decía Mao- fueron educadas y liberadas de un patriarcado ancestral. En 1950 China estaba en ruinas. Treinta años después todavía era un país pobre desde el punto de vista del PIB por habitante. Pero era un Estado soberano unificado, equipado y dotado de una industria naciente. El ambiente era frugal, pero la población estaba nutrida, cuidada y educada como no había estado en el siglo XX.

Esta revisión del período maoísta es necesaria para comprender la China actual. Fue entre 1950 y 1980 cuando el socialismo puso las bases del desarrollo futuro. En los años 70, por ejemplo, China recogía el fruto de sus esfuerzos en materia de desarrollo agrícola. Una silenciosa revolución verde había hecho su camino aprovechando los trabajos de una Academia China de Ciencias Agrícolas creada por el régimen comunista. A partir de 1964 los científicos chinos obtienen sus primeros éxitos en la reproducción de variedades de arroz de alto rendimiento. La restauración progresiva del sistema de riego, los progresos realizados en la reproducción de semillas y la producción de abonos nitrogenados transformaron la agricultura. Como los progresos sanitarios y educativos, esos avances agrícolas hicieron posibles las reformas de Deng que han constituido la base del desarrollo posterior. Y ese esfuerzo de desarrollo colosal solo podía ser posible bajo el impulso de un Estado planificador. La reproducción de las semillas, por ejemplo, necesitaba inversiones imposibles en el marco de las explotaciones individuales [8].

En realidad la China actual es hija de Mao y Deng, de la economía dirigida que la unificó y de la economía mixta que la ha enriquecido. Pero el capitalismo liberal al estilo occidental no aparece en China. La prensa burguesa cuenta con lucidez la indiferencia de los chinos hacia nuestros caprichos. Se puede leer en Les Echos, por ejemplo, que los occidentales «han cometido el error de pensar que en China el capitalismo de Estado podría ceder el paso al capitalismo de mercado». ¿Qué se reprocha en definitiva a los chinos?

La respuesta no deja de sorprender en las columnas de un semanario liberal: «China no tiene la misma noción del tiempo que los europeos y los americanos. ¿Un ejemplo? Nunca una empresa occidental financiaría un proyecto que no fuera rentable. No es el caso de China, que piensa a largo plazo. Con su poder financiero público acumulado desde hace dos decenios, China no se preocupa prioritariamente de una rentabilidad a corto plazo si sus intereses estratégicos lo exigen». Después el analista de Les E chos concluye: «Así es mucho más fácil que el Estado mantenga el control de la economía. Lo que es impensable en el sistema capitalista tal y como lo practica Occidente no lo es en China». ¡No se puede decir mejor! (9).

Obviamente este destello de lucidez es poco habitual. Cambia la letanía acostumbrada según la cual la dictadura comunista es abominable, Xi Jinping es dios, China se desmorona bajo la corrupción, su economía se tambalea, su deuda es abismal y su tasa de crecimiento se halla a media asta. Un escaparate de tópicos y falsas evidencias en apoyo de la visión que dan de China los medios dominantes que pretenden entender a China según categorías preestablecidas muy apreciadas en el pequeño mundo mediático. ¿Comunista, capitalista, un poco de ambos u otra cosa? En las esferas mediáticas pierden los chinos. Es difícil admitir, sin duda, que un país dirigido por un partido comunista haya conseguido en 30 años multiplicar por 17 su PIB por habitante. Ningún país capitalista lo ha conseguido nunca.

Como de costumbre los hechos son testarudos. El Partido Comunista de China no renuncia a su papel dirigente en la sociedad y proporciona su armazón a un Estado fuerte. Heredero del maoísmo, este Estado conserva el control de la política monetaria y del sistema bancario. Reestructurado en los años 90, el sector público sigue siendo la columna vertebral de la economía china, representa el 40 % de los activos y el 50 % de los beneficios generados por la industria, predomina en el 80-90 % en los sectores estratégicos: siderurgia, petróleo, gas, electricidad, energía nuclear, infraestructuras, transportes, armamento. En China todo lo que es importante para el desarrollo del país y para su proyección internacional está estrechamente controlado por el Estado soberano. Un presidente de la República china nunca malvendería al capitalismo estadounidense una joya industrial comparable a Alstom, ofrecida por Macron envuelta en papel de regalo.

Si se lee la resolución final del Decimonoveno Congreso del Partido Comunista Chino (octubre de 2017), se comprueba la amplitud de los desafíos. Cuando dicha resolución afirma que «el Partido debe unirse para alcanzar la victoria decisiva de la edificación integral de la sociedad de clase media, hacer que triunfe el socialismo chino de la nueva era y luchar sin descanso para lograr el sueño chino de la gran renovación del país», hay que tomar esas declaraciones en serio. En Occidente la visión de China está oscurecida por las ideas recibidas. Se imagina que la apertura a los mercados internacionales y la privatización de numerosas empresas hacen doblar las campanas por el «socialismo chino». Nada más lejos de la realidad. Para los chinos esa apertura es la condición del desarrollo de las fuerzas productivas, no el preludio de un cambio sistémico. Las reformas económicas han permitido salir de la pobreza a 700 millones de personas, es decir, el 10 % de la población mundial. Pero se inscriben en una planificación a largo plazo en la que el Estado chino conserva el control. Hoy nuevos desafíos esperan al país: la consolidación del mercado interior, la reducción de las desigualdades, el desarrollo de las energías verdes y la conquista de las altas tecnologías.

Al convertirse en la primera potencia económica del mundo, la China popular elimina el pretendido «fin de la historia». Envía al segundo puesto a un Estados Unidos moribundo minado por la desindustrialización, el sobreendeudamiento, el desmoronamiento social y el fracaso de sus aventuras militares. Al contrario que Estados Unidos China es un imperio sin imperialismo. Ubicado en el centro del mundo, el Imperio del Medio no necesita expandir sus fronteras. Respetuosa del derecho internacional, China se conforma con defender su esfera de influencia natural. No practica el «cambio de régimen» en el extranjero. ¿No quieren vivir como los chinos? No importa, ellos no pretenden convertirlos. Centrada en sí misma, China no es conquistadora ni proselitista. Los occidentales libran una batalla contra su propio declive mientras los chinos hacen negocios para desarrollar su país. En los últimos treinta años China no ha hecho ninguna guerra y ha multiplicado su PIB por 17. En el mismo período Estados Unidos ha emprendido una decena de guerras y ha precipitado su decadencia. Los chinos han erradicado la pobreza mientras Estados Unidos desestabiliza la economía mundial y vive a crédito. En China retrocede la miseria mientras en Estados Unidos avanza. Nos guste o no el «socialismo chino» humilla al capitalismo occidental. Decididamente el «fin de la historia» puede ocultar otro.

Notas :

[1] Francis Fukuyama, La fin de l’Histoire et le dernier homme, 1993, Flammarion.

[2] Michel Aglietta et Guo Bai, La Voie chinoise, capitalisme et empire, Odile Jacob, 2012, p.17.

[3) Ibidem, p. 186.

[4] Valérie Niquet, «La Chine reste un régime communiste et léniniste», France TV Info, 18 octobre 2017.

[5] Jean-Louis Beffa, «La Chine, première alternative crédible au capitalisme», Challenges, 23 juin 2018.

[6] Dominique de Rambures, La Chine, une transition à haut risque, Editions de l’Aube, 2016, p. 33.

[7] Philippe Barret, N’ayez pas peur de la Chine !, Robert Laffont, 2018, p. 230.

[8] Michel Aglietta et Guo Bai, op. cit., p.117.

[9] Richard Hiaut, «Comment la Chine a dupé Américains et Européens à l’OMC», Les Echos, 6 juillet 2018.

Fuente: https://www.legrandsoir.info/le-socialisme-chinois-et-le-mythe-de-la-fin-de-l-histoire.html

24 de marzo de 2025

La nueva estrategia económica de EE.UU

Alejandro Marcó del Pont

Los Bonos del Tesoro americano que tienen los acreedores son, en esencia, capital disfrazado de deuda o deuda vestida de capital (El Tábano Economista)

Desde 2014, el predominio unipolar de Estados Unidos comenzó a resquebrajarse. Sus capacidades económicas y militares ya no coincidían con sus ambiciones globales. La crisis de 2008 marcó el inicio de un declive económico, tecnológico y militar que hizo insostenible la estrategia de dominación mundial que había seguido hasta entonces. Las élites estadounidenses no han renunciado a sus aspiraciones de controlar los mercados y recursos de Occidente, pero han reconocido que necesitan una nueva estrategia para aprovechar mejor sus recursos limitados. Esta es la esencia de la política exterior de Donald Trump: una retirada estratégica del imperialismo tradicional para reagruparse y redefinir su enfoque.

Sin embargo, este plan no está exento de desafíos. Internamente, Estados Unidos enfrenta disputas brutales, mientras que, a nivel internacional, debe lidiar con un mundo que ya no acepta su hegemonía sin cuestionamientos. Para mantener una política exterior creíble, el país necesita resolver urgentes problemas económicos internos, como la deuda pública, y los déficits fiscal y comercial.

Hay tres indicadores clave que explican las decisiones del gobierno de Trump y las élites que lo apoyan:

1) La deuda pública: supera el 124% del PIB, alcanzando los 36,2 billones de dólares. Los intereses de esta deuda ascienden a 1,3 billones de dólares anuales, superando por primera vez en la historia los gastos de defensa. Además, aproximadamente un cuarto de la deuda (8,5 billones de dólares) está en manos de acreedores extranjeros.

2) El déficit fisca*: en 2024, el déficit fiscal equivalió al 6,4% del PIB, unos 1,8 billones de dólares, el mayor porcentaje en los últimos 50 años.

3) El déficit comercial: alcanzó los 1,2 billones de dólares, con cinco países responsables de más del 70% de este déficit: China 24.5%%, UE 19.5%, México 14.5%, Vietnam 10.2%, Taiwán 6%.

Estos indicadores revelan una economía bajo presión, donde la interacción entre las tasas de interés, el valor del dólar, las políticas de divisas y la gestión de la deuda pública es intrincada y delicada, poniendo énfasis en los pagos de intereses de la deuda pública.

El presidente estadounidense presiona a la Reserva para que baje las tasas, pero toma decisiones arancelarias que producirán más inflación y quitan margen de maniobra. Los primeros intentos de Donald Trump para revertir el déficit comercial y negociar con sus socios del T-MEC, China y la Unión Europea, fue de incremento de aranceles. A pesar que no fueron implementados en su totalidad, varios centros de investigación, dentro de los que se encuentra el Peterson Institute, estimaron que sólo los aranceles de Trump a Canadá, México y China costarían al hogar típico estadounidense más de 1.200 dólares al año, es decir, más inflación.

Ante esta situación, ha comenzado a circular en la administración Trump una propuesta audaz: el Acuerdo de Mar-a-Lago, que busca una reestructuración forzosa de la deuda, sugiriendo el canje de bonos del Tesoro en manos extranjeras por «bonos centenarios» no negociables, con un plazo de 100 años y una tasa de interés cero. El objetivo del Acuerdo sería abordar el doble déficit de Estados Unidos —el comercial y el del gasto público— mediante una compleja maniobra que involucra el valor del dólar y las inversiones extranjeras en el país. Se devaluará el dólar y se pondrá fin a la deuda americana en manos extranjeras en las condiciones actuales.

Esta idea no está exenta de riesgos. Los principales tenedores de bonos estadounidenses son Japón (1 billón de dólares), China (780 mil millones), Reino Unido (723 mil millones) y paraísos fiscales como Luxemburgo e Islas Caimán (843 mil millones). China, por ejemplo, difícilmente aceptaría un canje que perjudique sus intereses. Japón, por su parte, depende de la rentabilidad de los bonos estadounidenses para cumplir con sus obligaciones de jubilación, lo que reduce su motivación para aceptar bonos de bajo rendimiento.

Gran parte de los comentarios convencionales sobre el supuesto acuerdo consisten en señalar que es difícil para cualquier persona razonable concebir cómo los términos de dicho acuerdo podrían ser aceptables para cualquiera de los socios de Estados Unidos. Así pues, en lugar de criticar el plan como si se tratara de un fallo mental del equipo de Trump, imaginemos que este «fallo» no es un error, sino una característica.

El objetivo de la visión del «Acuerdo» es crear un gran escenario en el que los Estados Unidos de Trump demostrarán su poder coercitivo para cambiar unilateralmente todos los parámetros básicos de la economía occidental. El hecho de que solo la coerción permitirá a Estados Unidos conciliar las contradicciones entre la depreciación de la moneda, la redefinición de la deuda y la preservación del dólar con el estatus de reserva y disfrazarlo todo de «Acuerdo», es la clave. La coerción abierta y visible disimula los consentimientos, precisamente lo que un Acuerdo de Mar-a-Lago ofrecería.

Las consecuencias son variadas, la búsqueda de una moneda más débil para mejorar la competitividad exportadora podría desencadenar una guerra de divisas, donde múltiples países intentarían devaluar sus monedas simultáneamente. Este escenario, observado durante la Gran Recesión, podría generar inestabilidad en los mercados financieros y afectar negativamente el comercio internacional.

Para Estados Unidos, los beneficios a corto plazo incluyen una mayor competitividad comercial, la reducción del déficit de la balanza comercial y la protección de la industria local, que necesariamente tendrá un periodo de maduración para desarrollarse. Sin embargo, los riesgos son significativos: inflación, represalias comerciales y pérdida de confianza en el dólar como moneda de reserva global.

Para el comercio mundial, una guerra de divisas y aranceles más altos podrían reducir el comercio global y aumentar la incertidumbre en los mercados financieros. Países exportadores, como China y Alemania, verían reducidas sus exportaciones, mientras que las economías emergentes podrían sufrir fugas de capitales y devaluaciones de sus monedas.

Es imperativo para el gobierno de Donald Trump financiar su déficit fiscal. Por lo que obligar a algunos acreedores extranjeros a canjear sus bonos del Tesoro por bonos a un plazo muy largo para aliviar la carga de la deuda trasfiriendo el riesgo del contribuyente estadounidense a los contribuyentes extranjeros, es algo frecuente. Si esta iniciativa puede mantener bajos los tipos de interés y debilitar el dólar, se podría tener resultado en tres sectores importantes: déficit fiscal, comercial y aumentar los niveles de inversión.

La combinación de aranceles, reestructuración de la deuda, debilitar la moneda y una posible guerra de divisas es una estrategia de alto riesgo. Aunque podría ofrecer beneficios a corto plazo para Estados Unidos, también conlleva conflictos significativos para la economía global. La clave para la élite estadounidense será encontrar un equilibrio entre proteger sus intereses y mantener la estabilidad en los mercados internacionales, incluso si eso significa olvidarse temporalmente de la economía nacional.

Fuente: https://eltabanoeconomista.wordpress.com/2025/03/23/la-nueva-estrategia-economica-de-ee-uu/

15 de febrero de 2025

De la hegemonía al pragmatismo: China y la IA

Alejandro Marcó del Pont

Si la competencia es un juego lineal, China, con su ingenio y sus vastos recursos podría tener una ventaja casi insuperable

Tras la muerte del rey de Frigia, un reino ubicado en lo que hoy es Turquía, el oráculo predijo que el próximo monarca sería un hombre que llegaría a la ciudad en un carro tirado por bueyes. Un día, un campesino llamado Gordias, acompañado de su esposa, entró en la ciudad en su carreta. Los frigios, al ver cumplida la profecía, lo proclamaron rey.

En agradecimiento a los dioses, Gordias dedicó su carro a Zeus en el templo de la ciudad de Gordion y ató el yugo con un nudo tan complejo que no se veía dónde comenzaba ni terminaba la cuerda. Según la profecía, quien lograra desatarlo conquistaría Asia. Siglos después, en el 333 a.C., Alejandro Magno llegó a Gordion durante su campaña para someter al Imperio Persa. Al conocer la profecía, intentó desatar el nudo, pero, al no encontrar el modo, tomó su espada y lo cortó de un solo golpe.

Desde entonces, la expresión «cortar el nudo gordiano» simboliza la capacidad de resolver un problema complejo mediante un enfoque audaz y poco convencional. Algo similar ha ocurrido con el desarrollo de la inteligencia artificial en China: un desafío tecnológico que Estados Unidos intentó bloquear, pero que Pekín resolvió de manera innovadora.

Crear un sistema de inteligencia artificial (IA) propio era un reto estratégico para China, especialmente ante las restricciones impuestas por Estados Unidos en el acceso a microchips avanzados. Washington creía que, al monopolizar la producción y desarrollo de estos componentes, paralizaría el avance tecnológico de China. Sin embargo, Pekín encontró soluciones alternativas, demostrando que, incluso en una posición de aparente debilidad, la innovación puede abrir caminos inesperados.

Esta lección debería servir como advertencia para el Sur Global. Si China logró sortear las restricciones estadounidenses con estrategias propias, cualquier país que enfrente intentos de monopolización en áreas estratégicas —ya sea en tecnología, comercio o incluso en el uso del dólar— puede encontrar soluciones similares si apuesta por la creatividad y el desarrollo autónomo.

Estados Unidos puede seguir innovando y afirmar que su tecnología es superior, pero su ventaja nunca es absoluta, como el caso DeepSeek. Con el tiempo, cualquier innovación puede ser replicada, y la relación precio-rendimiento terminará inclinando la balanza a favor de quienes logren producir a menor costo.

China ha perfeccionado el modelo japonés Kaizen, basado en mejoras incrementales y marginales de tecnologías existentes. Este concepto, que en su origen estaba limitado a la manufactura y la gestión empresarial, ha sido expandido por China a nivel nacional, aplicándolo a su industria, educación, infraestructura y política económica.

El país gradúa anualmente a cuatro millones de ingenieros, casi más que el resto del mundo combinado, y cuenta con una economía semiplanificada capaz de concentrar recursos en objetivos estratégicos. Esta capacidad de adaptación y aprendizaje continuo le permite avanzar en áreas clave como la inteligencia artificial y los semiconductores.

Para China, lograr la autonomía tecnológica es crucial. Reducir la dependencia de las importaciones de chips y otras tecnologías avanzadas —especialmente de EE.UU. y sus aliados como Taiwán, Corea del Sur y Japón— es una cuestión de seguridad nacional y de consolidación de su liderazgo global.

Este enfrentamiento por la supremacía tecnológica no solo redefine la relación entre Washington y Pekín, sino que también está reconfigurando el orden global, con implicaciones geopolíticas de largo alcance.

La competencia entre EE.UU. y China en el ámbito tecnológico es solo una de las muchas tensiones que enfrenta la potencia norteamericana. Otra, igualmente crucial, es el debate sobre la inmigración, particularmente la de la comunidad latina a la que hay que darle una solución de ingenio.

Según la investigadora Ana Teresa Ramírez, directora de la organización Donor Collaborative, la contribución de los latinos al PIB estadounidense asciende a 3.6 billones de dólares. Si esta comunidad fuera un país independiente, sería la quinta economía más grande del mundo, superando a naciones como Reino Unido, Francia, Italia y Canadá.

Los latinos, además de representar el segundo grupo poblacional más grande del país con 37 millones de personas, contribuyen fiscalmente con más de 305 mil millones de dólares anuales en impuestos, salud, seguridad social, vivienda y consumo. Crean más del 50% de los nuevos negocios en EE.UU., y según cifras del Departamento de Comercio adquieren cerca del 50% de las viviendas nuevas en el país. Según el departamento de Trabajo, se estima que en la próxima década el 78% de la nueva fuerza de trabajo será latina.

Ante estos datos, las deportaciones masivas no solo resultan ineficaces, sino que también afectan negativamente a la economía estadounidense. El discurso sobre la inmigración en EE.UU. no solo es un tema político, sino también narrativo y estético. Diego Ruzzarín, filósofo digital y conferencista, señala que el uso del lenguaje y la imagen en las deportaciones refuerza el relato de una visión negativa de los migrantes.

Por ejemplo, cuando un avión de la Fuerza Aérea de EE.UU. transporta a deportados esposados, las imágenes refuerzan la idea de que son delincuentes. En contraste, Colombia ha implementado una estrategia diferente: enviar aviones de su Comando Aéreo de Transporte Militar para repatriar a sus ciudadanos, desarmando así la narrativa criminalizante.

Este cambio simbólico puede parecer menor, pero tiene un impacto en la percepción pública. No se trata solo de migrantes indocumentados; se trata de ciudadanos que no han completado un trámite administrativo para trabajar en EE.UU., no son delincuentes. Esta, a pesar de ser una decisión en inferioridad, es una medida imaginativa que despedaza el relato de inmigrantes delincuentes.

Fuente: https://eltabanoeconomista.wordpress.com/2025/02/05/de-la-hegemonia-al-pragmatismo-china-y-la-ia/

28 de enero de 2025

Inteligencia artificial: ¿Motor de progreso o herramienta de colonización?

Enrique Amestoy

La inteligencia artificial (IA) es un concepto que ha evolucionado considerablemente desde su origen en 1956, cuando John McCarthy acuñó el término durante la Conferencia de Dartmouth. Su propuesta inicial era simular la inteligencia humana en máquinas, pero con el paso del tiempo la IA se ha convertido en algo mucho más amplio y transformador. Hoy en día la IA no solo sugiere canciones o productos, sino que se ha infiltrado en áreas clave de nuestras vidas, como la medicina, el transporte, la educación y la publicidad, jugando un papel crucial en la toma de decisiones personales, empresariales y gubernamentales con capacidad de modelar nuestro entorno e influir en nuestra toma de decisiones.

En este contexto, Latinoamérica se encuentra en una encrucijada: participar activamente en la construcción de su futuro digital o convertirse en un simple receptor de tecnologías desarrolladas en el extranjero. Este es un dilema histórico, en el que el control de la tecnología será crucial para determinar el equilibrio de poder global. La creciente centralización del poder tecnológico plantea una nueva forma de colonización: lo que algunos analistas, como el filósofo Miguel Benasayag, denominan colonización algorítmica. Esta colonización no es física, como las anteriores, pero sí tiene el potencial de subyugar a los pueblos a través de la manipulación de datos, algoritmos y plataformas tecnológicas que configuran sus economías, sus políticas e incluso su identidad cultural. En términos ideológicos, el economista Claudio Scaletta denomina la etapa actual del capitalismo como imperialismo tecnológico.

La IA no es una competencia entre tecnologías, sino la lucha por el control de los datos, los algoritmos y la infraestructura que sustentan las grandes plataformas tecnológicas. Estados Unidos y China libran una encarnizada batalla por la supremacía en este campo. Esta guerra tecnológica es una extensión de la competencia geopolítica, en la que los avances en IA se ven como una forma de garantizar la hegemonía global. El impacto de esta lucha es colosal, tanto para las economías nacionales como para los sistemas políticos globales. Con inversiones millonarias, ambos países se enfrentan en una guerra fría tecnológica que afecta áreas como la infraestructura 5G (en la disputa Google-Huawei) o la industria de los vehículos eléctricos (el reciente impuesto del 100 por ciento sobre los autos eléctricos de China para beneficiar a Tesla). Empresas tecnológicas como Google, Amazon y Microsoft invierten sumas que superan el PBI de muchos países y sin duda lideran la carrera.

Latinoamérica, con limitadas inversiones en investigación y desarrollo (I+D) y una infraestructura tecnológica desigual, está en clara desventaja frente a estas potencias. Esta dependencia de tecnologías extranjeras no solo amenaza la competitividad económica de la región, sino que también pone en riesgo la privacidad de las personas y la preservación de nuestra identidad cultural. Al depender de plataformas de IA, motores de búsqueda y redes sociales controladas por actores externos, nos convertimos en consumidores pasivos de información y poco a poco perdemos el control sobre nuestras decisiones. Los procesos electorales a nivel global ya se ven influidos por los sesgos de estas plataformas, como se evidenció en la participación de Elon Musk con X (ex-Twitter) en apoyo a Donald Trump.

En el caso de Estados Unidos, las grandes corporaciones como Amazon, Google, Microsoft y Tesla han destinado miles de millones de dólares a la investigación y desarrollo de la IA. Por ejemplo, Microsoft invirtió 24.500 millones de dólares en I+D en 2022, según publicó la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) en 2024. Además, Microsoft ha invertido 10.000 millones de dólares en 2023 en la empresa OpenAI, desarrolladora de ChatGPT. Esto le asegura el uso de GPT-3 y posteriores en todos sus sistemas, como Copilot u Office. Sumas exorbitantes e inalcanzables para empresas que deseen competir en este mercado. Sin embargo, algunas lo intentan. Tal es el caso de la start-up alemana Aleph Alpha, que ha logrado recaudar apenas 500 millones de euros en financiación. Pese a la enorme disparidad en inversión, son varios los que ven a Aleph Alpha como la única empresa europea con capacidades para competir con los gigantes de Estados Unidos y de China.

China, por su parte, ha adoptado también una estrategia agresiva en su desarrollo de IA. Empresas como Baidu, Alibaba y Tencent están a la vanguardia de esta carrera tecnológica y China se ha establecido un objetivo ambicioso: convertirse en el líder mundial en IA para 2030. Sin embargo, de forma paradójica, mientras Estados Unidos intenta limitar el acceso de China a ciertas tecnologías, empresas como Microsoft han contribuido activamente al desarrollo de la industria tecnológica china, como lo demuestra el papel fundamental de Microsoft Research Asia en la incubación de la moderna industria de IA en China. Esto evidencia que, a pesar de la rivalidad de las potencias hegemónicas, las interacciones económicas entre ellas son mucho más complejas y por momentos las corporaciones se posicionan como los reales dueños de la pelota a nivel global.

Europa intenta no quedar atrás, consciente de que posiblemente ya no podrá ponerse a la par de Estados Unidos y de China en desarrollo tecnológico. Quizá por ello es que la estrategia de la Unión Europea se ha centrado fuertemente en la legislación y también en el apoyo a proyectos de pequeñas empresas que puedan crear IA con sesgo europeo, como el caso de Aleph Alpha. La start-up alemana dice tener desarrollos sofisticados, del nivel de OpenAI, pero no centra su desarrollo en el usuario final, sino en gobiernos y grandes corporaciones. Uno de sus últimos movimientos ha sido una alianza estratégica con la estadounidense Hewlett Packard Enterprise. Es que para toda empresa que quiera jugar en las grandes ligas es vital asegurar el acceso a hardware de alta calidad para su centro de datos; aspecto crucial para tener suficiente potencia de la GPU (chips de procesamiento gráfico en placas de video), el bien más preciado para el futuro de la IA generativa. Los analistas Patel y Nishball hablan de «pobres en GPU» o «ricos en GPU» en relación con el acceso o no a la capacidad de procesamiento. Esta capacidad es limitada, por cierto, y tiene en la estadounidense Nvidia casi que el único jugador. Este, a su vez, articula gran parte de su producción con el gigante TSMC (Taiwan Semiconductor Manufacturing Company). También la generación de energía es determinante en tanto los centros de datos son inmensos consumidores de electricidad.

La amenaza de la colonización algorítmica

El concepto de colonización algorítmica no es meramente una metáfora, sino una realidad con implicaciones profundas.

Los algoritmos que rigen nuestras plataformas digitales no son neutrales. Al contrario, están diseñados y entrenados según valores, intereses y sesgos específicos de sus creadores. Estos valores son, en su mayoría, de origen angloamericano y reflejan una visión del mundo que no necesariamente es representativa de la diversidad cultural, étnica y social de los países del Sur global. Miguel Benasayag, al hablar de este tipo de colonización, argumenta que los algoritmos no solo son herramientas, son fuerzas activas que modelan el mundo y uniformizan las realidades culturales, sociales y políticas, sin tener en cuenta la complejidad local.

Este fenómeno tiene implicancias directas sobre la autodeterminación de los países. La creciente dependencia de tecnologías extranjeras plantea preguntas sobre cómo se pueden preservar las identidades locales y cómo se puede garantizar que las decisiones tomadas por algoritmos reflejen una pluralidad de perspectivas. Un ejemplo claro de esto son los sesgos que existen en los sistemas de IA utilizados en los procesos electorales. Los algoritmos empleados por plataformas como Facebook, Google y X pueden influir en la opinión pública, exacerbando desigualdades existentes, como las de género, raza o clase. Además, los datos personales que se recogen y procesan sin el consentimiento adecuado pueden ser utilizados para manipular decisiones y comportamientos, agravando la opresión de los pueblos.

También es preocupación de analistas y de gobernantes el potencial uso indebido de la IA. Los riesgos surgen de la posibilidad de que agentes malintencionados utilicen sistemas avanzados de IA para fines dañinos o que incluso los propios sistemas de IA, al actuar de manera autónoma, persigan objetivos contrarios a los intereses humanos. Esto podría manifestarse en forma de ciberataques, desarrollo de tecnologías estratégicas para obtener ventajas competitivas en el ámbito militar o civil, o la manipulación de usuarios a través de técnicas de persuasión o desinformación. La pérdida de empleos por automatización, especialmente en tareas de baja cualificación, la concentración de poder económico en grandes corporaciones de IA, la perpetuación de sesgos en algoritmos y la dificultad para distinguir información verdadera de falsa son algunas de las problemáticas identificadas. Un informe de Goldman Sachs, de 2023, señaló que la IA podría reemplazar el equivalente a 300 millones de empleos de tiempo completo y podría aumentar el valor anual total de los bienes y servicios producidos a nivel mundial en un 7 por ciento.

Regulación de la IA: primeros pasos y desafíos para Latinoamérica

En el ámbito global la regulación de la IA también avanza de forma desigual. En la Unión Europea se ha propuesto la Ley de Inteligencia Artificial, que establece normas claras sobre cómo debe desarrollarse y utilizarse esta tecnología. Esta legislación prohíbe aplicaciones de IA que presenten riesgos inaceptables y exige transparencia y responsabilidad por parte de los proveedores. Europa está tratando de equilibrar el poder de las grandes corporaciones tecnológicas con la protección de los derechos de los ciudadanos y la autonomía política de los Estados miembros. La creación de marcos regulatorios como estos es crucial no solo para proteger a los ciudadanos, sino también para garantizar que la tecnología sea usada de forma ética y responsable.

Sin embargo, en Latinoamérica, el ritmo de la regulación es más lento. Aunque algunos países han comenzado a explorar la regulación de la IA, la región sigue siendo muy dependiente de las tecnologías extranjeras, lo que dificulta la implementación de políticas nacionales autónomas. En Brasil, el Plan de Inteligencia Artificial 2024-2028 establece principios éticos, medidas de capacitación laboral y estrategias para proteger los derechos humanos. Argentina, por su parte, ha iniciado el desarrollo de una ley sobre IA, siguiendo el modelo europeo, mientras que otros países, como Chile y México, también están avanzando en la creación de marcos legales para regular la IA.

Sin embargo, el desafío no es solo técnico o legislativo, sino también económico. La región carece de la infraestructura necesaria para desarrollar IA de manera autónoma. Las brechas en inversión y en capacidades de investigación y desarrollo limitan la posibilidad de que Latinoamérica se convierta en un jugador importante en el campo de la IA. En este sentido, países como Brasil están tratando de seguir el ejemplo de Europa, pero necesitan mucho más apoyo en términos de recursos financieros y humanos.

La brecha de inversión en tecnología: desafío para el Sur global

Uno de los principales desafíos que enfrenta el Sur global en la carrera por la IA es la disparidad en la inversión. Los gigantes tecnológicos de Estados Unidos y China invierten miles de millones de dólares en I+D, superando incluso el PBI total de varios países latinoamericanos. Por ejemplo, la española Statista toma datos de Nasdaq e informa que en 2020 Alphabet (Google) destinó 27.600 millones de dólares a I+D. En el informe de OMPI de 2024 se da cuenta de que la cifra aumentó en 2022 a 39.500 millones de dólares. Según las mismas fuentes, Amazon invirtió 43.000 millones de dólares en I+D en 2020 y esta cifra aumentó a 73.200 millones de dólares en 2022. Huawei, en China, invierte de forma sostenida cerca de 23.000 millones de dólares en iguales períodos.

Esta brecha en la inversión es un reflejo de la desigualdad global en el acceso a recursos tecnológicos. Las grandes potencias tienen el capital necesario para desarrollar tecnologías de punta, mientras que los países del Sur global deben depender de alianzas y colaboraciones con estos actores para acceder a las herramientas y a las plataformas más avanzadas. Además, la falta de infraestructura propia de computación de alto rendimiento y de acceso a componentes clave como las GPU coloca a la región en una posición de enorme desventaja.

En este contexto, iniciativas como la creación de centros de datos regionales, propuesta por el grupo de ciberseguridad del Mercosur del año 2014, o el desarrollo de infraestructura local de telecomunicaciones, como el proyecto Anillo de Fibra Óptica del Sur firmado en marzo de 2012 por los ministros de comunicaciones de los países miembros de Unasur (Unión de Naciones Suramericanas) y en el que participó el Banco Interamericano de Desarrollo con propuestas de financiamiento, adquieren una nueva relevancia. Estas iniciativas no solo tienen un valor estratégico en términos de soberanía tecnológica, sino que también se presentan como una forma de reducir la dependencia de actores externos y fomentar el desarrollo de capacidades locales.

¿Un futuro de progreso o de desigualdad?

La IA tiene el potencial de transformar nuestras sociedades; nadie lo duda. La forma en que se implemente y regule va a determinar si este proceso beneficiará a toda la humanidad o si, por el contrario, exacerbará las desigualdades globales. La clave para asegurar un futuro de progreso radica en la capacidad de los países del Sur global para tomar decisiones soberanas en el ámbito digital. Esto implica desarrollar políticas propias de IA, invertir en infraestructura y fomentar la investigación científica local.

Si Latinoamérica se embarca en la elaboración de políticas propias de IA, no solo protegería su identidad cultural, sino que también tendría la posibilidad de diseñar modelos de desarrollo económico basados en sus necesidades y prioridades locales. Esto podría abrir nuevas oportunidades en áreas como la educación digital, la medicina personalizada y el desarrollo de energías renovables, sectores que podrían ser impulsados por soluciones tecnológicas creadas y controladas de manera independiente.

Tal vez una importante pregunta sea: ¿queremos un futuro en el que la IA sirva como motor de progreso humano o uno en el que las grandes potencias utilicen esta tecnología para consolidar su dominio? Es probable que aún estemos a tiempo de responderla y de actuar en consecuencia.

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